¿Por qué no hay ya un pacto sustantivo sobre la educación, si todos
afirman que es necesario? Por varios motivos, entre los cuales destacaré
cuatro. El primero y más aparente es la tremenda ideologización del debate, con
discursos a veces guerracivilistas en
los que unos parecen creerse en lucha contra el Santo Oficio y otros contra el
demonio bolchevique, como han hecho recientemente PP e IU, en los dos extremos
del arco parlamentario, desenterrando la guerra
escolar. El segundo, en parte consecuencia del primero, es el vaciamiento
del lenguaje, que permite blandir a la vez las exigencias más sectarias y la
pretensión de que quien hace imposible un acuerdo es siempre el otro; un
vaciamiento que alcanza más o menos a lo principal del vocabulario de la
política educativa: libertad, equidad, calidad, inclusión, participación... y,
por descontado, pacto, como cuando
Rajoy, después de dos legislaturas del PP solo contra la LOE y otras dos igual
de solo con la LOMCE cree hacer haber hecho algo grande con apenas algún gesto
vacío y retórico al respecto dirigido a Ciudadanos, o cuando Garzón se
descuelga en periodo electoral con la surrealista y oximorónica propuesta de un
pacto por una educación republicana.
Un tercer motivo, menos obvio pero más poderoso, es el papel de la escuela en
las estrategias sociales de las familias, muy visible en la búsqueda de la mejor educación para los hijos, tanto
da que se concrete en la mejor escuela o en el mejor desempeño individual en
ella, y que tiene su contraparte en la pretensión no menos estratégica, aunque
defensiva, de suprimir todo elemento de diferenciación, sea la elección de
centro, el (muy discutible) modelo bilingüe, el uso de recursos digitales, los
deberes para casa o cualquier otro. Cuarto, y no menos importante, el infundado
paternalismo de la profesión docente, siempre tan inclinada a pensar que sabe
mejor que su público lo que le conviene; esto es, a desoír a la sociedad, o a
oír solo lo que quiere oír, como cuando funcionarios incondicionales de su
fuente de empleo, la enseñanza pública, no quieren ver que un tercio del
alumnado lleva medio siglo eligiendo la privada y otro sexto, hasta la mitad,
lo haría si pudiera, o cuando los sicofantes de la inmersión lingüística
ignoran que más de la mitad de la población con hijos en edad escolar ni la
quiere ahí ni la practica en otros ámbitos libres de coerción y de presión; o
cuando todos coinciden en que lo primero y principal que necesita la educación
es, cómo no… más educadores.
Pero hay otro obstáculo formidable para un pacto: su trivialización.
Asoma cuando se formula como el objetivo de ponernos de acuerdo en lo que nos une (ya se sabe: acabar con el abandono, conjugar
equidad y calidad, reconocer y dignificar al profesorado, mejorar los
resultados, aumentar los recursos...), o evitar lo que nos separa (los cleavages
o fracturas como la religión, la financiación de la escuela privada, las
lenguas propias, la evaluación del
profesorado, etc.). El problema es que tales acuerdos de mínimos no sirven de
mucho, o no sirven de nada. De hecho presentan el riesgo añadido de precipitar,
hipostasiar, politizar o adjudicar opciones y políticas que no están adscritas
necesariamente a un lado ni a otro de las fracturas habituales, desde el
momento mismo en que las colocan en el centro de una negociación entre partidos
y grupos de intereses; en todo caso, al dejar fuera lo que realmente ha venido
dividiendo a la sociedad, simplemente posponen los problemas por muy poco
tiempo, si es que no los enquistan y los agravan. Por eso no me gusta la
palabra pacto, que alude por igual a
la formalización de un acuerdo preexistente, entre quienes ya coinciden en algo
o en todo, y a la confluencia desde el desacuerdo o el conflicto previo de
intereses y valores. Es lo segundo lo que la educación española necesita: un
acuerdo que cree un escenario comúnmente aceptado desde ambos lados de las viejas
fracturas, en el que todos estén razonablemente a gusto aunque ninguno esté
enteramente a su gusto, y que traiga
consigo una suspensión duradera, que ya sabemos no será definitiva, de las
hostilidades. Por eso prefiero hablar de un compromiso: compromiso entre los
actores, entre los intereses en conflicto y los valores en disputa, así como
entre lo deseado por cada uno y lo aceptable para los demás, lo que implica
ceder y conceder.
Esta tribuna recoge y resume parte de una entrada anterior en este blog
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