En el inquietante panorama educativo del cambio de siglo, cuando el partido conservador en el gobierno de la nación amenazaba convertir el sistema escolar en un elemento más de dislocación de la sociedad combinando una reaccionaria vuelta a los fundamentos con una desafortunada política de dejar hacer a los centros (sobre todo privados) y de darwinismo social para los alumnos, la comunidad andaluza se convirtió (no en solitario pero sí con una continuidad y una solidez destacables) en un bastión de las políticas igualitarias y las prácticas innovadoras. Por fortuna, esa singularidad ha devenido innecesaria y la propuesta andaluza está hoy en clara sintonía con la música de la LOE. Una música tal vez poco apasionada, más barroca que romántica, pero definitivamente alejada de la fanfarria militar de la extinta LOCE, esa rapsodia de la desigualdad de la que escapamos por los pelos (una ley a la que podrían aplicarse de manera simultánea las dos mitades del sabio díctum de Groucho Marx: la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música).
En este contexto y tras ese recorrido no cabe sino saludar (aunque sea con cierto escepticismo objetivo, pero sin reservas subjetivas) la clara apuesta andaluza por valores como la igualdad, la convivencia y la ciudadanía. Para el que escribe, sin embargo, resultan de mayor interés otro ejes de la propuesta, en concreto la relevancia otorgada a la organización del centro, a la responsabilidad profesional y a las redes de cooperación territoriales. En estos terrenos, la propuesta apunta líneas de desarrollo prometedoras, poco exploradas hasta hoy, quizá más osadas que en el conjunto de la nación, pero también, he de decir, insuficientes en general y más aun en su propio contexto político territorial. De esto, precisamente, quiero tratar.
La primera ordenación sistemática del aparato educativo español, la Ley Moyano de 1857, duró hasta 1970; la Ley General de Educación, sustituida por el par LODE-LOGSE lo hizo hasta 1985-1990, según en qué parte nos fijemos; éstas, a su vez, aguantaron hasta 2002, en que fueron sustituidas por la LOE, la cual apenas tuvo, en la práctica, un par de años de existencia parcial, hasta 2005 —más o menos lo que otra efímera ley ya olvidada, la LOECE—; el principal partido de la oposición ya ha prometido, como ayer lo hiciera el hoy de gobierno, derogar la ley vigente tan pronto gane las elecciones. Esto plantea un claro problema de estabilidad en el creciente clamor por un pacto por la educación que dote de estabilidad y predecibilidad al sistema, pero no es de eso de lo que quiero ocuparme. Lo que quiero subrayar es que ese protagonismo de la alta política —de la política, en singular, la politics— nos ha ocultado su creciente irrelevancia frente a la política cotidiana —las políticas, en plural, las policies—. La pugna entre los partidos, lo mismo que los grandes debates sobre la educación o las incontables cartas de los profesores enfadados llenan las páginas de los periódicos, pero eso nos oculta que, al final, cuenta más lo que hace el centro que lo que dicen las autoridades.
Me atrevo a afirmar que el papel de las políticas educativas ha pasado por tres granes etapas: en la primera eran políticas puramente reactivas, reacciones frente a un problema dado (la reforma protestante, el conservadurismo eclesiástico, la fragmentación alemana, el atraso español…) [en realidad podríamos hablar también de una etapa cero en la que, simplemente, no había políticas educativas, sino que simplemente se dejaba a ésta existir y, sobre todo, no existir]; en la segunda, fueron grandes proyectos, políticas constructivistas, progresistas en el sentido ingenuo del término, que trataban de poner la educación al servicio de algún proyecto de futuro, fuera éste el desarrollo, la democracia, la mejora del género humano, la libertad, la soberanía nacional, el comunismo o cualquier otro; en la tercera, la que hoy vivimos cada vez con mayor claridad, no hay ya grandes proyectos de los que derivar una práctica profesional, válida urbi et orbi, sino un problema cada vez más claro de formular políticas concretas adaptadas a las coordenadas precisas de tiempo y lugar, hic et nunc.
Estamos precisamente en la transición de un momento en el que todo el mundo creía contar con la mejor fórmula para la educación, siendo sólo cuestión de tiempo que los demás reconocieran sus excelencias (cada uno tenía su idea y renegaba de las otras, pero eso no impedía la convicción de que ésa fuera la solución para todo), a otro marcado por el reconocimiento de que una educación eficaz (en un amplio sentido que significa también justa, igualitaria, capacitante…) requiere fórmulas distintas en diferentes momentos y lugares, lo que supone decir que requiere una capacidad de decisión y un conocimiento sobre el terreno que ninguna autoridad (ni experto, ni movimiento, ni organización…) puede tener ni ofrecer desde lejos. Y no porque les falte capacidad sino porque, en una situación diversa y cambiante, nada puede sustituir al conocimiento directo, incluso si a veces no es demasiado reflexivo. Esta nueva situación es resultado de la dispersión e intensificación del cambio social, que se torna mucho más rápido y ubicuo, y del advenimiento de la sociedad de la información, en la que el conocimiento deja de ser algo creado en unos pocos laboratorios y administrado por un aparato y una profesión delimitados (la escuela y el profesorado) para convertirse en algo emergente y presente por doquier, en múltiples contextos y redes sociales y, a lo que aquí nos interesa, en el entorno de los centros. Este tránsito es también, por cierto, no sólo el de la sociedad industrial a la del conocimiento, sino el de la sociedad nacional a la global (que, paradójicamente, intensifica la diversidad intranacional e intralocal), de las jerarquías a las redes, de la modernidad a la postmodernidad.
En estas circunstancias se produce un desplazamiento del eje de gravedad de las políticas educativas desde las autoridades administrativas hacia los centros de enseñanza (al mismo tiempo que, dicho sea de paso, del profesor individual al centro, al equipo, a la cooperación entre una multiplicidad de educadores). La consecuencia de ello es que se necesitan centros más fuertes, con una más clara unidad de propósito, que no sean simplemente una suma de profesores, y aquí es donde surge la primera debilidad tanto de la propuesta andaluza como de cualquier otra española actual. Hay, es verdad, un tímido reconocimiento de la importancia del proyecto educativo, de un nuevo papel para la dirección (que será también “pedagógica”), pero claramente insuficiente en relación con los graves problemas que aquejan a tantos centros educativos españoles en cuanto que organizaciones, particularmente públicos: proyectos puramente retóricos, direcciones inoperantes, claustros paralizantes, profesionales desmoralizados.
Es bueno también oír, o leer, sobre las redes de cooperación entre profesores de distintos centros y con las autoridades y los organismos educativos locales, mas buena parte de los recursos que los centros no tienen pero necesitan están no ya en otros centros, centros de recursos, etc., sino en el entorno y la comunidad a los que apenas ayer se consideraba desprovistos en términos lógicos, de conocimiento, a la espera de ser ilustrados, si es que no desasnados, por la escuela. La sociedad del conocimiento (y del cambio) es precisamente eso: que la escuela no puede prescindir de los recursos materiales, humanos y formativos de las familias, instituciones, empresas, asociaciones, grupos, etc. de su entorno. Las redes, pues, tienen que ser, además de redes profesionales, redes comunitarias y de aprendizaje, de cooperación con la comunidad y de coordinación del conjunto de actividades y experiencias formativas (escolares o no) del alumno fuera de la familia.
Por último, es saludable que se comprenda y asuma que la autonomía de centros y profesores debe tener corolario y contrapartida en su responsabilidad individual y colectiva. O sea, que hay que abordar la carrera docente y los sistemas de incentivos, aunque también aquí se echan de menos fórmulas más decididas. Si hay algo de cierto en la idea de que una escuela no es una empresa, mantra habitualmente agitado contra cualquier intento de evaluación o control, es que una está poblada de trabajadores básicamente heterónomos y otra de profesionales notablemente autónomos. La profesionalidad es ante todo autonomía en el proceso de trabajo, pero el corolario es que en las instituciones, a diferencia de las empresas, no es la organización la que da forma al individuo sino el individuo a la organización. Dicho un poco brutalmente, las escuelas son ante todo —aunque no sólo— lo que los profesores hacen de ellas. Conviene recordarlo especialmente en las CCAA menos desarrolladas, que no sólo lo son económica sino también social, política y culturalmente, lo que genera un desequilibrio entre una cultura democrática, una sociedad civil, una opinión pública y una autonomía ciudadana poco desarrolladas y unas corporaciones profesionales creadas, asentadas y hasta blindadas por anticipado al amparo y al ritmo de la expansión del Estado social, desequilibrio nada bueno para los servicios públicos.
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