En su mejor momento, la escuela representó para los escolares una ventana al mundo, tal vez la única. El maestro que desembarcaba en una aldea perdida o un barrio popular aislado, la escritura que permitiría ir más allá de la cultura y la tradición orales, los libros que traían un conocimiento abstracto de aplicación general y una información concreta de cosas y sitios que aún no estaban en la televisión, simplemente porque no la había, harían de la institución y la experiencia escolares una salida al mundo para millones de niños y adolescentes que no podrían dejar de sentirse encandilados, en alguna medida, por la novedad y la oportunidad.
Hoy, gran parte de los males de la institución, en particular del creciente desapego de tantos alumnos y el obsesivo malestar de no pocos profesores, procede de que eso se acabó. Hoy la escuela ya no puede vivir de la ventaja de ser esa ventana al exterior, sino que se enfrenta al problema de conseguir que los alumnos miren al interior; se enfrenta a la necesidad y la dificultad de convencerles de que, entre las muchas y variadas cosas, temas y actividades a las que saben que podrían dedicar su tiempo, porque están ahí fuera reclamándoselo, sólo unas pocas merecen ser enseñadas y aprendidas en el espacio y el tiempo escolares. Y no me refiero a los cantos de sirena de la telebasura, el videojuego fácil o la promesa de un pelotazo en OT, que es la imagen de la cultura de la sociedad que suelen presentar, para mejor derribarla y para disculparse por ignorarla, quienes no entienden nada de lo que pasa fuera ni de lo que ha llegado después de su graduación. Me refiero a la inmensidad de aprendizajes de interés que ponen a nuestro alcance la ciudad y los media, y más aún, por encima del espacio y del tiempo, la internet.
La escuela pasa de abrir ventanas a cerrar puertas. El mundo ya no nos llama por la ventana escolar sino por las Windows informáticas. Y, para colmo, lo inventó y lo vende un tipo que se llama Puertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario