La ofensiva del catolicismo ultramontano por la educación diferenciada por sexos y la decisión del gobierno de subvencionarla han reavivado el debate al respecto, pero la respuesta poco meditada de la izquierda es escasamente convincente y podría resultar incluso dañina para su propia causa. Aquí y allá, una y otra vez, se repite que escolarizar al alumnado en aulas separadas por sexo es discriminarlos por éste, algo que la Constitución prohibe. Pero los partidarios de la diferenciada tienen la respuesta fácil: no es discriminación porque planes, programas, textos, evaluaciones, etc. van a ser los mismos, y los profesores también, o equivalentes. Al contrario, se trataría de garantizar que niños y niñas, que maduran de formas y/o a ritmos distintos, puedan dar lo mejor de sí en unas aulas especialmente adaptadas a esto. A continuación, el crítico se enzarza en una interminable diatriba sobre si es o no es así, si está o no está demostrado, si en todo caso será o no discriminación, etc., etc. Tal crítica nace muerta, pues supone de entrada que los diferencialistas están atentos a la diversidad, a las diferencias de desarrollo vinculadas al sexo, pero los igualitaristas no; por otra parte, los primeros estarían haciendo una propuesta a la que los segundos suelen ser bastante aficionados, la de diversificar, incluso compensar, a favor del grupo con mayores dificultades escolares, los niños.
Yo creo que hay que comenzar por decir que, en sí y por sí, la enseñanza diferenciada no tendría por qué ser discriminatoria. Se podría, efectivamente, educar a todos con los mismos objetivos a la vista y con métodos muy parecidos, pero diversificados a la medida de sus peculiaridades de sexo. A priori, eso no es más discriminatorio que instalar servicios sanitarios separados en los lugares públicos. Es más, si solamente se tratara de eso, los diferencialistas tendrían un muy buen argumento en los diez o veinte puntos porcentuales en que las alumnas superan a los alumnos en casi cualquier indicador educativo. Por el contrario, los igualitaristas estarían defendiendo un principio ciego y caduco de espaldas a la realidad: fiat justitia, pereat mundi.
El problema es que no se trata sólo de eso. Un motivo obvio es que, aunque la educación diferenciada haya sido y sea defendida desde diversos puntos de vista, incluido el de un sector del feminismo que pensaba que las mujeres solas aprenderían y progresarían más, mejor y más tranquilas, o el de familias que asumen ese argumento desde una visión impresionista de las aulas, las intenciones del catolicismo ultramontano (Opus, legionarios…) no son esas, sino justo las contrarias. No tan obvio, pero potencialmente de efecto mucho más amplio, es que unas aulas diferenciadas por el sexo de los alumnos, incluso en el supuesto de que partieran de una igualdad exquisita, no tardarían en diferenciarse por el género de sus contenidos, sus métodos, sus prácticas, sus relaciones informales, su ethos… Después de todo, nuestros docentes no son de acero templado ni impermeables al contexto, y nuestros alumnos menos. Baste pensar en las distintas formas en que transcurre una velada familiar según que todos se mantengan juntos o se separen por sexos. En suma, la escuela se diferenciaría para adaptarse a un púbico diferenciado no sólo por la biología sino también por la sociedad y la cultura.
Pero la cuestión principal es otra: la socialización. ¿En qué queda el mensaje de igualdad entre los sexos si la propia escuela los diferencia? Las prácticas educativas y las experiencias de la vida escolar son mucho más importantes que todos los discursos juntos que puedan soltarse entre sus paredes. El valor de la escuela en términos de relaciones de género es justamente el de tratar a hombres y mujeres por igual en un contexto no familiar, extradoméstico, formal y de socialidad secundaria. A pesar de la evolución social, la familia, esa institución primaria (poco planificada, digamos), sigue y seguirá siendo durante mucho tiempo el escenario por excelencia de la adscripción, en particular la adscripción por razón de la edad y el sexo. Es decir, el lugar donde tus derechos y obligaciones, tus expectativas de conducta propias y sobre los demás, y viceversa, dependen esencialmente de la edad y el sexo. Lo contrario de lo que se supone que deben ser instituciones secundarias tales como el mercado, la política, las organizaciones (empresas, partidos, sindicatos, clubs…), el centro urbano… Parte del papel de la escuela es justamente liberar o llevar al alumno más allá de la experiencia familiar, socializándolo en otras relaciones. No importa cuán perfecta o imperfecta pueda ser su familia, lo que queremos que aprendan niños y niñas, chicas y chicos, no es cómo convivir con su cónyuge, sus progenitores o su prole, sino cómo convivir con todas las personas del otro sexo que no son ni serán nada de eso. No que aprendan a ser buenos padres o madres, esposas o maridos, sino buenos compañeros y compañeras de trabajo, ciudadanos y ciudadanas, viandantes, etc., que se relacionan las unas con los otros sin que sus relaciones se vean marcadas por el género.
Es posible, ciertamente, que, por distintos motivos, niños y niñas pudieran obtener alguna ganancia académica si estudiaran separados. Es posible que ellos rindiesen más ahora y que ellas ambicionaran más para después. Pero esas hipotéticas ganancias representan muy poco en comparación con lo que se perdería en términos de socialización para una sociedad igualitaria y una vida libre de estereotipos de género. Después de todo, la desventaja académica de los chicos no ha privado todavía a los hombres de su ventaja laboral, mientras que la presunta protección especial de la mujer no ha servido jamás para liberarla de la opresión ni de la violencia en ningún lugar del mundo.
Cuestión distinta es que las autoridades educativas, la institución escolar y la profesión docente puedan seguir ignorando por más tiempo el nuevo gap de género en las aulas. Donde antes todo eran ventajas para los hombres, ahora parecen serlo para las mujeres: las cifras cantan. Necesitamos pensar y repensar qué es lo que en el sistema educativo aliena, repele y perjudica a los varones. Conocemos mejor que bien la cantinela del machismo imperante, los jóvenes gallitos, la cultura antiescolar… y el trabajo ya algo añejo de Paul Willis, que sin duda es parte de la verdad, pero también debemos interrogarnos sobre los posibles efectos de las pedagogías imperantes, los criterios de evaluación, las pautas de disciplina, el autismo académico o la feminización del profesorado. Cuanto antes, mejor.
Muy claro y muy bueno, Mariano. A mi me ponen nerviosa (bueno, "ponían", que ahora me lo tomo todo con más calma) los obsesionados en juntar siempre y en todo lugar a niños y niñas bajo la sospecha de estar discriminando si les das un respiro. Creo que el argumento clave, efectivamente, es la socialización. Nos interesa que estén juntos por ese motivo, que es más poderoso, a la fin, que los otros más manidos.
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