Hace poco me invitaron al enésimo coloquio del gremio (los aprendices, esta vez) sobre La lengua de las mariposas, pero no fui. Es una película hermosa, un modelo de educador que ya quisiera ver extendido, mas ha devenido un icono al servicio del tópico de que la sociedad nunca ha correspondido a los afanes del maestro, aunque ayer de manera sangrienta y hoy prosaica. En su momento más dramático, don Gregorio (Cristo) es llevado al sacrificio a instancias de los caciques de siempre (los sacerdotes del Sanedrín), abandonado por el pueblo al que se entregó (los judíos) y negado por su discípulo Moncho (Pedro). Si no ocurrió ahí, lo haría ciertamente en otros sitios, pero el problema es su uso metonímico, como representación de la santidad y el sacrificio de todo el colectivo en la que se hace pasar la parte por el todo.
Mi abuelo Proceso Enguita era en 1936 uno de los dos maestros de una pequeña escuelita en Ceuta. Al poco de estallar la guerra fue acusado de quemar una bandera y un crucifijo. Lo arrestaron, le juzgaron sumarísimamente y fue condenado. No había hecho tal cosa sino todo lo contrario, pues era un republicano moderado y un cristiano devoto, casi beato. La bandera estaba en la vivienda y el crucifijo en manos de un cura que se prestó a declarar, pero cuando mi abuela adujo eso el juez militar le mandó callar y no interceptar la acción de la justicia; en privado añadió luego que mejor no remover el asunto, pues había alguien muy interesado en llevarlo al paredón y sólo la influencia de un benefactor anónimo iba a hacer que quedase protegido por una doble cadena perpetua hasta que pasara lo peor. Pasó más de cuatro años en el Monte Hacho y Santa María y once más de inhabilitación, y eso dejó en él marcas imborrables.
Luego se supo que el protector era un militar del servicio de información, al que creían simplemente un vecino, y, el persecutor, el otro maestro de la escuela, al que creía un compañero.
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