El hecho es sencillo: cada alumno adicional resulta más difícil de escolarizar que el anterior. Anterior y posterior no implica una secuencia temporal, según la fecha en que nació o la hora en que su madre se levantó a matricularlo, sino un orden cultural, de los que vendrían o seguirían en la escuela por encima de todo a los que sólo lo hacen de mala gana.
Este fenómeno es bien conocido en la economía: se llama curva de costes crecientes. Si cultivamos tomates, por ejemplo, y dividimos la cosecha por las horas trabajadas, más tomates requieren mucho más trabajo, hasta el punto de que los últimos son casi imposibles. Esta ley tiene su reverso: la curva de rendimientos decrecientes. Por ejemplo: puesto que primero cultivamos las tierras más fértiles y más cercanas, cuanta más tierra cultivemos menor será su rendimiento (por su aridez y por los costes de transporte).
El lector avispado ya comprende que la ley de los costes crecientes cuadra al alumnado: escolarizar a la infraclase, las minorías marginadas, los inmigrantes de culturas premodernas o los que por cualquier causa no estaban dispuestos entrar o ya lo estaban a irse, resulta más costoso, por unidad, que al alumno ideal. Si el lector, además, es neutral, comprenderá que la ley de los rendimientos decrecientes cuadra al profesorado. De querer serlo por encima de todo tenerlo como última opción, de la vocación al nihilismo profesional, de la (auto)selección al aluvión, va un abismo.
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