(A propósito de sendos informes, sobre el profesorado, de la OCDE y Eurydice)
Desde el mismísimo título de la traducción española del informe de la OCDE se percibe ya que, si en Europa existen serias dificultades para abordar el problema del profesorado, en España son realmente alarmantes. No me refiero al problema en sí, que es preocupante pero no insoluble, sino a nuestra incapacidad de llamarlo por su nombre, es decir, de formularlo siquiera en términos claros. El título del informe de Eurydice sobre el que se me ha propuesto escribir aquí es aséptico, como conviene a un buen producto burocrático (y el informe es ambas cosas): La profesión docente en Europa: perfil, tendencias y problemática. Pero el título del informe de la OECD es muy distinto y significativo: Teachers matter: Attracting, Developing and Retainning Effective Teachers. La traducción correcta al castellano sería, sin lugar a dudas: Los profesores cuentan, pero el traductor español ha preferido: La cuestión del profesorado. Incluso en Francia, cuyo profesorado ha sido acertadamente calificado de cuerpo paranoico y donde cualquier desliz puede producir una huelga general, lo han titulado Le rôle crucial des enseignants, si bien es cierto que esta expresión pone el énfasis en su papel pero puede leerse también como un simple ditirambo. El título inglés es bien distinto: que los profesores cuentan quiere decir, inequívocamente, que lo hacen para bien y para mal, que es bastante más que decir que juegan un rol crucial y muchísimo más que el aséptico registro de una cuestión. De hecho, la expresión teachers matter se había convertido ya antes en un lema para distintos grupos y asociaciones de padres de alumnos y en un título tópico para estudios sobre la influencia diferencial del profesor en el aprendizaje del alumno.
Sin duda los sociólogos hemos contribuido a esto, de manera que me toca reconocer cierta responsabilidad gremial y asimismo individual. Hay mucho de verdadero en la vieja boutade de Duesenberry: “Toda la economía trata de cómo las personas llevan a cabo sus opciones, [mientras que] toda la sociología lo hace de cómo no tienen opción alguna.” Particularmente preocupados por combatir la idea de que la causa de las desigualdades escolares estaba en los propios alumnos, tanto frente a las teorías de las desigualdades innatas (herencia genética, darwinismo social o simplemente racismo y sexismo) como frente a las tomas de posición culpabilizadoras (los reproches victorianos hacia las imprevisoras clases laboriosas, las psicosutilezas sobre inteligencias abstractas y concretas o la mera descalificación cotidiana de los malos alumnos), privilegiamos la atención a la influencia de los factores sociales descuidando en contrapartida el peso de los factores específicamente escolares, en particular el contenido de la educación, los métodos de enseñanza-aprendizaje, la organización del centro y la efectividad del profesor. Nótese que en la polémica sobre el peso relativo de los factores individuales (el alumno, su capacidad, su actitud, su trabajo…) y los sociales (la clase, el género, la cultura, el entorno, la familia…) siempre ha brillado por su ausencia la atención a los factores institucionales (la organización misma de la escuela, del grupo y del aula) y profesionales (los educadores, sus capacidades, sus actitudes y su trabajo). Todavía a partir de los ochenta se produjo cierta reorientación de una parte de la sociología, huyendo de la consideración de la escuela como caja negra, en confluencia con la de una parte del profesorado y de su intelectualidad orgánica para prestar una nueva atención a contenidos y métodos, ya que esto apuntalaba la lucha del gremio docente por su “profesionalización”, es decir, por gozar de mayor autonomía y someterse a menos controles en su trabajo. Sin embargo, la organización escolar y, sobre todo, el desempeño profesional han seguido siendo básicamente un tabú. Por supuesto, hay, ha habido y habrá numerosos e interesantes trabajos al respecto, pero han sido, son y serán vistos por mucho tiempo como intromisiones y agresiones, ignoradas o rechazadas con respuestas que van desde la simple desconfianza a priori hasta su exorcización como ataques neoliberales.
La virtud principal de estos dos informes (sobre todo el de la OCDE) es precisamente, en mi opinión, que ponen el acento sobre algo que debería considerarse una perogrullada pero es sistemáticamente ignorado: que el profesorado cuenta. En contra de lo que tantas veces se afirma en el sector, no son las autoridades, ni los empresarios ni los denostados neoliberales quienes confunden a la escuela con una empresa, sino más bien el propio gremio. Pero no lo hace al contemplar los términos del intercambio de trabajo (el trabajo como valor de cambio), pues en ese punto siempre ha tenido claro que ser profesor da o debería dar derecho a ganar más y trabajar menos, sino al fijarse en su contenido (el trabajo como valor de uso). ¿Por qué digo esto? Porque sólo desde la analogía abusiva con la empresa, o más exactamente con la fábrica, se puede seguir pensando que el profesorado es inocente de todos los problemas escolares; que todos los problemas de los alumnos derivan o de sí mismos o de la sociedad, pero nunca de la institución (salvo por la eterna y socorrida presunta escasez de recursos) ni mucho menos de la profesión. Sin embargo son hechos evidentes por sí mismos, al menos, los siguientes: primero, que el principal factor de ese proceso productivo que es la educación es, aparte del propio alumno, el profesor; segundo, que la efectividad de este factor (entendiendo por tal tanto su eficacia, o sea su capacidad de conseguir unos resultados, como su eficiencia, o sea su capacidad de conseguir más o mejores resultados con medios limitados) consiste en cosas tan simples y obvias, pero tan cruciales, como conocer a fondo lo que tiene que enseñar, saber estructurarlo y explicarlo, poder mostrar su sentido y su utilidad, ser capaz de organizar una situación o un proceso de enseñanza y/o aprendizaje y lograr una mínima empatía con el alumno; tercero, que el profesor cuenta para ello no sólo con unos medios o un entorno dados, sino con una notable autonomía individual tanto en su propia actuación como a la hora de movilizar esos y otros recursos; cuarto, que distintos profesores llevarán a obtener resultados muy distintos a un mismo alumno (igual que distintos alumnos obtendrán resultados muy distintos con un mismo profesor). Esta es, ahora sí, la gran diferencia entre una institución y una empresa, entre una profesión y una ocupación no cualificada: que el profesional, en este caso el profesor cuenta, y cuenta mucho.
Pero, si el profesor cuenta, habrá también que pedirle cuentas. Y aquí es donde la profesionalización se bifurca, digamos que entre la profesionalidad y el profesionalismo (por darles un nombre que no discutiré aquí). De hecho, un núcleo creciente de la investigación sobre el rendimiento académico (como quiera que este se mire o se llene de contenido: resultados en las evaluaciones, promoción, actitudes, convivencia…) lo está poniendo en relación con la efectividad del profesor (por ejemplo, autores como Dean y Mayeski; Rowan, Correnti y Millar; Mendro y otros; Goldhaber y Brewer, Kuppermintz, etc., o, entre nosotros, Villar Angulo, y Casal, García y Planas). Estadísticamente es fácil comprobar no sólo que se producen importantes diferencias intragrupo entre alumnos que aprenden en condiciones reputadamente similares, que cabe por tanto atribuir a los individuos, sino también que se producen no menos importantes diferencias intergrupos entre alumnos de características individuales similares (incluido su entorno extraescolar), que cabe por tanto atribuir a las condiciones, vale decir a centros y aulas o, para no cosificar el diagnóstico, a las organizaciones humanas y los actores institucionales que actúan en ellas. Ante esto, el profesorado manifiesta tener dos almas (unos tienen una, otros otra y no pocos ambas): por un lado están los que perciben que su trabajo se puede hacer mejor o peor y afrontan ese reto con su responsabilidad personal, procurando formación, etc.; por otro están los que pretenden que sencillamente se les suponga que lo hacen bien (como se les suponía el valor a los soldados en el servicio militar obligatorio en tiempos de paz); estas dos actitudes son parte de lo que llamo, respectivamente, profesionalidad y profesionalismo.
Y esto se torna más importante cuando consideramos otro elemento común a los dos informes: la atención a la dicotomía, según la forma de contratación del profesorado, entre sistemas basados en la carrera y basados en el puesto, en la terminología de la OCDE, o centralizados y descentralizados, en la de Eurydice; aquí podríamos denominarlos, en una jerga más local, funcionariales y contractuales, en el sentido que tienen, respectivamente, en los centros no universitarios estatales y no estatales o en que coexisten en los centros universitarios. Aunque luego puedan existir múltiples variantes de cada uno, en el modelo funcionarial se recluta al profesor al inicio de su carrera para un cuerpo nacional (o regional, como ya sucede en la práctica, pero tanto da: en todo caso supracentros) y luego se le asigna mediante distintos procedimientos a un puesto; en el modelo contractual se recluta al profesor para un puesto determinado, sin la promesa de continuidad en caso de que éste desaparezca o cambie.
La consecuencia del primer modelo es que se asegura profesorado en cantidad suficiente (para ser sinceros, con frecuencia más que suficiente, con lo que el objetivo de la planificación termina siendo no excederse en demasía), pero no se garantiza su adecuación a los puestos de trabajo concretos, bien sea por desajustes posteriores entre la oferta y la demanda de especialidades (por ejemplo, que se necesiten menos profesores de latín, por citar el caso obvio) o por otras características de los puestos que no fueron tenidas en cuenta en el reclutamiento (por ejemplo, un alumnado difícil). La consecuencia del segundo es que resulta arduo reclutar a los mejores profesionales, incluso a simples profesionales con la cualificación adecuada, particularmente en las especialidades cuyas salidas ocupacionales no se limitan a la enseñanza, ya que falta el incentivo de la estabilidad y las ventajas salariales no son suficientes para compensar esa carencia (y, en tales especialidades, pueden ser inexistentes). Permítaseme de paso señalar cuán fuera de lugar están aquí esas invocaciones admonitorias de las dificultades de países como Holanda o el Reino Unido para encontrar aspirantes cualificados, pongamos por caso, para las plazas de matemáticas o informática: eso sucede allí por tan buenos motivos como no sucede ni sucederá aquí, porque aquellos son modelos contractuales y éste un modelo funcionarial, y dejaría de suceder allí con sólo ofrecerles las condiciones de carrera de aquí (con lo cual se trasladarían también los problemas, claro está). En definitiva, un modelo tiende a concentrar las dificultades en lograr la cantidad adecuada de profesores, mientras que otro choca con el problema de lograr la calidad; uno confronta a los centros con la dificultad de encontrar las personas adecuadas para las funciones existentes; otro condena al sistema y a los centros a buscar o a resignarse a las funciones oportunas para las personas disponibles.
Me gustaría llamar la atención sobre el paralelismo entre esta dualidad de modelos y la señalada hace ya tiempo por Turner entre los sistemas de patrocinio y de competencia. Turner comparaba, pensando en los alumnos, los sistemas escolares británico y estadounidense. En el Reino Unido, los alumnos eran entonces divididos a los once años (antes de la reforma comprehensiva) y encaminados a partir de ese momento hacia una profesión de clase media, vía la enseñanza académica, o hacia un oficio de clase obrera, vía la formación terminal y la mal llamada “vocacional”; por contraste, en los Estados Unidos se mantenían en centros comunes de educación secundaria hasta los dieciocho años, accediendo incluso una amplia mayoría a algún tipo de una muy variada y desigual educación superior. El argumento de Turner era que, aunque al final del camino esperaba tanto a británicos como a estadounidenses una sociedad estratificada, el mecanismo de asignación a los puestos era radicalmente distinto: en el viejo mundo, la selección se producía al inicio, eligiéndose tempranamente a los futuros privilegiados para apoyarles desde el primer momento en su carrera hacia la cumbre (patrocinándolos, como lo harían un patrón o un padrino), al precio de dejar una gran pila de cadáveres académicos ya en el punto de salida; en el nuevo mundo, por el contrario, se permitía a todos participar en la carrera, teóricamente, de principio a fin (compitiendo hasta donde lo permitieran sus fuerzas o lo dictara su razón), pero al precio de dejar un reguero a lo largo de todo el recorrido (hasta aquí Turner). Las reformas comprehensivas de los aparatos escolares pueden contemplarse como la transición de sistemas de patrocinio a sistemas de competencia. Lo que quiero señalar es que, dejando el reclutamiento de los alumnos para volver al de los profesores, hay una clara correspondencia entre ambas dicotomías: en el modelo funcionarial se selecciona tempranamente al profesorado, mediante algún procedimiento más o menos duro (la oposición), para luego blindarlo frente a los avatares del trabajo (incluida, llegado el caso, su propia incompetencia); en el modelo contractual, las exigencias de entrada pueden ser menores, pero la permanencia está siempre sujeta a revisión. (En España se ha ido más lejos, inventando un modelo mixto que combina la facilidad de entrada del competitivo con la permanencia blindada del patrocinado: los interinos y sus oposiciones restringidas).
Ahora bien, ¿no serán trasladables al reclutamiento del profesorado los argumentos que en su día llevaron a cambiar radicalmente el modelo de reclutamiento del alumnado? El gran argumento a favor de la comprehensividad en una sociedad no igualitaria, en el mejor de los casos meritocrática, es que la selección temprana impide una asignación eficaz de las distintas personas a las posiciones sociales más relevantes, un despilfarro de las capacidades intelectuales del conjunto de la sociedad. Pero lo mismo puede argumentarse sobre la carrera docente: el carácter definitivo de la selección temprana impide que sea una selección adecuada, pues los talentos y las opciones digamos tardíos no tendrán una nueva oportunidad, mientras que las opciones y admisiones desacertadas serán irremediables. En realidad es imposible medir con un examen la idoneidad de un educador, pues lo más que aquél puede decir sobre éste es que reúne algunos de los requisitos necesarios; será en la práctica cuando se sepa si también reúne el resto (o si llega a reunirlos, o también si deja de reunir los que en su día reunió), pero el sistema funcionarial hace que esta comprobación resulte extemporánea e inútil (y el sistema de asignación de los interinos hace que nadie la tome en serio, ya que el profesor no seguirá ahí).
La debilidad del modelo funcionarial de selección y desarrollo profesional resulta mas grave y más patente a medida que crece el sistema educativo y que se vuelve más complejo e imprevisible el sistema social. El sólo aumento cuantitativo del sistema implica un fenómeno de tijera entre los costes crecientes del alumnado y los rendimientos decrecientes del profesorado. El alumnado se amplía recogiendo antes al conjunto de los niños (cuando están menos maduros para el salto a la escuela) y, sobre todo, reteniendo más tiempo a la mayoría de los adolescentes (cuando muchos de ellos se impacientan más con la institución y tienen mayores deseos de decirle adiós), a la vez que incorporando a sectores más y más renuentes a su escolarización (alumnos de medios marginales, de algunas minorías, objetores escolares, etc.), o sea, alumnos cada vez más difíciles. Por su parte, el profesorado, que antes crecía recogiendo ante todo a los antiguos alumnos modelo de las clases populares, aquellos que llegaron a adorar tanto la escuela que decidieron no salir de ella, se puebla cada vez más de quienes no acuden a la profesión de enseñante como primera sino como enésima o única opción (sobre todo si en verdad es una opción tan poco atractiva como muchos afirman) y de quienes lo hacen más por sus atractivas recompensas extrínsecas (salarios, horarios, vacaciones, estabilidad) que por su contenido intrínseco, cuyo lado más duro muchos apenas conocen o vienen ya dispuestos a evitar. En suma, los alumnos cada vez necesitan más, mientras que los profesores cada vez ofrecen menos, algo inscrito en la lógica de crecimiento de cualquier servicio público. Por otra parte, la preparación para un mundo más complejo e incierto que necesitan las nuevas generaciones, se compadece cada vez peor con la idea de una selección única e inicial (es decir, con la idea y la realidad de que, para entrar en esta profesión, se puede y debe aprender de una sola vez todo lo que es estrictamente necesario) y con el tipo de personalidades que atraerá una profesión que se proclama tan poco gratificante pero, eso sí, asociada a una condición tan estable y a resguardo de las turbulencias externas.
En definitiva, al modelo funcionarial le falta cualquier instrumento para incentivar eficazmente al profesorado más allá del primer acceso. Algo cuyos efectos se agravan a medida que las exigencias de una buena práctica profesional parecen mudar más frecuente y rápidamente. Por otra parte, niega al sistema y al centro los instrumentos para estimular la adaptación o la selección de los profesores en función del puesto de trabajo y genera la dinámica opuesta: la adaptación de los puestos en particular y del sistema en general a lo que sabe, puede y quiere hacer la plantilla realmente existente, como tan claramente se muestra en la degradación de tantos procesos de reforma e innovación. Pero no sólo tiene una fuerte inclinación a la ineficacia y la ineficiencia, sino que lleva inscrita en la frente la injusticia, pues castiga material y, sobre todo, moralmente a los buenos profesionales a verse alineados con los menos buenos y no recibir recompensa ni reconocimiento alguno por su buen trabajo.
Quisiera terminar, en fin, señalando un problema al que creo que ninguno de los dos informes presta la atención suficiente —quizá esta carencia parezca mayor por la excepcionalidad española—, aunque tampoco ninguno de los dos lo ignore. Me refiero a lo que se me antoja una atención muy insuficiente a las debilidades de la organización escolar como tal, es decir, del centro, con su escasa autonomía frente a la administración y su aún más escasa autoridad frente al profesor individual. La OCDE señala que “la escuela se está erigiendo en el elemento principal para mejorar el aprendizaje de los alumnos”, y Eurydice ofrece una elocuente comparación de las competencias de los centros y las prerrogativas de los directores, pero esto suena todavía a muy poco. En el encuentro entre la enorme diversidad del alumnado en el espacio y en el tiempo, que priva de sentido a cualquier intento de aplicar recetas generalizadas, y la creciente complejidad y multiplicidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje, que concita la concurrencia y exige la coordinación de múltiples educadores más o menos profesionalizados, el centro pasa a cobrar una importancia inusitada como nodo activador y encargado de dar sentido a la red de actores que acompañan las actividades del alumno e intervienen o interfieren en ellas, y esto se lleva mal con la impunidad, la inmunidad y la inanidad propiciadas por el profesionalismo imperante y con la inoperancia de las direcciones. La impotencia de la dirección es el reverso de la prepotencia de un sector del profesorado, y ése es el lado oscuro de la obviedad de que la escuela, en concreto la escuela estatal, no es una empresa: la imposibilidad de hacer valer un propósito común cuando no se cuenta con la aquiescencia de todos y cada uno de los participantes, algo estadísticamente improbable y, en cualquier otra organización, sencillamente innecesario.
Publicado en Revista de Educación 340
Hola:
ResponderEliminarTe encontré buscando sobre rendimientos decrecientes.
Muy interesante la exposición.
saludos.