Compensar la condición de parvenu
en el mundo de la educación con la osadía del doctrinario
puede ser un cóctel explosivo, y el ministro Wert parece decidido a
agitarlo hasta que estalle. Un ministro sin trayectoria anterior en
el ámbito educativo (aun siendo profesor universitario) podría
haber significado una bocanada de aire fresco en un ámbito tan
claustrofóbico como éste, pero también es un riesgo si ignora de
forma sistemática tanto los logros del sistema como lo que sabemos
sobre él. Y la disposición a abordar sin complejos los problemas
puede ser un activo, pero no así las simplificaciones sin otro
fundamento que apreciaciones superficiales o tópicos malhumorados.
El más
reciente ejemplo, aunque seguramente no el último, de marcha
decidida hacia el desastre puede ser la ocurrencia de que no se debe
obtener el título de la ESO con asignaturas suspendidas. Empecemos
por hacer cuentas: ahora, con el procedimiento actual de evaluación
global, se quedan sin titulo tres de cada diez alumnos; aunque no
existen estadísticas sistemáticas, se estima por datos de algunas
comunidades autónomas que la proporción de alumnos que lo obtienen
con asignaturas suspensas ronda o supera el veinte por ciento. Total:
cincuenta por ciento en números redondos. Eso es lo que supondría
hoy la aplicación de la propuesta Wert: aumentar el fracaso en la
enseñanza obligatoria al cincuenta por ciento. Y todo con la endeble
base de la eterna sandez sobre el número de suspensos con los que se
pasa el curso, se obtiene el título, etc., la favorita de quienes
claman por el fracaso escolar pero creen que aquí se suspende poco,
se repite menos y se titula de cualquier manera.
Los
que se creen cartesianos, quizá porque no pudieron sacar mucho más
de aquella suma de asignaturas de los tiempos gloriosos, dirán: es
lo que hay, y la única pregunta
es si se les da el título con asignaturas suspensas o no. Ni que
decirse tiene que con la respuesta a esa pregunta se clasificaría de
un lado a los que dicen que sí, o sea, a los partidarios de la
igualdad por abajo, los que no temen degradar la escuela y la
cultura, los de la LOGSE, la izquierda y los pedagogos, etc., los
malos, y del otro a
los que dicen que no, o sea, los adalides de la cultura del esfuerzo
y la exigencia, los que buscan la calidad y la excelencia, el PP y
los pata negra de
secundaria, etc., los buenos.
Pero éstas no son las cumbres del cartesianismo, sino las cuentas de
la vieja. La pregunta es otra: ¿por qué no se iba a poder superar
una etapa sin superar todas y cada una de las asignaturas? ¿Acaso no
se supera una asignatura sin superar todos y cada uno de los temas
del programa? ¿O no se supera un tema sin superar todos y cada uno
de sus apartados o preguntas? Resulta que elegimos pareja sabiendo
que nadie es perfecto,
que los inversores diversifican sus carteras porque no todo va a ser
rentable, que el gobierno gobierna a pesar de no haber ganado en
todas las circunscripciones, que se puede ser creyente sin tragarse
todos los dogmas... y así hasta el aburrimiento, pero Wert y
compañía no quieren entender que la ESO es una etapa, que además
es una etapa obligatoria y común, y que por ello mismo lo lógico y
lo justo es que sea objeto de una evaluación global. Si tal o cual
materia se considera especialmente importante, eso debería
traducirse en un refuerzo de los medios dedicados a ella: tiempo del
alumno, tiempo del profesor, otros recursos, pero no en un derecho de
veto sobre la promoción del alumno y sobre su futuro por parte del
profesor agraciado o desgraciado con la decisión de suspender o
simplemente engreído con el carácter esencial de su asignatura o la
infalibilidad de sus métodos docentes y sus criterios de evaluación.
Cuestión
distinta es que se deba subir o no el nivel de exigencia. Se suba, se
deje o se baje, el criterio para la concesión del grado debe ser
global. Es más, si sube el nivel de exigencia, mayor motivo para que
lo sea, es decir, para no dejar en manos de un solo profesor la
capacidad de vetar la promoción o la graduación un alumno no
importa con qué nivel de convicción ni con que carga de razón. De
hecho, y como se ha mostrado hasta la saciedad, lo que hay que
revisar es la relación entre las calificaciones académicas y el
nivel de competencias y de conocimientos del alumnado, una vez que
hemos aprendido, gracias a PISA, que pequeñas diferencias con otros
países en competencias se traducen en grandes diferencias en las
tasas de graduación, o, gracias a la Evaluación General de
Diagnóstico, que las diferencias entre las comunidades autónomas en
el nivel de competencias de los alumnos no se corresponden con las
diferencias en las calificaciones ni en las tasas de graduación; es
decir, que existe un alto grado de arbitrariedad en la evaluación o,
si se prefiere de una manera más suave, que carecemos de unos
criterios claros, contrastados y compartidos, lo cual es inseparable
de la peculiaridad española de que la evaluación de los alumnos
dependa exclusivamente del profesorado de cada centro (y, si los
planes de Wert se cumplen, del profesor de cada asignatura) durante
toda la enseñanza primaria y secundaria.
Y una
coda: si cada profesor llega a tener la posibilidad indiscutida de
bloquear la promoción o la titulación de un alumno con su suspenso,
ésta se ejercerá con más largueza en los centros públicos, donde
el funcionario campa fácilmente a su antojo, que en los privados,
donde el contratado es más probable que comparta un proyecto y está
más obligado a tener en cuenta los criterios de la dirección. En
suma: más suspensos en todas partes pero sobre todo en la pública,
a la que se clavaría una banderilla más antes de la estocada final.
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