“Es el fundamento primero de la piedad y de la autoridad”, dijo Weber de la comunidad doméstica —de la familia—. La dominación adulta (la probabilidad de encontrar obediencia para su mandato) tiene su correlato en la piedad infantil (el respeto a la autoridad, la voluntad de obediencia). Están unidas por el afecto, que limita la primera y estimula la segunda. Esta forma de dominación tradicional se prolonga en la escuela infantil y primaria: el maestro, en general, in loco parentis; la maestra, en particular, como una sustituta de la madre y, la escuela, de la familia.
De repente los alumnos acceden a otro escenario, el de la secundaria, que se quiere de dominación racional —basada en normas— pero sin acercarse siquiera. La autoridad del profesor sigue siendo omnímoda, pero ahora ya no es uno, como el maestro tradicional, ni el principal, como el maestro-tutor, sino uno más entre ocho o nueve, profesor de varios grupos y cursos que en general no puede y a menudo no quiere implicarse más allá de la instrucción. La autoridad, la dominación, sigue ahí, pero la piedad desaparece, porque el vínculo afectivo ya no puede nacer del escaso roce, ni es como tal buscado. Queda la autoridad despiadada, no por atroz —que no lo es, aunque sí, a menudo, arbitraria— sino por fría y despegada.
Puesto que los adultos aparecen como autoridad arbitraria, los adolescentes se vuelven, con más fuerza que en cualquier generación anterior, hacia el grupo de iguales, locus de la dominación carismática, del líder. El grupo se vuelve más necesario, más autista y, por ello, más opresivo (Jokin). La familia, por su parte, se ve llamada a sostener la legitimidad de la autoridad escolar, con el riesgo de ser arrastrada por ésta en su caída.
(Publicado en Escuela)
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