Hasta las máquinas temen a Polaino, y al mencionarlo he de imponerme para que Word no lo remplace por una inofensiva polaina. Por algo será. Yo sabía de él por mis años en la Complu, por sus escritos sobre la posesión diabólica, por los ecos de sus terapias contra las drogas y la homosexualidad y por su aspecto patibulario. Más grima me daba, empero, su especialidad, la psicopatología, pues si, según Sismondi, toda oferta crea su demanda, hay cosas que es mejor no mentar. Un filósofo empeñado en que deduzcas la ética o un psicoanalista hurgando en tu sexualidad pueden ser un plomo, pero un psicopatólogo buscando clientela es un peligro claro e inminente, más si es del Opus.
Pero no hay que tomárselo muy en serio. No es el primero que dice esas cosas, que aún resuenan los ecos de los dos Quintana, pedagogo uno y psicólogo el otro, con sus textos sobre mujeres, negros, homosexuales y otras minorías con las que siempre se ceban estos pequeños frankestein.
No procede perseguirle judicialmente (como Ezker Batua, tan comprensiva en cambio con los abertzales), no ya por temor a la sinuosa dinámica de lo políticamente correcto (tan peligrosa como la de lo moralmente correcto: los correctos comparten querer corregirnos a todos los demás), sino porque ser idiota es una eximente, no un delito, y ser un carcamal es un derecho. Lo grave es que llegara al Senado, lo que no habría hecho de no ser porque el PP, en su afán de bronca, está dispuesto a lo que sea. Tres sábados, tres manifestaciones y tres personajes atrabiliarios. El 28/5 fue Alcaraz, ese representante de la AVT que insulta al Comisionado, justifica la agresión a un ministro, purga por fax a sus colaboradores y entra en juegos dialécticos con ETA; el 4/6, Lanzarote, alcalde salmantino que se echa al monte por los papeles expoliados por el franquismo mientras asfixia la Casa Lis; el 11/6, el genial Polaino. Si siguen, será la noche de los muertos vivientes.
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