Este sábado 14 de diciembre ha fallecido Antonio Guerrero Serón, amigo desde hace mucho y compañero desde hace poco en el Departamento de Sociología VI y en la Facultad de Educación de la Universidad Complutense. Lo conocí, tangencialmente, hace una eternidad, en algunas actividades de Comisiones Obreras de la Enseñanza. Tiempo después se incorporó a la Universidad y se orientó hacia la Sociología de la Educación, lo que nos llevó a coincidir en más momentos, espacios y actividades y permitió una larga amistad, hasta que hace tres años volví a la Complutense, tras catorce años en Salamanca, pero esta vez a la Facultad de Educación, al Departamento y a la Sección en las que él ya estaba desde tiempo atrás.
En medio colaboró conmigo en tres proyectos de investigación, coincidimos en varias publicaciones y nos encontramos en gran número y variedad de simposia, además de, lógicamente, en las Conferencias de Sociología de la Educación y en los Congresos Españoles de Sociología. Por distintas razones compartíamos un fuerte interés por el profesorado como objeto de estudio. Yo llegué a ese interés de rebote, tras unos cuantos hallazgos inesperados sobre la profesión en investigaciones cuyo objeto no era ese, desde la perspectiva de la sociología de las organizaciones y con cierta influencia del neointitucionalismo. Antonio lo hizo por un camino distinto, a partir su inicial e intensa militancia sindical y de una identificación con el colectivo que progresivamente fue relativizando y convirtiendo en una visión más crítica.
En comparación con el profesor medio, Antonio se incorporó a la Universidad relativamente tarde. Los primeros quince años de su vida profesional habían transcurrido en la enseñanza secundaria, y a la Universidad llegó, ya en 1988, a través de una Escuela de Magisterio (una de las dos que, con la guinda de Pedagogía, formarían luego la Facultad de Educación de la UCM) y pasando por el cuerpo docente básico en éstas, es decir, como Profesor Titular de Escuela Universitaria. En más de una ocasión me he manifestado fuertemente crítico con la manera en que se hizo la incorporación de las Escuelas a la Universidad y, más aún, con cómo muchas universidades, entre ellas y quizá más que la mayoría de ellas, la UCM. El problema, resumido, es que demasiadas veces se ha convertido a los PTEU en doctores por una vía breve, fácil y barata o, ni siquiera eso, se les han reducido las obligaciones docentes, hasta igualarlas con las de los antiguos cuerpos universitarios, sin contrapartida efectiva alguna en una ampliación o intensificación de sus obligaciones investigadoras. Todo esto, entre dos polos: de un lado, la ficción más o menos expresa de que los PTEU, reconvertidos o sin reconvertir, investigan como cualquier otro profesor universitario, lo que a veces no es cierto; del otro, una suerte de conmiseración más o menos oculta por esos docentes que, aunque quisieran, no serían capaces de desarrollar una investigación de entidad, lo que tampoco lo es.
Antonio precisamente fue la demostración de que no tenía por qué ser así. Como otros, por supuesto, pero sin duda destacando con nitidez en su entorno, desarrolló desde el principio y siempre –incluso cuando su enfermedad ya se lo ponía muy difícil, pues todavía al XI Congreso Español de Sociología presentó una comunicación titulada "La LOMCE: entre la ideología y la desigualdad", en colaboración con Alfonso Valero, aunque él no estaba ya en condiciones de asistir– una actividad de investigación sistemática y de valor, como resulta manifiesto en su obra publicada, más de medio centenar de trabajos científicos, y como le fue justamente reconocido con su acreditación, selección y nombramiento como catedrático de universidad. Demostró que se puede empezar de diferentes maneras y seguir distintos caminos, pero que, una vez en la carrera, son la ética y el esfuerzo personales los que cuentan, y me permito esta disgresión porque soy de la opinión de que perseguir un objetivo profesional sin acomodarse a la circunstancias es algo que requiere un especial valor. Tuve el honor y el dolor, hace apenas dos años, de formar parte del tribunal que le adjudicó la cátedra, testigo a la vez de la culminación de su trayectoria y del avance implacable de su dolencia.
Antonio fue siempre también un hombre dispuesto a colaborar en las poco agradecidas tareas de organización que requieren instituciones, asociaciones y redes sociales, sin el más mínimo asomo de esperar beneficiarse de ellas. Fue, entre otras cosas, vicedecano de la Facultad de Educación, secretario del Departamento de Sociología VI y fundador y miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Sociología de la Educación, en la que fue muy activo. No coincidí con él en ninguno de esos escenarios, pero sí en la organización de la I Conferencia de Sociología de la Educación, allá en 1990, que se ha seguido celebrando anualmente hasta hoy y ha sido y es la base de la ASE, proporcionando energía a la especialidad y a su comunidad a partir del esfuerzo de gente como él. Hasta el último momento, a pesar del avance de su dolencia, intentó mantener su actividad y estuvo a disposición de su universidad y de sus compañeros.
En las pocas horas transcurridas desde la noticia de su partida no han parado de llegarme correos electrónicos y llamadas lamentando su pérdida y recordando su bonhomía y su valor, con seguridad sólo un reflejo de lo que está recibiendo su compañera, María Jesús Arogoneses, y su familia. Lo echaremos de menos, pero más, porque se ha ido antes de tiempo y porque se ganó nuestro reconocimiento y nuestro afecto en su tiempo.
Con AG, XI CSE, Palma, 2002 |
En comparación con el profesor medio, Antonio se incorporó a la Universidad relativamente tarde. Los primeros quince años de su vida profesional habían transcurrido en la enseñanza secundaria, y a la Universidad llegó, ya en 1988, a través de una Escuela de Magisterio (una de las dos que, con la guinda de Pedagogía, formarían luego la Facultad de Educación de la UCM) y pasando por el cuerpo docente básico en éstas, es decir, como Profesor Titular de Escuela Universitaria. En más de una ocasión me he manifestado fuertemente crítico con la manera en que se hizo la incorporación de las Escuelas a la Universidad y, más aún, con cómo muchas universidades, entre ellas y quizá más que la mayoría de ellas, la UCM. El problema, resumido, es que demasiadas veces se ha convertido a los PTEU en doctores por una vía breve, fácil y barata o, ni siquiera eso, se les han reducido las obligaciones docentes, hasta igualarlas con las de los antiguos cuerpos universitarios, sin contrapartida efectiva alguna en una ampliación o intensificación de sus obligaciones investigadoras. Todo esto, entre dos polos: de un lado, la ficción más o menos expresa de que los PTEU, reconvertidos o sin reconvertir, investigan como cualquier otro profesor universitario, lo que a veces no es cierto; del otro, una suerte de conmiseración más o menos oculta por esos docentes que, aunque quisieran, no serían capaces de desarrollar una investigación de entidad, lo que tampoco lo es.
Antonio precisamente fue la demostración de que no tenía por qué ser así. Como otros, por supuesto, pero sin duda destacando con nitidez en su entorno, desarrolló desde el principio y siempre –incluso cuando su enfermedad ya se lo ponía muy difícil, pues todavía al XI Congreso Español de Sociología presentó una comunicación titulada "La LOMCE: entre la ideología y la desigualdad", en colaboración con Alfonso Valero, aunque él no estaba ya en condiciones de asistir– una actividad de investigación sistemática y de valor, como resulta manifiesto en su obra publicada, más de medio centenar de trabajos científicos, y como le fue justamente reconocido con su acreditación, selección y nombramiento como catedrático de universidad. Demostró que se puede empezar de diferentes maneras y seguir distintos caminos, pero que, una vez en la carrera, son la ética y el esfuerzo personales los que cuentan, y me permito esta disgresión porque soy de la opinión de que perseguir un objetivo profesional sin acomodarse a la circunstancias es algo que requiere un especial valor. Tuve el honor y el dolor, hace apenas dos años, de formar parte del tribunal que le adjudicó la cátedra, testigo a la vez de la culminación de su trayectoria y del avance implacable de su dolencia.
Antonio fue siempre también un hombre dispuesto a colaborar en las poco agradecidas tareas de organización que requieren instituciones, asociaciones y redes sociales, sin el más mínimo asomo de esperar beneficiarse de ellas. Fue, entre otras cosas, vicedecano de la Facultad de Educación, secretario del Departamento de Sociología VI y fundador y miembro de la Junta Directiva de la Asociación de Sociología de la Educación, en la que fue muy activo. No coincidí con él en ninguno de esos escenarios, pero sí en la organización de la I Conferencia de Sociología de la Educación, allá en 1990, que se ha seguido celebrando anualmente hasta hoy y ha sido y es la base de la ASE, proporcionando energía a la especialidad y a su comunidad a partir del esfuerzo de gente como él. Hasta el último momento, a pesar del avance de su dolencia, intentó mantener su actividad y estuvo a disposición de su universidad y de sus compañeros.
En las pocas horas transcurridas desde la noticia de su partida no han parado de llegarme correos electrónicos y llamadas lamentando su pérdida y recordando su bonhomía y su valor, con seguridad sólo un reflejo de lo que está recibiendo su compañera, María Jesús Arogoneses, y su familia. Lo echaremos de menos, pero más, porque se ha ido antes de tiempo y porque se ganó nuestro reconocimiento y nuestro afecto en su tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario