3 may 2012

Wert exhibe una lógica ramplona y prepara más fracaso escolar


Compensar la condición de parvenu en el mundo de la educación con la osadía del doctrinario puede ser un cóctel explosivo, y el ministro Wert parece decidido a agitarlo hasta que estalle. Un ministro sin trayectoria anterior en el ámbito educativo (aun siendo profesor universitario) podría haber significado una bocanada de aire fresco en un ámbito tan claustrofóbico como éste, pero también es un riesgo si ignora de forma sistemática tanto los logros del sistema como lo que sabemos sobre él. Y la disposición a abordar sin complejos los problemas puede ser un activo, pero no así las simplificaciones sin otro fundamento que apreciaciones superficiales o tópicos malhumorados.
El más reciente ejemplo, aunque seguramente no el último, de marcha decidida hacia el desastre puede ser la ocurrencia de que no se debe obtener el título de la ESO con asignaturas suspendidas. Empecemos por hacer cuentas: ahora, con el procedimiento actual de evaluación global, se quedan sin titulo tres de cada diez alumnos; aunque no existen estadísticas sistemáticas, se estima por datos de algunas comunidades autónomas que la proporción de alumnos que lo obtienen con asignaturas suspensas ronda o supera el veinte por ciento. Total: cincuenta por ciento en números redondos. Eso es lo que supondría hoy la aplicación de la propuesta Wert: aumentar el fracaso en la enseñanza obligatoria al cincuenta por ciento. Y todo con la endeble base de la eterna sandez sobre el número de suspensos con los que se pasa el curso, se obtiene el título, etc., la favorita de quienes claman por el fracaso escolar pero creen que aquí se suspende poco, se repite menos y se titula de cualquier manera.
Los que se creen cartesianos, quizá porque no pudieron sacar mucho más de aquella suma de asignaturas de los tiempos gloriosos, dirán: es lo que hay, y la única pregunta es si se les da el título con asignaturas suspensas o no. Ni que decirse tiene que con la respuesta a esa pregunta se clasificaría de un lado a los que dicen que sí, o sea, a los partidarios de la igualdad por abajo, los que no temen degradar la escuela y la cultura, los de la LOGSE, la izquierda y los pedagogos, etc., los malos, y del otro a los que dicen que no, o sea, los adalides de la cultura del esfuerzo y la exigencia, los que buscan la calidad y la excelencia, el PP y los pata negra de secundaria, etc., los buenos. Pero éstas no son las cumbres del cartesianismo, sino las cuentas de la vieja. La pregunta es otra: ¿por qué no se iba a poder superar una etapa sin superar todas y cada una de las asignaturas? ¿Acaso no se supera una asignatura sin superar todos y cada uno de los temas del programa? ¿O no se supera un tema sin superar todos y cada uno de sus apartados o preguntas? Resulta que elegimos pareja sabiendo que nadie es perfecto, que los inversores diversifican sus carteras porque no todo va a ser rentable, que el gobierno gobierna a pesar de no haber ganado en todas las circunscripciones, que se puede ser creyente sin tragarse todos los dogmas... y así hasta el aburrimiento, pero Wert y compañía no quieren entender que la ESO es una etapa, que además es una etapa obligatoria y común, y que por ello mismo lo lógico y lo justo es que sea objeto de una evaluación global. Si tal o cual materia se considera especialmente importante, eso debería traducirse en un refuerzo de los medios dedicados a ella: tiempo del alumno, tiempo del profesor, otros recursos, pero no en un derecho de veto sobre la promoción del alumno y sobre su futuro por parte del profesor agraciado o desgraciado con la decisión de suspender o simplemente engreído con el carácter esencial de su asignatura o la infalibilidad de sus métodos docentes y sus criterios de evaluación.
Cuestión distinta es que se deba subir o no el nivel de exigencia. Se suba, se deje o se baje, el criterio para la concesión del grado debe ser global. Es más, si sube el nivel de exigencia, mayor motivo para que lo sea, es decir, para no dejar en manos de un solo profesor la capacidad de vetar la promoción o la graduación un alumno no importa con qué nivel de convicción ni con que carga de razón. De hecho, y como se ha mostrado hasta la saciedad, lo que hay que revisar es la relación entre las calificaciones académicas y el nivel de competencias y de conocimientos del alumnado, una vez que hemos aprendido, gracias a PISA, que pequeñas diferencias con otros países en competencias se traducen en grandes diferencias en las tasas de graduación, o, gracias a la Evaluación General de Diagnóstico, que las diferencias entre las comunidades autónomas en el nivel de competencias de los alumnos no se corresponden con las diferencias en las calificaciones ni en las tasas de graduación; es decir, que existe un alto grado de arbitrariedad en la evaluación o, si se prefiere de una manera más suave, que carecemos de unos criterios claros, contrastados y compartidos, lo cual es inseparable de la peculiaridad española de que la evaluación de los alumnos dependa exclusivamente del profesorado de cada centro (y, si los planes de Wert se cumplen, del profesor de cada asignatura) durante toda la enseñanza primaria y secundaria.
Y una coda: si cada profesor llega a tener la posibilidad indiscutida de bloquear la promoción o la titulación de un alumno con su suspenso, ésta se ejercerá con más largueza en los centros públicos, donde el funcionario campa fácilmente a su antojo, que en los privados, donde el contratado es más probable que comparta un proyecto y está más obligado a tener en cuenta los criterios de la dirección. En suma: más suspensos en todas partes pero sobre todo en la pública, a la que se clavaría una banderilla más antes de la estocada final.

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