¿Dónde reside la justicia escolar? Ojalá la repuesta fuera una palabra: igualdad, mérito u otra. La iniciativa de la Comunidad de Madrid de crear grupos o centros de bachillerato “de excelencia” tiene la virtud de llamar la atención sobre el problema de los alumnos de altas capacidades y resucitar el debate sobre la complejidad de la justicia escolar, pero en una semana hemos pasado de las propuestas de la consejera sobre un centro y cuatro grupos experimentales, alumnos con premio extraordinario, menciones honoríficas, etc. a la afirmación la presidenta de que todo instituto podrá tener su grupo de excelencia, lo que tendría consecuencias muy distintas.
¿Cómo tiene que ser la educación: igualitaria o meritocrática? ¿Y si tuviera que ser las dos cosas? Buena parte del debate en que llevamos veinte años enzarzados podría resumirse en el choque entre la tradición igualitaria de la enseñanza primaria y la meritocrática de la secundaria, tanto o más que entre izquierda y derecha. Si se me permite, aparcaré el término meritocracia y derivados y hablaré de igualdad y equidad. Igualdad es dar a todos lo mismo, equidad es dar a cada uno según su contribución.
¿Por que debemos ser igualitarios? Porque la educación es hoy el bagaje mínimo con que todos llegan a la vida adulta, lo que recibimos a cambio de una parte de la naturaleza o del patrimonio de la humanidad que no produjimos y sobre los que, por tanto, tenemos igual o ningún derecho. ¿Por qué debemos ser equitativos? Porque casi todo lo que necesitamos y deseamos no está ahí sin más, ni llega por sí solo, como el maná, sino que proviene del trabajo (incluido el trabajo acumulado, la abstención del consumo, es decir, el capital). La sociedad ofrece ambas cosas, porque sus recursos son a la vez un legado al que todos y nadie tienen derecho y el resultado de un esfuerzo constante. Incluso la lucha titánica que fue el siglo XX entre capitalismo y comunismo, no lo fue sobre estos principios, sino sobre su concreción, pues cualquier idea de justicia social pasa hoy por alguna combinación de igualdad y equidad.
¿Basta con eso para hablar de justicia? No, no basta, porque entre nosotros hay semejantes, de un lado, cuyas desventajas iniciales hacen insuficiente la igualdad y, del otro, cuyas capacidades hacen irrelevante la equidad. Igualdad y equidad alcanzan entre personas capaces y semejantes, pero no más. La sociedad lo comprendió hace tiempo, incluyendo en sus criterios de justicia la solidaridad y la excelencia. La solidaridad es el apoyo especial que ofrecemos a quienes, sin él, quedarían por debajo de la igualdad, aquellos con quienes, si se me permite la imagen antropomórfica, la naturaleza fue injusta (o la historia fue injusta): es el papel de la educación compensatoria, etc. La excelencia es la atención especial que dedicamos a aquellos otros que, por sí mismos o con un apoyo adicional, podrán ir mucho más allá que nosotros y que el común. ¿Por qué lo hacemos? En parte, porque es justo, porque, como los demás, tienen derecho a desarrollar al máximo sus capacidades, que son capacidades extraordinarias; en parte, también, porque nos beneficia, pues todos ganaremos con las aportaciones que esperamos de ellos. Por eso cuidamos a artistas, inventores, pensadores, líderes...
La sociedad ha asumido la idea de solidaridad, aunque la derecha trate a menudo de limitarla; también ha asumido, o al menos sostiene con su acción (por ejemplo en el mercado o en la cultura de masas), la de excelencia, aunque la izquierda se sienta incómoda con ella. Sin duda son más sangrantes las injusticias que conculcan el valor de la solidaridad, dado que afectan a los más débiles, pero hoy toca hablar de la excelencia. No es un problema que acabemos de descubrir, pues hace tiempo que tenemos conciencia de él por diversas vías. Legiones de padres y profesores saben que los niños y adolescentes más capaces y ávidos de aprender pueden verse llevados a un aburrimiento insufrible y una pérdida de tiempo inaceptable en la escuela, incluso ser objeto de rechazo social e institucional. Desde la década de los noventa existe una normativa destinada a atender a los alumnos con “sobredotación intelectual”, “altas capacidades”, etc., en las aulas ordinarias, pero ha sido un rotundo fracaso, ignorada por las familias y, lo que es peor, por el profesorado y los centros, poco dispuestos a singularizar y raramente capaces de diversificar. En la última década, los informes PISA han llamado la atención sobre el hecho, confirmado por la Evaluación de Diagnóstico, de que nuestro sistema educativo no produce alumnos brillantes.
En estas circunstancias, la propuesta de unos grupos o centros de excelencia parecía y parece atractiva. Tomar a los mejores alumnos y tratar de ofrecerles en grupo lo que no se les ha sabido ofrecer de manera individual: un entorno educativo de mayor calidad y más estimulante. Se podría buscar para ellos, por ejemplo, a profesores comprometidos, ofrecerles mejores condiciones y demandarles un mejor trabajo, quizá empezando por la permanencia en el centro durante toda su jornada. Y seguramente permitiría diseñar y experimentar iniciativas que luego cabría extender al conjunto de los centros, los profesores y los alumnos. ¿Por qué no probar? ¿Qué puede perder el conjunto de los alumnos porque se dé un trato especial y separado, pongamos, al 1 o el 2% de ellos? (en 2008-09 entraron 45.544 al Bachillerato en la CAM). ¿No es lo que hacen las familias con suficiente capital económico y cultural y unos pocos centros privados (y, a veces algún profesor sensible a las capacidades de sus alumnos)? ¿Por qué no hacerlo con recursos públicos para quien no tiene esa suerte? ¿Acaso no lo hacemos con los que apuntan capacidades excepcionales en las artes escénicas o los deportes?
Ahora bien, excelencia no es todo lo que se sitúa por encima de la media. El DRAE la define como la “superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”, y excelente como lo “que sobresale en bondad, mérito o estimación” (cursiva mía). Si se trata de crear tales grupos en todos los institutos, entonces estamos hablando de otra cosa: de escindir el bachillerato. Si los cuarenta y cinco mil alumnos citados se reparten en algo más de quinientos centros públicos y privados, y todos podrán tener su grupo “de excelencia”, ¿qué piensan hacer?: ¿separar al cuartil con mejores notas?, ¿a la mitad? Eso nada tendría que ver con la excelencia, que pasaría a ser sólo el nombre rimbombante para dividir a los alumnos en dos no ya por la excepcionalidad de una minoría sino por diferencias de logro típicamente asociadas a elegir mejor o peor la familia al nacer, a una adolescencia más fácil o difícil o a mejores o peores profesores.
Si éste es el caso, los de excelencia serían los grupos académicos, encaminados a la Universidad, y entre ellos y los ciclos formativos quedaría el bachillerato del montón, que podríamos dignificar como general. ¿Les suena? Efectivamente: académico, general y vocacional (profesional) eran los viejos itinerarios de la high school norteamericana, que el PP ya quiso traer a la ESO con la LOCE. Ahora propone empezar la casa por arriba y sería sólo cuestión de tiempo que los centros empezaran a separar a los alumnos, ya en la ESO, camino de la excelencia o del montón (perdón: la generalidad). Por otra parte, serían los grupos soñados por esa parte del profesorado de secundaria que suspira por quitarse de encima a la mitad o más del alumnado, sueño que podría hacerse realidad para la cuarta parte, un tercio, tal vez la mitad o, tras la oportuna negociación entre la administración y los sindicatos, para todos en el tramo final de su carrera (una madurez sosegada, antes o a falta de la jubilación anticipada).
No necesitamos eso, cuestionado desde hace veinticinco años en los EEUU y en progresiva aunque lenta retirada (y para obtener siempre los mismos resultados PISA que nosotros, dicho sea de paso). La enseñanza secundaria superior ya divide a los alumnos entre el bachillerato, la formación profesional y el abandono temprano, y con eso basta. Lo que tienen que hacer administración, centros y profesores es mejorar la enseñanza ordinaria. Atención especial a los alumnos realmente excepcionales, puede ser, pero, los experimentos, con gaseosa.
Creo bastante alarmante todo esto que está pasando. Al margen de cuestiones de ideología educativa, es muy notable el desprecio que demuestra la Consejera de Educación por lo que suponen los procedimientos que son necesarios en la gestión de la función pública.
ResponderEliminarSi el centro que se crea es nuevo es necesario que sea de acuerdo con el procedimiento que establecen las leyes (artículo 17 de la LODE) y con las denominaciones que se se establecen (artículo 11 de la LOE).
Si el centro no es nuevo la cuestión es aún más grave. Los directores no se pueden nombrar a dedo, sino en virtud del procedimiento que establece los artículos 133 y 134 de la LOE.
Por otra parte, los puestos docentes, no son cargos políticos que se nombran de manera discrecional, sino que son ejercidos por funcionarios y los destinos se oobtienen en virtud de concursos regulados por la Ley de la función pública.
Me resulta alucinante ver la facilidad con la que perdemos las referencias.