Yo opino como Mae West.
Aunque luego vengan los
matices, vuelve, desde el PSOE (ya la lanzó Gabilondo al final de su
ministerio), la idea de ampliar la obligatoriedad escolar hasta los dieciocho,
que suele agradar a muchos educadores, particularmente a quienes quieren salvar
el mundo, si bien suscita sospechas sobre si reforzará la financiación de la enseñanza
privada y otros típicos tópicos.
La escolarización al cien
por cien en ese tramo sí debería ser
objetivo del estado y de toda la sociedad. Europa ha fijado el de que el 85% de
los jóvenes obtengan un título secundario superior, cosa que aquí se hace a los
dieciocho o más, y varios países lo han elevado al 90%. La razón es que con
menos que eso –con sólo la ESO– se llega al mercado de trabajo bajo mínimos, abocado
a la rutina, la precariedad, la dependencia, los bajos ingresos. Hay que pensar
que algún punto porcentual se quedaría en el camino (para que se titule el 85%
habrá que matricular al 86%, al 87%...), así como recordar que gran parte del
abandono con o sin ESO llega tras repetir uno o dos años –único palmarés que
encabezamos–, ya con diecisiete o dieciocho. Por tanto, el diferencial que
introduciría la medida respecto de la evolución previsible sin ella es más bien
reducido.
Otra cosa es que el
estado garantice la total gratuidad de ese tramo o incluso asuma los costes de
oportunidad para algunos. Hay costes asociados a la escolarización (libros y
materiales, transporte, comedor) que el tesoro debería asumir sin más, pues,
como medida redistributiva, es esencial para los pobres y poco onerosa para los ricos;
y, salvo que se amplíe la prohibición de trabajar hasta los dieciocho –nadie se
a atreve a proponerlo pero reduciría milagrosamente
el desempleo–, renunciar dos años más a un salario es impensable en algunas
familias. Por otra parte, como nunca deja de señalar el funcionariado
militante, podría implicar la extensión de los conciertos. En mi opinión no podría sino que quizá debería, o sería tan inevitable como ineludible, pues me parece difícil postular lo contrario para el
sistema educativo que tenemos.
Por lo demás, no
subestimemos a quienes dejan las aulas. No haré una hagiografía en torno a una
decisión que creo profundamente errónea, pero sí he de decir que hace ya
decenios, en una primera investigación sobre los malos alumnos, en particular los anti-escuela, me sorprendió su nivel de viveza y de inteligencia
(aunque no fuera la que cree formar y medir la escuela). Hace bien pocos, en
otra sobre fracaso y abandono, pude ver que son muy conscientes de las
consecuencias sobre sus oportunidades de empleo, que ningún prófugo escolar recomienda a otro seguir
sus pasos. En lugar de ampliar la obligatoriedad para un público cautivo, que es la repuesta fácil y abocada al fiasco –taza
y media para quien no quiere una taza ya se ensayó con la ESO–, lo que hace
falta es recuperar o reinventar el atractivo y la relevancia de la escuela para
un público voluntario, tratando también al obligado como si lo fuera.
Queda todavía un problemita:
¿se puede forzar a alguien a acudir a una institución cinco o seis horas al día,
ciento setenta y seis días al año, después de los dieciséis? Los benefactores no lo dudan, porque es por su propio bien y porque no suelen
dudar de nada. Yo creo que la sociedad tiene ciertos derechos ante y sobre los
individuos, que no son ni serían nada sin ella –ni lo intentan: nadie tiene
vocación de troglodita–, y eso legitima la escolaridad obligatoria y la
intervención del estado en ella, sea pública o privada, pero todo es cuestión
de grado. En materia de edad, el grado depende del nivel de maduración del
individuo y de su capacidad y su voluntad de decidir por sí mismo. A los
dieciséis se podría consentir el sexo, contraer matrimonio, abortar, usar armas
(con licencia), o votar (la secesión de Cataluña)... pero no abandonar la
escuela (ni apostatar, por cierto, sólo que la iglesia no pasa lista de
asistentes), esa institución en régimen
abierto. En los términos más generales creo que la propuesta plantea,
cuanto menos, un conflicto claro entre derechos sociales y derechos civiles,
toda vez que uno de los primeros se impone sobre uno de los segundos. En
términos individuales me parece altamente improbable que la retención forzada
sea una alternativa para jóvenes.
Y aquí es donde nos puede
inspirar Mae West, quien, preguntada sobre qué pensaba del matrimonio, dio una
de sus brillantes respuestas: "El matrimonio es una gran institución, pero
no estoy lista para ser institucionalizada" ("Marriage is a great
institution, but I am not ready for an institution"). Sustitúyase a este
icono sexual del siglo XX por cualquier alumno del XXI, y el
"todavía" implícito por un "ya", y se tendrá lo que podría
responder el segundo sobre la escuela. Se olvida demasiado a menudo que se
trata de una institución en el pleno sentido del término (no sólo el español,
pública, sino el inglés, forzosa), la última institución basada en la conscripción
universal después de la supresión del servicio militar. Ciertos experimentos,
con gaseosa.
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