Llama la atención que llevemos medio siglo hablando de la endogamia
universitaria y no hayamos hecho más que reforzarla. Bien es cierto
que, aun siendo la metáfora más común, no es la única: la otra
es el feudalismo, que
expresaría la
dependencia personal del
aspirante o el
profesor junior
respecto del
senior. Poca gente se
atreve a hacer una defensa pública de la endogamia, pero se ha
hecho, e intensa,
con eufemismos
como la
promoción profesional
(garantías de ascenso sin cambiar de universidad),
la
estabilidad de los
equipos de investigación (que se verían rotos por la movilidad), la
vinculación al
entorno (siempre mejor garantizada por los de aquí),
etc. Por otra parte, nunca fue difícil encontrar medidas contra la
endogamia, teóricamente muy sencillas aunque políticamente muy
conflictivas. Habría bastado
con formar los tribunales en mayor proporción
o enteramente por sorteo –entre
áreas de conocimiento lo bastante amplias para impedir el dominio de
pequeñas cliques–, compensar
los costes ocasionales de la movilidad geográfica y
automatizar la estructura de las dotaciones, es decir, regular la
ratio de catedráticos, titulares, etc. por estudiante.
Sé que esto último suena algo
exótico y arbitrario, pero es el meollo de la cuestión. Contra lo
que suele pensarse desde fuera, el
impulso endogámico viene más del profesorado junior
que del senior. La
razón es sencilla: para este puede representar un esfuerzo no
deseado, pero para aquél supone el riesgo de quedarse en la calle y,
aunque el riesgo colectivo
es un juego de suma cero, el
de perder una oportunidad cercana parece pesar más que el de ganar
muchas oportunidades lejanas.
En una situación dada, los
profesores habitualmente
procuran
restringir
plazas de mayor nivel que las suyas hasta que ellos estén en
condiciones de ocuparlas. El
resultado es que sus
estudiantes sólo cuentan
con docentes
de menor nivel y experiencia,
mientras que en los entornos
más antiguos se apilan los
veteranos
y de
alto estatus, a
veces con cada vez menos alumnos. Las
plazas gravitan en torno a
los intereses de los
profesores, no de los estudiantes, que a ese respecto ni importan a
nadie ni suelen saber
qué les va en ello;
y las decisiones se toman, dada
la autonomía de universidades, centros y departamentos, en
estructuras locales y/o de especialidad. La
endogamia no se juega en el
momento puntual, final y
visible de
la oposición o el concurso públicos,
sino en un
largo, previo e invisible
rosario
de decisiones, en despachos y
pasillos, sobre la
asignación, la denominación
y el calendario de las
plazas. Es aquí donde la democracia
corporativa hace estragos.
La diferencia entre poner el foco en
la endogamia o el
feudalismo no es
trivial: aquella
es el problemadel outsider
excluido;
este,
el del insider
bloqueado. Las reformas universitarias, en particular la
acreditación del profesorado por la ANECA, han emancipado, hasta
cierto punto, al segundo a costa del primero. En
mi área se atribuía a un catedrático la boutade
de que, si quisiera, podría nombrar tal
a una farola y, a otro, la de que un concurso oposición era la
boda entre el departamento
(personificado por
él)
y el aspirante, con los
vocales de fuera de
meros
testigos del
acto. Ganó el segundo: la
acreditación por la ANECA acabó con las farolas, asegurando
que el profesor que accede a un cuerpo no ha
sido hasta ese
momento una absoluta nulidad, pero se
ha transfigurado en un
presunto derecho
subjetivo del acreditado
a la promoción
in situ, de
modo que sólo queda acelerar
que la universidad dote su
plaza y el departamento organice su
concurso.
No era esa la intención, pues la
acreditación se concibió como lo que su nombre indica, una
condición necesaria pero no suficiente,
pero ha sido el resultado: largas listas de acreditados a los que sus
universidades van atendiendo
por orden, según las disponibilidades
presupuestarias,
con la paradoja añadida de
que así resultan ser las agencias externas (la ANECA y las anequitas
autonómicas, siempre más cariñosas con los nativos)
las que determinan, aun sin quererlo, la composición del profesorado
de cada universidad (tanta retórica sobre la autonomía
universitaria para eso).
Cuando una plaza
llega se le da la denominación adecuada,
a la medida del candidato, y se forma un tribunal con tanta gente tan
de dentro como la ley permita (las autoridades de la universidad te
reconvienen si no lo haces). Normalmente
el candidato acudirá solo, pues los
posibles competidores saben
que la plaza tiene bicho
aceptan que no es su turno,
los vocales
por sorteo
asumirán su papel de testigos y la universidad seguirá jactándose
de contar con los mejores cerebros del país. La endogamia está tan
aceptada que, aunque acudan
otros concursantes, hay
muy poco riesgo de que los vocales foráneos
dejen de apoyar
al concursante
local, pues
ya es casi una
regla moral: después de todo,
ellos mismos recibieron ese trato la última vez que concursaron
y esperan volver a recibirlo la próxima.
En un contexto de endogamia generalizada concursar desde fuera o
apoyar a alguien de fuera, no
importa por qué ni por quién,
llegan a considerarse conductas desviadas.
Así se ve cuán desafortunada es la metáfora del feudalismo y qué
poco saben de este quienes la utilizan. El
feudalismo, el de verdad, era bidimensional:
dependencia del señor y adscripción a la gleba (la tierra
cultivable o, en sentido estricto, arable). Digamos
que era vertical y horizontal a la vez: el
siervo debía servir al primero y no podía escapar de la segunda; en
contrapartida, tampoco podía ser expulsado, por
eso no a todos les hizo mucha gracia su liberación
(Marx ironizaba por ello
sobre el trabajo libre).
No faltan profesores, sobre todo entre los beneficiarios de la
combinación de acreditación externa y endogamia (lógicamente)
interna, que han querido ver en esto una revolución, incluso una
“revolución científica y democrática”, pero la realidad dista
mucho de estos ditirambos. En un mundo formado sólo por los señores
y sus siervos, o
viceversa, la supresión de la servidumbre habría sido para todos el
salto a la libertad y la igualdad, pero en el mundo real tanto antes
como después se quedaron fuera los excedentes (los campesinos no
primogénitos, o sea, la mayoría), los
desposeídos y los recién
llegados (por ejemplo, los gitanos, los últimos inmigrantes). En la
universidad española sucede hoy lo mismo: los que llegan tarde, es
decir, los que llaman a la puerta cuando se ha detenido el
crecimiento de las plantillas, o los de fuera, es decir, los que
proceden de otros lugares o han perdido su silla
creyendo en la movilidad,
tienen poco que hacer, porque los de dentro han hecho su
revolución. Hay menos
servidumbre, pero también más adscripción y, por tanto, más
exclusión.
Desde el punto de vista de la
distribución de las oportunidades esto implica que sólo hay un
momento realmente competitivo en el acceso a la universidad: el
primero. Una vez conseguida una beca o una ayudantía, su titular se
considera con derecho a una carrera sin límites, sin desplazamientos
y sin sorpresas en la que la competencia se reducirá a concurrencia,
pues unos escalarán más deprisa y otros más despacio, pero por
escaleras independientes. Esta adscripción generalizada al terruño
tiene beneficiarios y perjudicados, y el lector puede decidir de qué
lado está, pero es netamente perjudicial para la institución. En
primer lugar, reduce los incentivos para los individuos y las
posibilidades de captación de talento para las instituciones. En
segundo lugar, produce, como consecuencia, una distribución muy
subóptima de los recursos –es como si, en vez de migrar de las
actividades en decadencia a las más dinámicas, la población
permaneciera eternamente en su primer empleo dejando a la empresa la
tarea de sacar algún provecho de ello. En tercer lugar, al congelar
la movilidad se yugula la diversidad, que es, sabemos, el principal
factor de la innovación. En cuarto lugar, se empuja al profesorado a
orientar su carrera a la caza de puntos en los baremos considerados
por las agencias de acreditación (en un perfecto caso de Ley de
Campbell) y la caza de dotaciones dentro de su institución.
En quinto, y último, lo más
importante: la endogamia corroe y destruye la fibra moral de la
profesión y de la institución. El problema no es si las
universidades reclutan su personal dentro o fuera o, como solemos
decir economistas y sociólogos, en el mercado de trabajo interno o
externo, pues se puede hacer una defensa de ambas opciones o de
cualquier combinación entre ambas. El problema es que dicen una cosa
y hacen otra, o sea, que engañan descaradamente a la sociedad e
incluso se engañan lamentablemente ellas mismas. Engañan y se
engañan la institución, la profesión y los profesores. Recuérdese
que toda la normativa universitaria, externa o interna, sigue
insistiendo en la apertura de centros y plazas y en los principios de
igualdad, capacidad y mérito, mientras que predominan las prácticas
conducentes a la endogamia total: plazas con bicho,
tribunales como meros testigos y los concursos con un único
concursante. Si se seleccionara así a los operarios de una cadena de
montaje sería injusto para los otros aspirantes, pero ahí acabaría
todo: tratándose de los educadores de todas las profesiones, de los
investigadores de cuya ética depènde la fiabilidad de la
investigación, de profesionales con un altísimo grado de autonomía
individual cuyo desempeño depende en gran medida de su propia ética,
se comprende enseguida que el modo de acceso es más que preocupante.
No quiero decir que haya destruido la profesión universitaria, pues,
por un lado, sé que eso depende de otros factores y, por otro, vivo
en ella y soy testigo de que comprende lo mejor y lo peor, pero sí
que empuja justamente en dirección opuesta a la pretendida.
Por otra parte,
además de parcial, dado que
olvida la gleba y las
miserias a ella asociadas, la
metáfora del feudalismo es unilateral y
profundamente inadecuada, no
importa lo muy popular
que resulte perorar
sobre el asunto.
Tienta concluir que se lanzas
filípicas sobre la servidumbre ya superada precisamente para echar
humo sobre la endogamia reforzada –o, al menos, para mejor vivir en
paz con uno mismo. El
precedente no imaginario sino real de la relación entre el profesor
veterano y el novel no es la
relación entre señor y siervo, sino entre maestro y aprendiz:
también de origen medieval, también teñida por un vínculo
personal, también
degenerable en la indenture
servil, pero mucho menos
asimétrica. Una diferencia esencial es que el siervo no llegaba a
señor, pero el aprendiz sí lo
hacía ordinariamente a
oficial y, con frecuencia,
a maestro. Otra es que maestro y aprendiz ejercían una misma
profesión y compartían
tareas, mientras que siervo y
señor no tenían ninguna actividad propiamente común (incluso en la
guerra, aquél luchaba a caballo y acorazado, éste a pie y sin
protección, aquél se había entrenado toda su vida para ello y éste
nunca, mera carne de cañón).
La relación entre
maestro y aprendiz –entre
profesor senior y junior, entre
profesor y becario, entre
director y doctorando–, es
parte de lo que hoy llamaríamos comunidades de práctica,
participación periférica legítima,
aprendizaje situado o
práctica reflexiva
(Rogoff, Lave, Wenger, Argyris, Schön...), es decir, de un proceso
formativo que debe ser conservado y protegido, porque es mucho más
intenso y productivo que la burocrática e
insulsa relación
docente-alumno en el aula que inunda el sistema escolar en
general y el universitario en particular.
Pero esto es otro tema: baste
señalar aquí que confundirla
con una relación de servidumbre amenaza con tirar el niño con el
agua sucia del baño.
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