6 may 2025

¿Por qué nos repetimos tanto? (sí, nosotros)


Escrito para las XXX Jornadas del Consejo Escolar de Navarra sobre Repetición y Abandono Educativo

Cuando recibí la invitación a intervenir en estas jornadas sobre la repetición de curso pensé, en un primer momento, que iba a ser el sociólogo entre un conjunto de académicos de otras disciplinas, autoridades y profesores expertos, por lo cual me correspondería acudir a los grandes números para tratar de ayudar a lo que aquí se pretende, a esclarecer si la repetición es o no una medida eficaz, eficiente y justa, o cómo puede serlo. Cuando, no mucho después,  me llegó el programa de detalle y ví que había no sólo otros dos sociólogos sino también un economista, un politólogo y una psicopedagoga igual o más versados en los grandes números, me sentí sinceramente aliviado, relevado de la carga. Tuve ocasión de lidiar con los datos de la repetición cuando, hace ya más de un decenio, en la Universidad de Salamanca y con financiación de la Fundación La Caixa, realizamos un estudio sobre Fracaso y abandono escolar en España, y ahí también afloró, al igual que en tantos otros trabajos, la repetición como el perfecto empujoncito (el nudge) hacia ambos, es decir, hacia la no graduación en la ESO y hacia el no acceso siquiera a los estudios postobligatorios. Pero debo decir que, para mí, la repetición es a la vez un enorme problema práctico y un absoluto no-problema teórico. Sencillamente, no sirve para nada… ni a los alumnos, ni a la sociedad, al menos –algo en lo que la investigación confluye de manera abrumadora. La cuestión es cómo salir de ella, lo cual puede empezar por entender y explicar la persistencia y el empeño. Dando por sentado que alguno de mis compañeros hará un buen balance de la investigación existente, me limitaré, por si también se esperaba de mí, a anexar una bibliografía de balances, revisiones y meta-análisis. Mi intervención se va a centrar en tratar de explicar, en términos, históricos y estructurales, el por qué de ese empeño contra vient y marea, en particular su encaje en la organización escolar presente y en la cultura profesional heredada.

Si observamos las representaciones gráficas de universidades y escuelas antes del siglo XIX, la imagen dominante en unas y otras es la mezcolanza de edades. Aunque aquellas universidades eran una realidad distinta por su condición de enseñanzas profesionales, su reclutamiento ultraminoritario y un alumnado adulto, las menciono porque también eran el único escenario de las aulas de clase con las que hoy identificamos la escuela, pero que en realidad no menudearon en esta hasta el siglo XVIII y no se extendieron hasta finales del XIX. Las universidades presentan una notable mezcla de edades porque los requisitos de acceso no son precisos (no hay una EVAU, ni unas enseñanzas regladas propiamente dichas), los estudiantes lo son de muy distintas maneras, incluida la de eternizarse, y el currículum, como hoy lo entendemos, es demasiado vago. Las escuelas no lo hacen menos, porque, aunque el objetivo que hoy les presumimos es el aprendizaje de la lectoescritura y el cálculo, a menudo se limitaban a la escritura, o a la mera custodia, podían estar a cargo de maestros de solo leer, de artesanos que complementaban así ingresos en el propio taller, incluso de maestros analfabetos, y su método básico era, en mejor de los casos, que el maestro tomara la lección al alumno, tanto si antes la había dado o impartido como si su único origen eran la cartilla, el catecismo u otro libro de texto.

El XIX, en paralelo con la expansión escolar y la urbanización, trajo dos cambios radicales en la institución que se hicieron patentes y fueron celebrados en sendos adjetivos, para luego perderlos con su normalización. Estos fueron la enseñanza simultánea y la escuela graduada, adjetivos que tuvieron su momento de gloria cuando suponían una novedad y protagonizaron un cambio, pero que han dejado de utilizarse cuando han pasado a ser la norma común, casi única, como se muestra en el n-grama adjunto. Hoy no hablamos de escuela “graduada” ni de enseñanza “simultánea”, como tampoco de “nevera eléctrica” ni de “televisión en color”, pero ahí están, reinantes, todas ellas. Hoy llaman nuestra atención las escuelas rurales en las que un mismo maestro atiende a alumnos de varios cursos, y las calificamos de “unitarias” (pensando en el maestro) cuando, en realidad, son las más diversas (pensando en el alumno).


Hoy, niños y adolescentes de distinta edad, grado de maduración, entorno familiar  y social, intereses y proyectos, capacidades generales y especiales, momentos vitales y estados de ánimo, serán sometidos a los mismos procesos de aprendizaje y contenidos o competencias a evaluar. “Los mismos”, por cierto, no quiere decir a la misma distancia de todos en ningún sentido, y aquí llegamos a la cuestión de qué cultura, qué proyecto, qué experiencia, etc., estamos ofreciendo. Damos por sentado que la cultura, la organización, los contenidos y  los procesos escolares son idóneos y lo son para todos. Después de todo, ¿quién se hace profesional, incluso experto en educación…? Pues un adicto a la escuela, como no podía ser menos. 

Nos cuesta darnos cuenta de que hemos pasado de dos subsistemas en los que se educaba poco a muchos (ni siquiera a todos) y mucho a pocos, a pretender educar mucho a todos sin excepción, sin contemplaciones, sin piedad alguna. Y aquí hay que ampliar el enfoque de la mirada histórica. Emmanuel Todd escribió una vez que el gran éxito del siglo XIX fue que todos pudieran aprender a leer y a escribir, algo que por milenios había sido un conocimiento esotérico reservado a los clérigos (curas y clercs), pero el gran fracaso del XX era no haber logrado generalizar la secundaria con éxito. Esta generalización rápida, provocativa y galocéntrica, tiene la virtud de llamar la atención sobre la dificultad creciente de una educación igualitaria, pero no más. El éxito de la enseñanza de la lectoescritura solo lo fue en una parte del mundo, y ha hecho falta todo el siglo XX y algo más para alcanzar la primaria universal. Francia puede estar razonablemente orgullosa de la école unique de la III República, pero antes fueron siglos de escolarización parcial por las órdenes religiosas, la desescolarización de hecho por la Revolución y las guerras escolares del XIX; en todo caso, la escritura llevaba ahí cinco milenios y la imprenta cuatro siglos. Lo que la escuela secundaria trajo no fue más lectoescritura, sino una perspectiva sistemática, critica y científica (que ha podido ser más ambiciosa o limitada), primero para las humanidades y después para las ciencias y técnicas. Es aquí donde comienza a producirse, para muchos alumnos, el divorcio entre la escuela y la vida que prevén para sí, tanto por su contenido como por la credibilidad de la propuesta: pórtate bien y esfuérzate hoy porque, a cambio, tendrás un futuro mejor (la llamada moral victoriana, posposición de la gratificación o promesa meritocrática –o del ascensor social, en un burdo símil).

Si el lenguaje permitió la educación, la escritura requirió la escuela y la imprenta hizo posible la escolarización masiva y universal, la cuarta gran transformación informacional y educativa no fue una; fueron dos, divergentes y, en buena medida, condenadas a un choque de trenes. Mientras la secundaria se generalizaba y prolongaba, los medios audiovisuales de masas revolucionaban la sociedad. La cuarta transformación escolar: la expansión y unificación de la enseñanza secundaria, fue decisiva en la creación y conformación de un nuevo grupo social, etario, el de los adolescentes y jóvenes, los teenagers, delimitados en gran medida por esa adscripción institucional, demasiado crecidos para ser tratados como niños, y para conformase con ello, pero sin un papel propio ni una perspectiva clara del mismo en la sociedad. La literatura y el cine, más rápidos que la escuela, captaron bien esa contradicción: el cínico Holden Caulfield (El guardián entre el centeno, 1951), los inadaptados Jim, Judy y “Platón” (Rebelde sin causa, 1955) o los desdichados Deanie y Bud (Esplendor en la hierba, 1961) son, invariablemente, estudiantes de secundaria. Pero la historia de esta cuarta transformación es la de un permanente desencuentro entre escuela y media, pues la adolescencia es institucionalizada y retenida por una pero atraída y entretenida por los otros. La secundaria se expande y homogeneiza, la escuela se identifica con el mito meritocrático y el mercado de trabajo deja en la cuneta a quienes no pasan de la obligatoria ( secundaria inferior), pero lo que atrae a la adolescencia, además de una obsesiva búsqueda de identidad y socialidad,son los medios, la música juvenil y sus tribus, las redes sociales. Medios y escuela han intentado acercarse (radio educativa, televisión instruccional, cine en el aula y más, de un lado, o alfabetización mediática, radios escolares, etc., del otro), pero siempre han terminado rechazándose, acusándose de aburridos o triviales. Para la escuela ha significado una guerra permanente por la atención en la que ha podido siempre retener los cuerpos, pero no las mentes.


Es aqui donde encaja la repetición. La escolarización tal como la conocemos, que sigue el mismo modelo básico desde las elucubraciones de Comenio en el siglo XVII y las innovaciones de escolapios y lasalleanos en el XIX, es, sencillamente, un sistema de educación low cost basado en el procesamiento colectivo, por lotes: iguales currícula y programaciones, espacios panópticos, tiempos reglamentados, actividades, evaluaciones. Esta normalización ha estado siempre en el centro de la escolarización masiva. No solo penalizamos con la repetición a los que se retrasan, sino que forzamos la incorporación simultánea a la escuela de todos los niños a una misma edad (medida en años) e incluso en un mismo día de los 365; mismo día del año pero no mismo día de edad, pese a la disparidad de desarrollo que (acumulado a la mera diversidad) puede significar en capacidades y disposiciones. Añádase que otros países inician la escolarización un año más tarde o, al menos, son más flexibles en ello, permitiendo y alentando que las familias elijan hacerlo un año antes o después. En realidad es la misma obsesión normalizadora en torno a la edad que latía tras el concepto, hoy menos popular, del cociente intelectual: que hay un desarrollo normal asociado a la edad, bajo el cual estarían los anormales, los retrasados o, en el mejor de los casos, los slow learners (y por encima los genios, los avanzados, los fast learners…). Recientemente se ha destacado la importancia del mes de nacimiento en el desempeño escolar, tema poco tratado que popularizó Malcom Gladwell en su superventas Outliers. De hecho, los escasos trabajos que aducen algún beneficio en la repetición suelen referirse a los primeros años escolares, pero no son tanto un contrapeso (que en todo caso sería muy limitado, tanto en sus efectos como por las edades de referencia) a los que concluyen que es perjudicial o inútil como una reafirmación, en el otro extremo del arco de la edad y la escolaridad, de los daños de la escolaridad de talla única.

La quinta transformación, digital, abre otras posibilidades. Algunas ya había, como la edad flexible de inicio, la consideración del ciclo bienal como la unidad de programación y evaluación, la mal llamada promoción social, pasar el año con algunas asignaturas no aprobadas o las actividades de recuperación o avanzadas –aunque no se usaran. La transformación digital abre ahora, en primer término, la oportunidad de disponer, fuera del horario y el espacio del aula, no solo de los mismos recursos a otro ritmo (por ejemplo, en la clase o aula inversa, o cuando se reproduce a voluntad un video de Khan Academy u otro ciberprofesor) y en un entorno menos enjuiciador, sino también de otros muchos recursos potencialmente mejores, como aplicaciones, simulaciones, etc., y en particular de recursos adaptativos e interactivos. Para el profesor también trae nuevas capacidades directas e indirectas, en concreto para la detección de las necesidades y problemas generales, grupales o individuales en el aprendizaje de sus alumnos, a través de los datos de su actividad, sean transversales o longitudinales, grupales o individuales, estructurados o no (big data), y la IA predictiva. analizables ya por el profesor (visualización, tableros de control) o por los sistemas más potentes y personal más especializado del centro, de la institución o del proveedor de servicios (con las debidas cautelas sobre privacidad e idoneidad).

La última novedad es la IAG o inteligencia artificial generativa, conversacional (ChaGPT y más). Hasta hoy, el entorno de aprendizaje del alumno estaba formado por el libro de texto y el profesor, con el añadido de la tendencia de éste a ceñirse a aquél (no siempre). El libro de texto hecho para decenas de cientos de miles de alumnos, y el profesor dirigiéndose a unas decenas de ellos, ambas cosas en modo lección, transmisión, broadcast, en que uno habla a todos, o a muchos. El profesor podía tratar de ajustar o incluso improvisar para su clase; o podía diversificar, personalizar, para una parte de su alumnado o incluso para un alumno… pero de forma muy limitada, no solo por el número (que ninguna ratio que no fuera una inversión enloquecida, o sea imposible, podría modificar sustancialmente), sino también por su percepción del alumno y su capital profesional. La novedad con la IAG es la posibilidad de un acceso permanente e inagotable a la adaptatividad y la interactividad; o sea, un conversador polímata e incansable que puede ser un mentor y un colaborador muy capaz y muy variado. No será Aristóteles, pero puede hacer constantemente lo que la mayoría de profesores hacen la mayor parte del tiempo, y no porque sea mejor que ellos, sino porque se alimenta de todos ellos y de más. Y, adonde no llegue, ahí tiene que estar el profesor, además de en el punto de partida y en el acompañamiento general.

En definitiva, la repetición es iatrogénica: no es un problema al que se enfrenta la escuela, sino que ella misma crea. Debe ser, en todo caso, una excepción estricta, para casos como el de un alumno hospitalizado muchos meses, y sin atención escolar, o equiparables. Fuera de eso, lo necesitamos es flexibilidad en la entrada (edad de acceso a primaria) y la salida y a la salida (el gap year o requisitos específicos, pero salvables, de acceso a ciertos estudios post-obligatorios o post-secundarios). Dentro, toda la flexibilidad posible en la distribución del tiempo entre áreas y a lo largo de cada periodo bienal. Y, junto a todo ello, la mentorización personal que sea posible y la potencialmente ilimitada de la IAG –docencia aumentada. 

META-ANÁLISIS, REVISIONES Y BALANCES

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