Un buen colegio para sus hijos es el mejor motivo que ha dado la familia Montero-Iglesias para su inminente mudanza, el único que nadie cuestiona. Se entiende también que busquen un contexto tranquilo, aunque dudo que un chalet ofrezca más sosiego y privacidad que un apartamento. Y tienen pleno derecho a mejorar sus condiciones de vida, lo que de manera un tanto cursi llaman un proyecto familiar, si bien ningún enroque autista evitará que chirríe con las estridencias de su discurso político. Pero la elección es inobjetable: una escuela pública e innovadora, magnífico y acorde con el discurso educativo de Podemos, ¿no?.
El CEIP “La Navata”, que nunca había recibido tanta atención, es ejemplar. No es nuevo para quienes estudiamos la educación: sé de él desde antes de que se creara (en parte por coincidencia), lo he incluido (de manera anónima) en alguna investigación, las he invitado y me han invitado en alguna ocasión y hemos compartido foros en otras, y no soy el único. Sólo en las bases Scholar y Dialnet hay más de treinta referencias, que no es poco.
La paradoja es que para acceder a un centro así deban, puedan y quieran mudarse a una de las zonas más caras de la Comunidad de Madrid. Hacerlo para elegir centro público es frecuente en ciudades como París, Londres o Tokio, más aún donde la dispersión suburbana hace que haya menos centros al alcance de cada residencia familiar. En los Estados Unidos, donde gozan de amplia autonomía y dependen de los impuestos locales, no sólo su calidad se ve influida por la comunidad (por la financiación y por su público) sino que, a su vez, la calidad percibida de un centro, por ejemplo en los resultados de los frecuentes tests al alumnado, repercute en los precios inmobiliarios alrededor del mismo. En España, donde la enseñanza concertada acoge a un tercio del alumnado, llegando a más de la mitad en las grandes ciudades, no hace falta mudarse, pues esta envía sus autobuses a cualquier punto… si la ley lo permite, lo que se conoce como distrito único (elegibilidad igual de y ante cualquier centro de la comunidad, sea público o privado), vs. la zonificación (preferencia para las familias que viven más cerca y, por tanto, preterición de las que viven más lejos). La izquierda siempre ha visto mal el distrito único, porque da ventaja a las familias mejor informadas y con capacidad de transporte propia y amplía el mercado de la concertada, y Podemos ha apoyado su abolición donde ha podido, como en Castilla-La Mancha y la Comunidad Valenciana, y su anterior candidato a la presidencia de Madrid también lo propuso. Pero, para las familias de altos ingresos, la tierra es plana y cabe elegir sin salir de lo público. La Comunidad de Madrid tiene, según sus últimas estadísticas, 796 centros públicos de educación infantil y primaria (más otros 473 de educación infantil): si cuentas con información adecuada y dinero suficiente es difícil que no puedas encontrar un de calidad adecuada, incluso excepcional; si no es así, lo difícil es lo contrario. (Bien es cierto que el dinero no es la única vía a la felicidad: los padres con capital escolar y cultural y sin capital económico ni inmobiliario –pero con medios de transporte– siempre han podido recurrir a la picaresca, por ejemplo a empadronar al niño en la zona deseada con un pariente, en un negocio o incluso en una plaza de garaje.)
“La Navata” no es sólo un buen centro, sino muy singular. Por un cuarto de siglo ha mantenido un proyecto que reúne todo lo fundamental: creativo, ecológico, participativo, multicultural, acogedor, solidario… Cabe considerarlo, y así se ha proclamado, la prueba de que un centro público puede ser, al tiempo, ejemplo de innovación y de equidad. Muchos habrán sabido ahora, con la mudanza, de que en 1994, al amparo de una norma que permitía que un grupo de docentes, articulado en torno a un proyecto, pidiese el traslado conjunto a un centro de nueva creación, así se hizo con el titulado “Una escuela para todos”, del que es fácil informarse en la literatura profesional e incluso en YouTube. Pero la memoria es selectiva, y lo que no resulta tan fácil saber es que en ese año y en esa zona escolar (Oeste de Madrid) se presentaron y aprobaron dos proyectos: el de La Navata y el del CEIP “Enrique Tierno Galván”, de Collado-Villalba. El primero, entonces vertebrado por la educación artística, obra de trece profesoras (sí, todas), que estrenaron solas el centro compartiendo espacios y tareas (algo muy educativo), se ha mantenido contra viento y marea, en tensión permanente para que se tuviera en cada nuevo concurso, ganarse a los recién llegados y resistir la fuga de los disconformes; algo tuvo que ver, seguramente, que el colegio, en una zona de baja densidad, se completó de forma gradual, con una lenta incorporación de profesores ajenos al proyecto e incluso con experiencias obligadas de aulas con varios cursos y docencia compartida. El segundo, con otros trece profesores tras un proyecto más generalista y que pivotaba en torno al equipo directivo, se desinfló rápidamente, hasta el punto de que la dirección renunció al cabo de un año y fue sustituida por otra que devolvió las cosas a los cauces habituales, es decir, a la banalidad, y así hasta hoy; esto no fue ajeno a que desde el comienzo recibiera una plantilla completa, más de la mitad de ella sin relación con el proyecto, ni a que este contuviera la golosina, entonces inviable, de la jornada continua (matinal), que suele atraer más moscas que docentes comprometidos. La norma había olvidado que retórica y realidad divergen a menudo en la educación, que los proyectos chocan con el escalafón burocrático en la asignación de destinos y que su implementación y vigencia deben ser reevaluadas. Olvidaba, como hoy, que no puede haber política educativa sin política de personal. Cuando por fin se entienda eso podremos pensar en lograr que toda familia tenga y vea, en la escuela más próxima, la mejor o algo muy parecido a eso. Hasta entonces, elijan bien el barrio si pueden.
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