El gran tema de hoy, tras los impactantes datos del curso pasado, aventados por la OCDE, es el abandono escolar prematuro (AEP, drop-out, deserción...), entendido como el de quienes dejan el sistema educativo sin terminar un ciclo pos-obligatorio, sea académico o profesional, lo cual incluye a quienes lo intentan pero no lo logran, se van tras la ESO o ni siquiera finalizan ésta. Pero la magnitud de las cifras (31%, y no falta quien asegura que otros métodos de cálculo lo elevarían el porcentaje) no debería hacernos aceptar sin discusión esta visión dicotómica y binaria: sea van o se quedan, abandonan o permanecen...
El fenómeno es mucho más amplio. Es el desenganche mayoritario de la institución. Hablando con jóvenes percibimos que quienes se marchan no tardan en lamentarlo, y normalmente no lo recomiendan, pero quienes se quedan tampoco lo celebran, ni lo consideran incuestionable. Aunque la decisión es binaria, seguir o partir, tras ella hay un continuo de actitudes en las que escasea la adhesión a la escuela y abunda el rechazo.
Es una paradoja de la era de la información y el conocimiento que, en ella, la economía (de la información y del conocimiento, que en eso consiste) torne cada vez más necesaria, por no decir imprescindible, la cualificación y, por tanto, la escolarización, mientras que la sociedad (de la información y del conocimiento, por ello mismo) la vuelve cada vez menos atractiva, por no decir insoportable. De un lado la necesidad instrumental, que agrava los costes del abandono; del otro el rechazo expresivo, que eleva los de la permanencia. Una contradicción difícilmente soluble cuyo resultado es el desenganche en todas sus formas.
Lo primero no va a cambiar; lo segundo debería. Pero habremos de empezar por tomar conciencia de que la ventaja constitutiva de la escuela se ha desvanecido, que la atractiva ventana abierta al mundo de los tiempos gloriosos se ha convertido en una tediosa puerta cerrada al mismo, sin que hayamos acertado en cómo resolverlo, si es que lo hemos intentado.
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