La publicación
hace unas semanas de una carta abierta a Andreas Schleicher, rostro visible de
PISA (y de INES, el menos polémico programa de indicadores de la OCDE), por
Heinz-Dieter Meyer y otros 82 académicos, ha dado un aliento en España al
malestar sobre la evaluación del los sistema educativo. Según los autores, PISA
perjudica a los niños, empobrece las aulas, quita autonomía a los profesores,
eleva el estrés y pone en peligro el bienestar de todos, etc., aparte de estar
secretamente manipulado Pearson y costar una fortuna que podría emplearse
mejor. Ni que decirse tiene que esta catilinaria ha encontrado eco aquí, en
particular en la pedagogía y en una parte del profesorado.
Es de rigor
decir que toda evaluación cuantitativa tiene insuficiencias y riesgos.
Insuficiencias, al menos, por dos motivos: primero, porque al buscar la
comparabilidad de países, centros o alumnos perdemos la riqueza de cada
singularidad; segundo, porque el número de elementos a evaluar es
necesariamente limitado. Dos centros, por ejemplo, pueden arrojar similares
resultados por distintos motivos y estos escapar a los mecanismos de detección
de la prueba o encuesta. Y, por supuesto, en la educación hay otras cosas que
valorar y, en su caso, medir que el nivel de competencia en lengua, matemáticas
y ciencias.
Pero, dicho
esto, rechazar un instrumento como PISA es como si un padre no quisiera saber
el peso de su hija porque hay otros factores a considerar, por ejemplo la
estatura, musculatura, el índice de masa corporal, etc., etc., por no hablar ya
de la inteligencia, la felicidad, la integración... De hecho, además de medir competencias en
pruebas, PISA hace un esfuerzo cada vez más mayor por registrar toda otra serie
de variables individuales, del centro, del entorno social, etc. Además, la OCDE
patrocina otras pruebas sobre adultos (PIAAC) y profesores (TALIS) y otros
indicadores de la educación (INES).
Por otro lado,
los riesgos estriban sobre todo en lo que se conoce como Ley de Campbell, es decir, en que el sistema, los centros o los
profesores tomen los indicadores como único criterio y centren su esfuerzo sólo
en mejorarlos, descuidando lo demás. Pero es como el riesgo de que un
fabricante sacrifique la calidad al precio, un político el futuro al voto o un
padre la educación a la gratificación inmediata de sus hijos. O confiamos en
que no será así, o creamos las condiciones para que no pueda serlo.
PISA debe ser valorado
dentro del panorama de conjunto de la educación, en nuestro caso contra un
fondo del que yo destacaría dos cosas que nos ayuda a afrontar: su alarmante
mediocridad y su absoluta opacidad. En el primer aspecto, lo que PISA aporta no
es tanto exponer nuestros mediocres resultados en esas pruebas como la falta de
correspondencia entre ellos y la catástrofe en términos de abandono, fracaso y
repetición. Es esto, que ya estaba ahí y era bien conocido, lo que
verdaderamente debe preocuparnos. España es mediocre en PISA, pero encabeza las
listas de abandono, fracaso y repetición, y lo primero no justifica lo segundo,
cosa que sólo sabemos gracias a PISA
En el segundo
aspecto, el sistema español posiblemente sea hoy el más opaco de su entorno. La
información que el público tiene de los centros es poco más que nula, la
retroalimentación que los profesores reciben de sus colegas y directores es
extraordinariamente escasa, la capacidad de las autoridades gubernamentales de
reunir datos sistemáticos está al albur de la no siempre buena voluntad de las
autonómicas, y la dificultad de los investigadores para obtener una
colaboración siquiera pasiva de los actores es cada vez mayor.
Nuestro
problema no es una información sesgada o inadecuada, sino una grave falta de
transparencia. Incluso si fuera el caso, que no lo es, el antídoto contra la
mala información es más y mejor información, no menos o ninguna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario