La escuela moderna nació ya con ciertas dimensiones igualitaria y meritocrática agregadas, inherentes ambas a su función de instrumento de la construcción nacional, aun cuando en principio resultaran de un alcance objetivamente muy limitado. Por un lado debía unificar, a partir de la previa diversidad, una lengua, una cultura, una visión de la tradición, un sistema de pesas y medidas, etc. y, sobre todo, una nueva identidad para los súbditos del poder absoluto y ciudadanos de la república (que no presento aquí como contrapuestos, sino como las dos dimensiones del estado moderno: poder centralizado frente a sociedad corporativa e incorporación del pueblo a la política). Por otro, debía suministrar a ese nuevo poder una clase de servicio, es decir, un flujo de servidores públicos con capacidad, cualificación y lealtad suficientes como para permitir poner en pie un aparato del estado independiente de la alta y baja nobleza en cuanto tales (y aunque se alimentase preferentemente de ellas) y liberado así de sus inclinaciones centrífugas. Lo primero implicaba cierto mecanismo igualitario y lo segundo cierto funcionamiento meritocrático, y estas dimensiones, igualitaria y meritocrática, han acompañado desde entonces a la institución, mejor o peor encarnadas en las que eran sus dos partes o, en realidad, dos instituciones distintas: la instrucción primaria y la enseñanza secundaria, el colegio y el instituto, con su no menos diferenciados personal discente (alumnos vs. estudiantes) y docente (maestros vs. profesores), lugares de formación (escuelas normales vs. facultades universitarias), pedagogías (concreta vs. abstracta)…
Los confines iniciales de estos principios, sin embargo, estaban llamados, como también los límites iniciales de la propia institución, a ser desbordados por su propia dinámica expansiva interna y por la dinámica evolutiva más general de la sociedad. Por un lado, el mismo aparato escolar alimenta y promueve su propia subclase de servicio, o sea, su propia sección de la clase de servicio, el profesorado, con un interés propio en su expansión (y por tanto en la generalización de la escolaridad, es decir, en la igualdad) y con una imagen de la sociedad según la cual las desigualdades sociales son aceptables, incluso naturales e inevitables, si y sólo si obedecen a las diferencias de rendimiento escolar (una ideología, pues, meritocrática y que pivota alrededor de la escuela). Las condiciones para hacer del profesorado una fuerza progresista, es decir, un colectivo interesado y activo a favor de la expansión escolar, y permanentemente descontento por la incongruencia de status nacida del contraste entre su alto nivel de educación (idealizado el nivel y considerada la educación como la gran vara de medir a las personas) y su no tan alto status social (esto es, su acceso al dinero, al prestigio y al poder, efectivamente no tan alto pero también siempre minimizado como parte de una legitimación victimista y una estrategia reivindicativa). Por otro lado, la dinámica igualitaria general de la sociedad en su conjunto no podía dejar de desembocar de manera preferente en la demanda de más igualdad en materia de educación, al ser ésta no sólo un medio imprescindible de realización de los derechos de la persona (civiles, políticos o sociales) sino un derecho en sí misma, concretamente uno de los más importantes derechos sociales (junto con la sanidad, las pensiones y los subsidios de desempleo) que han caracterizado al estado social del siglo XX.
Tras la aparente unidad de la educación, de la institución y de la idiosincrasia de sus agentes, estas dos tradiciones encarnan también un alma dividida, se traducen en un permanente desencuentro institucional y desembocan en una interminable debate, intensificado con cada paso dado hacia la comprehensividad por las sucesivas reformas educativas. Un eterno debate sobre el significado de la palabra igualdad: ¿sustantiva o formal?, ¿de procesos o de resultados?, ¿de recursos o de oportunidades?, ¿de partida o de llegada? Pero lo peor es que la incomprensión de la anfibología del término “igualdad” o, en un plano más sustantivo y de fondo, la falta de percepción de la naturaleza dual (una dualidad en parte complementaria y en parte contradictoria) del sistema educativo, lleva a muchos educadores —espontáneamente reacios, como cualquiera, a admitir la ambivalencia de su función en virtud de la doble exigencia tanto de la sociedad como de la escuela—, a una situación de disonancia cognitiva, si es que no de esquizofrenia virtual, en la que resulta más fácil y más reconfortante proclamar la incompatibilidad entre los valores de la institución escolar y los de la sociedad en general.
En la enseñanza primaria, esta disonancia se manifiesta en el habitual ritornello sobre la contradicción entre los valores que “la escuela” quiere enseñar, y que se le pide que enseñe, y los que “la sociedad” promueve. Según este mantra, la escuela querría y tendría que enseñar solidaridad, cooperación, trabajo en equipo, etc., es decir, valores en general igualitarios, mientras que la sociedad, sea en el mundo del trabajo, en la calle o a través de los medios de comunicación de masas, promovería el individualismo, la competencia (la “competitividad”, suele decirse), la insolidaridad y otros valores más que dudosos. En la enseñanza secundaria, por el contrario, la contradicción se situaría entre la evidencia escolar de que los alumnos tienen capacidades y disposiciones distintas y la pretensión social de que sigan unos mismos procesos y obtengan unos mismos resultados, entre la cultura del esfuerzo que requiere el aprovechamiento de la educación y la demanda de café para todos o, lo que es lo mismo, de éxito fácil, tan igualitariamente arbitrario como la lotería, que se abre paso en la sociedad; esto es, entre el carácter inevitablemente meritocrático del acceso al conocimiento (y a todo lo que, según suponen muchos, éste trae consigo, en particular a las distintas posiciones sociales) y el imposible igualitarismo impulsado desde instancia intelectuales, políticas y mediáticas, todas ellas pobladas por quienes se hallan lejos de la realidad de las aulas.
Estos dos principios inspiradores antagónicos en sí mismos (lo que no les impide ser complementarios dentro de la lógica del sistema escolar o el sistema social más amplios) representan además dos utopías. La primera, igualitaria, arranca esencialmente de la Ilustración, aunque naturalmente podría engarzarse con todos los movimientos niveladores de la historia, desde el cristianismo original hasta el comunismo maoísta. Se encuentra particularmente presente en algunos de los ilustrados más radicales, sea de forma indirecta, cuando atribuyen las desigualdades entre los hombres a la educación, o directa, cuando esperan eliminarlas gracias a ella —cuya versión más radical sería probablemente la de Helvetius, para quien “la educación todo lo puede”— y llega hasta la actual universalización de la secundaria y expansión de la superior. La segunda utopía, meritocrática, el sueño de los intelectuales, arranca de Platón, el gobierno de cuya República se encomendaría a los filósofos seleccionados por la educación, una idea que ha perdurado hasta nuestros días como ideal de estratificación social sobre la sola base del conocimiento contra el cual los reformadores de la educación, el gremio docente y sus alevines discentes contrastan la presunta injusticia de cualquier otra forma de estratificación basada en cualquier otro factor, en particular los que ellos no poseen ni están en trance de adquirir, como la propiedad o la autoridad.
El problema es, precisamente, que la sociedad quiere las dos cosas: igualdad y meritocracia, y la escuela, lo sepa o no, también. Hace ya un siglo que Émile Durkheim lo expresó a su manera cuando puso la educación del alumno en función de las exigencias “tanto de la sociedad política en su conjunto como del medio ambiente específico al que está especialmente destinado.”[1] En el contexto del funcionalismo durkheimiano, esto significaba dos cosas: por un lado, una educación general republicana (en el sentido del término hoy recuperado en el debate francés: laica, moderna, racionalista, democrática y políticamente republicana —la monarquía representaba allí la vuelta al antiguo régimen—); por otro, una educación específica acorde con la función a desempeñar en la sociedad, que no vendría ya asociada a un status hereditario y adscrito (propio de la sociedad tradicional, cerrada) sino meritocrático y adquirido (propio de la sociedad moderna, abierta).
La igualdad, o los derechos sociales
¿Cuándo creemos poder decir, con legitimidad, “esto es mío”? Cuando se trata de algo que nosotros mismos hemos creado (producido) o cuando nos hemos adueñado de ello mediante una transacción que consideramos legítima. Pero si lo primero es suficiente en sí mismo, lo segundo no lo es. Si compramos (honradamente) un objeto robado (sin saber que lo es) ello no impedirá que, al descubrirse su procedencia ilícita, pueda ser reclamado por su antiguo propietario y vuelva a él, con independencia de que luego podamos proceder contra el ladrón o el receptador que nos lo transmitió. En suma, detrás de una transacción legítima tiene que haber una producción legítima o… una apropiación legítima. El problema de la apropiación legítima que no procede de la producción por uno mismo (en solitario o en cooperación) es el problema de la apropiación originaria, tal como fue formulado por la teoría política clásica. Es el problema de la apropiación de lo que todavía no es de nadie, de la res nullius. ¿Y qué hay que no sea de nadie? Pues la naturaleza, es decir, la tierra (incluida el agua) y lo que cae del cielo. John Locke se planteó este problema y llegó a la única solución posible: la igualdad. Todo hombre tendría derecho a apropiarse, mientras restasen bienes libres, cuanto le dictasen sus necesidades y le permitiera su trabajo, pero el límite siempre sería que quedase tanto y tan bueno para los demás (la llamada cláusula lockeana). En un contexto de escasez, esto significa simplemente la igualdad en su sentido más elemental, la que Aristóteles llamaba aritmética, y sólo deja abierto el problema de quiénes son los sujetos de esa igualdad: ¿apenas las personas que reúnen ciertas características, por ejemplo los varones, blancos, los contribuyentes fiscales, los propietarios, los adultos, o tal vez todos los seres humanos, o inteligentes, o los primates superiores, o los seres vivos…?
No necesitamos entrar ahora en los detalles de este problema, complejo y sometido a debate. Digamos simplemente que se han ido levantando las restricciones internas al género humano y a la ciudadanía de cualquier sociedad dada, sin más restricciones ad personam que las de los sometidos a tutela por su incapacidad de valerse por sí mismos (niños, deficientes mentales, etc.). El problema importante es más bien otro, a saber: el planteado por la constante variación del universo de sujetos facultados para participar en la apropiación, tanto en su número (aumento o decremento de la población) como en su individualidad (muertes y nacimientos o, si se prefiere, bajas y altas). Si la naturaleza a repartir tuviera la forma de un flujo permanente, interminable, plenamente divisible y destinado al consumo inmediato, por ejemplo el maná, no existiría el problema. Si, por el contrario, se trata de un stock dado (o que raramente varía), difícil de fraccionar y empleado como recurso productivo para obtener otros bienes (como capital objeto de inversión y mejoras que ya dependen de cada uno), por ejemplo la tierra, la redistribución, que tendría que tener lugar con cada baja o alta en la humanidad o en la ciudadanía, se torna simplemente imposible, por motivos tanto técnicos, quizá salvables (con las nuevas tecnologías de la información), como económicos (¿quién invertirá en toda su tierra si, en cualquier momento, puede perderla?) y políticos (¿quien convencerá al adulto sin hijos de que debe ceder parte de sus posesiones a los hijos de otro?), éstos en todo caso insalvables.
La solución está en lo que Marx llamaría el valor abstracto, o en ese estupendo instrumento pragmático que es el dinero. No hay por qué dar al recién llegado tierras si se le puede dar su valor equivalente. De hecho, la mayoría de los propietarios de algún trozo de naturaleza, grande o pequeño, lo cambiarían gustosos por su valor equivalente en bienes urbanos, industriales o, simplemente, en dinero. Éste es el fundamento legítimo de los derechos sociales: como la sociedad no puede redistribuir una y otra vez los recursos naturales, ni los derechos sobre ellos, lo que hace es dar a cada uno algo equivalente: una cierta cantidad de atención sanitaria, de educación y de protección ante los estragos de la edad y los riesgos del desempleo, los cuatro pies del estado social o del bienestar. Creo que puede incluso afirmarse que en esto coinciden las dos grandes corrientes del pensamiento económico-social actual: neoliberalismo y socialdemocracia. Ambos aceptarían que todo ser humano, o todo ciudadano (ésta es otra cuestión), tiene derecho, por el mero hecho de serlo, a cierta cantidad de bienes o recursos, aunque los primeros preferirían que éstos fueran otorgados sin restricción alguna, o con muy pocas restricciones (por ejemplo, un cheque escolar, un cheque sanitario o, simplemente, un cheque) y los segundos preferirían asegurarse de que esos bienes y recursos se emplean en situar al beneficiario en condiciones de valerse por sí mismo (es decir, que se emplean en su educación y en su salud o que suplen una incapacidad no querida o inevitable). La otra discusión es, por supuesto, sobre el alcance estos derechos, y aunque en la escena cotidiana toma la forma de una negociación a pequeña escala sobre si más o menos educación, más o menos sanidad, etc., podría considerarse como la expresión implícita de una gran disyuntiva: si lo que ha de distribuirse en régimen de estricta igualdad es lo que nadie produjo, ¿qué deberemos incluir aquí: apenas la naturaleza, que ningún hombre produjo, o también el patrimonio histórico, el legado de las generaciones anteriores, que ninguno de los presentes produjo? Pero ésta es otra historia…
La equidad, o la retribución según la contribución
Pero la mayor parte de los bienes y recursos no son entregados como tales ni por la tierra ni por el cielo sino que requieren un proceso de producción (en el sentido más amplio, incluidos la extracción, el cultivo, la transformación, el almacenamiento, el transporte y la distribución final, más todas las actividades de investigación, desarrollo y organización asociadas a ellos) previo a su consumo. Esto significa, simplemente, que requieren trabajo, y además trabajo en sus dos facetas: trabajo directo, es decir, una actividad humana aplicada directamente a su producción, y capital, o trabajo indirecto o acumulado, esto es, la retirada del consumo de algunos bienes para utilizarlos como factores en la producción de otros bienes. En cualquier caso, producir es diferir el consumo o, mejor, consumir productivamente unos bienes (en vez de improductiva y personalmente) para obtener con ello otros de distinta calidad o en distinta (se supone que mayor) cantidad; en concreto, es convertir la propia actividad en esfuerzo productivo en vez de ocio y emplear los propios bienes para producir otros bienes en vez de para satisfacer directamente necesidades o deseos.
Y, tan pronto como llegamos a este punto, las personas dejan de ser iguales: unos contribuyen más, otros menos y otros nada. La norma igualitaria de justicia pasa a ser entonces la que determina para cada cual una retribución acorde con su contribución. Como no podía ser menos, esto abre un complejo interrogante y ha dado lugar a un amplio debate sobre la manera en que deba medirse esa contribución. Podríamos decir que la historia del siglo XX, el siglo de la igualdad (es decir, el siglo que se ha juzgado a sí mismo en función de su capacidad de materializar la igualdad), es, en gran medida, la historia de ese debate, recurrentemente convertido en conflicto entre grupos, pugna política, lucha de clases, guerra civil o conflagración mundial, y es posible que el XXI no sea distinto en este aspecto. Si nos fijamos en las dos grandes corrientes del pensamiento económico y político del siglo XX, liberalismo y marxismo, o en los dos grandes sistemas económico-sociales en que se dividió, capitalismo y comunismo, podemos asociar la divisoria a dos formas básicas de medir la contribución individual. Para el liberalismo, la medida de la contribución de cada cual es el precio que obtiene por su producto en el merado, aunque esto requiere una serie de condiciones como que sea un mercado competitivo, transparente, etc.; para el marxismo, la medida es el tiempo de trabajo, si bien ello requiere condiciones no menos exigentes, como que sea socialmente necesario. Para el primero, eso es lo que justifica, a pesar de sus muchos defectos, el capitalismo de mercado; para el segundo, es lo que sólo puede ofrecer, pese a sus limitaciones, el socialismo de estado.
Pero, a efectos de lo que aquí nos interesa, lo importante no es lo que separa a estas dos corrientes y esos dos sistemas, por crucial que ello sea, sino lo que los une: la idea de que cada cual debe ser retribuido de acuerdo con su contribución. En otras palabras: por encima de sus graves divergencias en torno a cómo medir esa contribución o a cómo establecer la correspondiente retribución para cada cual, la sociedad actual —yo diría que cualquier sociedad que no sea ya una economía básicamente de subsistencia— coincide en la idea de que el acceso a los bienes finales debe estar en función de la contribución que se hizo a su producción. Este elemento o fondo común es algo que podríamos llamar también igualdad, siempre que se entendiera en el sentido de igual retribución para una igual contribución, o tal vez igualdad proporcional, a diferencia de la absoluta, pero, puesto que el término igualdad se entiende siempre o casi siempre en el primer sentido (aritmética, absoluta, identidad), y puesto que la unidad de referencia última debe seguir sendo el individuo (no la hora de trabajo, el kilogramo fuerza o la utilidad ajena satisfecha, que serían los realmente retribuidos por igual), utilizaremos un término distinto: equidad.
Esto supone dos consecuencias probables para la educación. En primer lugar, y puesto que ella misma es uno de los bienes a distribuir, habrá que preguntarse si ha de serlo atendiendo a un criterio restrictivo de igualdad, a un criterio restrictivo de equidad o a un criterio mixto que integre y trate de conciliar ambos criterios simples. En segundo lugar, y puesto que la experiencia educativa es el escenario fundamental de socialización para la vida adulta y ésta estará en gran medida organizada en torno a una u otra idea de la equidad, habrá que interrogarse sobre cómo puede la escuela anticipar ese criterio de justicia o, al menos, preparar para el mismo.
Justicia para los desiguales: solidaridad y excelencia
En lo dicho hasta aquí hay un sobreentendido: que hablamos de la justicia entre o para personas iguales (la igualdad), o iguales y capaces (la equidad). Por supuesto, no pretendemos que esos sujetos de la justicia social sean idénticos, sino simplemente que una norma de justicia puede desdeñar las diferencias existentes entre ellos. Pero ¿y si no son iguales en una acepción más fuerte?, ¿y si las diferencias no fueran desdeñables? Esto puede suceder en dos sentidos opuestos: la discapacidad y la sobrecapacidad.
El primer caso es el de aquellos para quienes una cuota igual a la de otros de recursos naturales, de dotación inicial o de esfuerzo no puede, manifiestamente, producir los mismos resultados ni, por tanto, un nivel equivalente de satisfacción de las necesidades. Se trata de aquellos para quienes la injusticia en particular llegó antes que la justicia en general; con quienes, digámoslo así, la naturaleza misma fue ya injusta, y queda a la sociedad la elección, nada obvia, de abandonarlos a su suerte o compensar esa injusticia. No existiría este problema en un estricto reino de la abundancia, pero sí en el reino de la escasez, y aun de la escasez moderada, en el que la satisfacción de las necesidades depende de las capacidades individuales y algunos han sido dotados de menores capacidades. La sociedad puede asumir no sólo la tarea compensatoria de asegurar a las personas discapacitadas un nivel básico de satisfacción de sus necesidades y una vida digna, sino asimismo la de capacitarlos para contribuir a la riqueza global subviniendo en todo o en parte a sus propias necesidades y la de desarrollar al máximo sus otras capacidades extraordinarias, si fuera el caso.
Visto desde la mera perspectiva de los iguales y capaces, a quienes podemos suponer vínculos afectivos en su entorno personal que irían mucho más allá del intercambio propio de la justicia entre iguales, al asumir colectivamente esa carga compensatoria la sociedad no hace sino suscribir una especie de seguro solidario en vez de dejar a cada cual la responsabilidad de hacerse cargo de sus allegados con menores capacidades y, por tanto, con mayores necesidades. La solidaridad no es, pues, sino el corolario de la igualdad, la manera de evitar someter ésta a la suerte más allá de lo inevitable, es decir, de lo que es obra exclusiva de la naturaleza y no de la sociedad.
En el extremo opuesto, ¿cómo hacer justicia a los sobrecapacitados, o a los que cuentan con capacidades especiales y especialmente escasas? En el plano más general, el problema no es tanto de justicia (de justicia distributiva, o de igualdad en sentido más laxo) como de libertad y eficacia. Por un lado, nadie debe ser obstaculizado en el desarrollo de sus capacidades, lo cual puede verse como mera cuestión de libertad pero también de igualdad, pues, si lo fuera, no viviría la misma falta de trabas que la gente ordinaria, de capacidades típicas o normales. Por otro, el conjunto de la sociedad se beneficia del desarrollo y el aprovechamiento al máximo de esas capacidades, por ejemplo cuando alguien con un especial talento para la música graba una pieza que todos podrán oír o alguien con un especial ingenio informático inventa un programa que todos podrán utilizar. Puesto que estas capacidades especiales requieren también una formación especial, y a menudo un notable esfuerzo personal (por ejemplo el entrenamiento del deportista o el estudio del investigador), la sociedad bien puede acordar incentivarlas con el señuelo de recompensas especiales que, medidas en términos de igualdad o de equidad (igualdad entre todos o retribución proporcional al esfuerzo) resultarían desorbitadas, pero cuyo atractivo sirve precisamente para movilizar la ambición y superar la aversión al riesgo. La recompensa es difícilmente justificable en términos de justicia, o no lo es en absoluto, pero la sociedad la otorga o la acepta porque, aun así, todos nos beneficiamos de la contribución extraordinaria a la que va asociada, es decir, todos estamos mejor de lo que estaríamos sin ambas: por eso es cuestión de eficacia, no de justicia. Por lo demás, una justificación similar podría aplicarse a la recompensa del esfuerzo extraordinario realizado sobre la base de una capacidad ordinaria. (Esto no debe entenderse como una defensa de cualquier estructura de las recompensas, menos aún del capitalismo en particular, pero sí como explicación de por qué éstas no suscitan la indignación que muchos esperan y también como justificación de algún tipo de recompensas. En su formulación más permisiva correspondería al principio de diferencia rawlsiano, aunque en otro lugar he propuesto una fórmula más restrictiva, el principio de recompensa, según la cual, en vez de aceptar cualquier desigualdad con el sólo requisito de que los peor situados ganen algo con ella —esa especie de optimización poco más que paretiana que propone Rawls, habría que aceptar sólo tanta desigualdad como sea necesaria para asegurar esa innovación que beneficie a alguien más que el innovador sin perjudicar a los demás.)
La traducción escolar de los valores sociales
El problema de la justicia escolar es traducir los valores y normas sociales en valores y normas escolares, y se plantea, por tanto, para cada uno de las normas sociales básicas: igualdad, equidad, solidaridad y excelencia, según las hemos formulado aquí.
En términos de igualdad básica, no es casual que la educación o, para ser más exactos, la escolarización, haya devenido uno de los pilares del estado del bienestar. Primero, porque aprender, ser educado, es la actividad propia de la edad en que las personas están sujetas a tutela, en que sus capacidades son pocas y sus necesidades muchas, lo cual justifica que reciban sin aportar, manteniéndolas todavía fuera de la lógica de reciprocidad o intercambio del mundo adulto, y la escolarización , de paso, las protege contra la eventualidad de unos tutores (padres) irresponsables o malintencionados y, por el momento, contra los rigores de contribuir a la riqueza social (de trabajar). Por otra parte, la educación es hoy, para la inmensa mayoría, el prius de su incorporación a la actividad económica, tal como lo fuera la tierra en la sociedad agraria en cuyo contexto se planteó la filosofía política el problema de la apropiación original. En una economía agraria, de hogares en gran medida autosuficientes, el problema distributivo era ante todo, aunque no sólo, el de la distribución de la tierra (y el gran ideal de justicia: la tierra para el que la trabaja); en una economía industrial, cuyo nervio y paradigma es la fábrica, el problema es la distribución de la propiedad del capital (y, el ideal, la socialización de los medios de producción); en una economía post-industrial, de la información, el problema es la distribución del conocimiento (y, el ideal, la igualdad o las oportunidades educativas para todos). Last but not least, porque prepara para la ciudadanía, parte de la cual es ese pacto de derechos y obligaciones mutuos, intra y también intergeneracionales, en el que se basan los derechos sociales y, en general, todos los derechos.
En términos de equidad, la educación se presenta como un escenario a propósito, digamos incluso idóneo, para la práctica y el aprendizaje de una justicia basada en el mérito. La escuela moderna es también uno de los pilares, junto con el mercado y el sistema electoral, de la legitimidad meritocrática de nuestra muy desigual sociedad. Cada uno de estos sistemas ofrece y parece dar a cada participante lo que merece, con independencia de su condición fuera del juego mismo de la competencia por las recompensas. Son mecanismos adquisitivos, que permiten a cada cual luchar en aparente igualdad de condiciones, con independencia de rasgos adscriptivos como la edad, el sexo, la etnia, etc. (aunque nunca terminemos de creer realmente en su irrelevancia). La escuela destaca incluso sobre sus instituciones compañeras de viaje porque, mientras que éstos resultan fácilmente descalificados (el mercado por la herencia de la propiedad y por sus aparentes incongruencias y ostentosas injusticias —pelotazos, nuevos ricos…—, la política por la acusación permanente de oportunismo, demagogia o corrupción), ella está también bajo sospecha pero parece salvarse siempre con promesas de autorreforma y redención final (comprehensividad, coeducación, integración de las minorías, medidas compensatorias, etc.). Nada más equitativo y meritocrático, en apariencia, que la competencia entre alumnos que siguen una misma estructura curricular, unos mismos programas, con los mismos libros de texto, profesores de la misma titulación, exámenes de igual nivel y así sucesivamente.
Fuera del ámbito de normalidad en que sólo cuentan y se bastan la igualdad y la equidad, sabemos que quedan la solidaridad y la excelencia. La solidaridad aparece como connatural a la empresa igualitaria y equitativa de la institución: si queremos que obtengan los mismos resultados básicos y que compitan en condiciones de igualdad por unas oportunidades escasas, deberemos compensar de antemano las condiciones de aquellos que parten desde una posición de desventaja. En el otro extremo, en términos escolares el reconocimiento de la excelencia no significa otra cosa que levantar los obstáculos y poner los medios para que todos puedan desarrollar hasta un nivel suficiente (decir el máximo quedaría bien, pero sería absurdo) sus diferentes capacidades. De lo contrario, unos de aproximarían mediante la educación a la plenitud de su desarrollo personal mientras que otros, los más capacitados, se verían impedidos de acercarse a ella, al menos por lo que a la escuela concierne.
La concurrencia de valores diferentes
¿Hasta qué punto son compatibles normas de distribución o valores de justicia claramente distintos? No cabe duda de que sería más sencillo tener una única regla aplicable urbi et orbi, en todo momento y lugar, y las críticas más simples al sistema educativo a veces no hacen sino eso: generalizar indiscriminadamente un criterio dando por sentado que, si es bueno aquí y ahora, también lo será allá y entonces. Pero, como en cualquier otro ámbito de libertad, en la educación hay que tratar de conciliar normas aparentemente opuestas o que, al menos, se imponen recíprocamente límites y constricciones. Es la misma dificultad que surge, por ejemplo, a la hora de conciliar el derecho a la libertad de expresión o a la información con el derecho a la intimidad y a la propia imagen, o la igualdad y la eficacia económicas, o la protección social y los incentivos al trabajo. Las políticas, las instituciones y los profesionales de la educación se enfrentan al problema de conciliar principios diferentes y cuyo encaje no sólo depende de sus características generales sino de sus contextos particulares; es decir, no sólo es cuestión de políticas educativas sino de intervenciones profesionales sobre el terreno.
La concurrencia de normas distintas tanto para el trato institucional del alumnado como para su formación plantea un doble problema, diacrónico y sincrónico. Primero, cómo transitar de unas normas a otras, en particular de la igualdad a la equidad, e incluso un recorrido algo más complejo, como enseguida veremos; segundo, cómo compaginarlas en etapas determinadas del recorrido escolar. Adicionalmente, se plantea el problema de la compatibilidad entre las normas, o las más bien particulares combinaciones de ellas, en los distintos lados de las fronteras entre el sistema educativo y el sistema social, y más concretamente entre aquél y el sistema de empleo o, si se prefiere, en la transición de la escuela al trabajo.
En el transcurso de la escolarización el alumno habrá de pasar en algún momento de un marco de igualdad a un marco de equidad, en ese orden y no en otro, al paso de su propia evolución de la dependencia inevitable a la autonomía exigible. Por ello la escuela, tanto en su estructura general como en todo lo que concierne a la interacción del alumno con el profesor o con la institución, ha de pasar de igualitaria a meritocrática, de centrarse en el reconocimiento incondicional de los derechos a hacerlo en la evaluación selectiva de los méritos. Si esto debe tener lugar antes o después, de forma paulatina o súbita y de una manera o de otra ha sido, es y será el gran debate en la educación, pero lo más importante es entender, primero, que no es una disyuntiva entre dos modelos educativos estrictamente contrapuestos (salvo para los fanáticos o para los que tienen dificultad en manejar más de una variable) sino un problema de tiempo y de modo en torno a la combinación de dos estructuras de recompensas no incompatibles y a la transición de una a otra; y, segundo, que, en todo caso, ninguna de las normas distributivas o valores de justicia debería devorar a los otros, es decir, imponerse de manera absoluta.
Por lo demás, y como ya hemos indicado, ni la igualdad ni la equidad son siquiera, una vez distinguidas la una de la otra, fórmulas claras y simples. En el mundo de la educación suelen presentarse como igualdad (o igualdad de resultados) e igualdad de oportunidades, pero estos conceptos no son todavía inequívocos. La igualdad básica puede ser de procesos o de resultados, y gran parte de las reformas educativas modernas han consistido en intentar pasar de la primera a la segunda. Escolarizar a todos los niños en educación primaria en las mismas o parecidas condiciones, por ejemplo, es una importante medida de igualdad procesal, pero la evidencia ha sido cada vez más abrumadora en el sentido de que esta igualdad de trato, formal (no se confunda con superficial), es en sí insuficiente, porque la escuela no produce un resultado por sí sola sino en combinación con el medio familiar y social y con las características individuales. Las respuesta a esto, el modo de pasar de iguales procesos a iguales resultados en el ámbito escolar dominado por la idea de la igualdad de derechos positivos, ha sido el recurso a las políticas compensatorias, de acción afirmativa o de atención a las necesidades educativas especiales.
Por otra parte, la igualdad de oportunidades también puede cobrar distintos significados. Un primer nivel sería el de su versión más suave (más igualitaria) y equivaldría a que cada uno fuera retribuido según su contribución, lo que en la arena educativa significa, de entrada, según su esfuerzo. Como casi siempre se dice (pero casi nunca se piensa) de los regalos, lo que importa es la intención. En educación podríamos decir, en primera instancia, el esfuerzo, como lo hacen tantos profesores al premiar el esfuerzo fallido (el alumno lo intenta) o dejar de premiar el éxito fácilmente conseguido (el alumno podría hacer mucho más), una especie de traducción escolar de la teoría marxiana del valor como equivalente al tiempo de trabajo (a cada cual según su trabajo). Un segundo paso sería premiar el resultado, pero en términos de proporcionalidad: lo que importa ahora no es ya la intención sino la calidad del regalo, es decir, o no cuenta el esfuerzo sino el producto al que da lugar. Este criterio sería igual al anterior si el resultado dependiera exclusivamente del esfuerzo, pero el problema es que también lo hace, y no poco, de la capacidad personal y otros factores, con lo cual el individuo ha de aprender a interiorizar la justicia, si es que se acepta como tal, de una retribución ya no proporcional a su esfuerzo (a cada cual según su contribución, ya no medida por el trabajo). Las reglas de la igualdad de oportunidades pueden también, en fin, ser parte de un juego en el que el ganador se lo lleva todo (the winner takes all) y el esfuerzo de los demás (los perdedores) no encuentra retribución ninguna (lo importante es participar), ni siquiera una compensación no proporcional, como sucede en los concursos (y no sólo en los televisivos sino también en los académicos, literarios, deportivos, científicos, etc.).
Las intersecciones entre escuela y sociedad
Llegados a este punto, conviene sin embargo añadir una pizca de consecuencialismo a la discusión sobre la justicia escolar. Parece claro que mientras que, en la selección y jerarquización de las normas distributivas, la cultura institucional y profesional se decantaría por la igualdad y la equidad, con el doble añadido de entender ésta en su sentido más suave (equidad como retribución del esfuerzo en detrimento de sus versiones más fuertes, como retribución de la contribución o juego competitivo, y en detrimento de la versión semidarwinista de la meritocracia, al modo de Young, como cociente intelectual más esfuerzo) y de tender a desplazarla progresivamente por la igualdad (ése es el sentido de las reformas comprehensivas), en otras subesferas sociales no predomina la misma escala de valores.
De un lado está la esfera de la ciudadanía política, que tira inequívocamente en el sentido de la igualdad. La fuerte impronta igualitaria de la escuela es, de hecho, inseparable de su encuadramiento dentro de la esfera del estado. Sea pública o privada su propiedad, la escolarización es parte del complejo de derechos y políticas del estado social, cuyo hilo conductor es la igualdad, y entre sus funciones destaca la preparación para la ciudadanía política. Desde la perspectiva de una moral o una política centradas en ésta, las diferencias de educación son casi inevitablemente quiebras de la igualdad política, lo que se traduce en una demanda insaciable —o, por lo menos, todavía no saciada— de mayor igualdad escolar.
De otro lado está la esfera del mercado de trabajo. Éste no es ni igualitario ni es meritocrático, pues su única pretensión es ser eficaz, para lo cual se supone que no hay que eliminar las diferencias sino, por el contrario, apoyarse en ellas: la mejor calidad o la mayor producción al menor precio. Si en el ámbito institucional de la escuela se orienta la acción por rituales y procedimientos ya legitimados (se supone que hay una manera correcta de enseñar o de evaluar, con independencia de los resultados, como en otros entornos institucionales hay una manera correcta de juzgar o de operar quirúrgicamente —el paciente murió, pero la operación fue un éxito), en el entorno técnico del mercado, incluido el mercado de trabajo, la acción se orienta por sus resultados, sin demasiadas contemplaciones hacia los principios.
Pues bien, cuando más se imponen en la institución escolar los valores meritocráticos, y con mayor motivo los valores igualitarios, más posibilidades hay de que choquen con los criterios eficientistas del mercado de trabajo. Pensemos, por ejemplo, en las reformas comprehensivas: cuando más se acerque el tronco común a cubrir por entero el periodo obligatorio (ése es el objetivo de la comprehensividad, al menos en su variante mediterránea), y aunque ésta sea la fórmula que produce más igualdad desde el punto de vista de la continuidad en el sistema educativo (es decir, para los que efectivamente continúen), más probable es que, para la parte de la población escolar, por pequeña que sea, que va a abandonar de inmediato el sistema, se traduzca en el acceso al mercado de trabajo en condiciones de nula cualificación o infracualificación. Una ética deontológico, de los principios, y una ética consecuencialista, de los resultados (o, si se prefiere en términos weberianos, una ética de las convicciones y una ética de la responsabilidad) no dictarían aquí las mismas recomendaciones. Para la primera, los principios de igualdad y/o de equidad deberían mantenerse por encima de todo, determinando el proceso; para la segunda deberían ser objeto de excepción para conseguir un mejor resultado, medido asimismo en términos de igualdad. Piénsese, por ejemplo, en el caso de los grupos gitanos más marginales o de los adolescentes inmigrantes de la generación segunda y media (los que llegan a España, más o menos, con una edad en la que ya han dejado de estudiar en su país, pero aquí se les obligará a hacerlo, y en la que podrían trabajar allí y vienen a hacerlo aquí, pero se les impedirá intentarlo), a quienes se fuerza a mantenerse en la escolaridad general, académica, negándoles la posibilidad de una formación profesional temprana, aunque sea de toda evidencia que no volverán a pisar un aula después de ello, llegando así al mercado de trabajo bajo mínimos: la ética de los principios parece hacer suyo el lema fiat justitia, pereat mundi, agarrándose a un procedimiento sin querer ver los resultados, o poniendo los medios en el lugar de los fines.
Despedida y cierre
No era mi intención al comienzo de este pequeño trabajo dejar sentado cuáles son o debieran ser los criterios de la justicia escolar, de modo que confío en que nadie se sienta defraudado porque no lo haya hecho. El objetivo era más bien lo contrario: apuntar la multiplicidad, la ambigüedad y la complejidad de la justicia social en general y la escolar en particular. La moraleja no es la afirmación de la corrección de estos principios y la incorrección de aquéllos, ni de la superioridad de unos sobre otros, sino el reconocimiento de que los objetivos de la justicia escolar deben ser permanentemente objeto de análisis y de diálogo, de evaluación y de reelaboración. Tal vez, como intuyó Kavafis, no importe tanto el destino lejano, casi inalcanzable, como el viaje cotidiano que nos pone a prueba una y otra vez.
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