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8 jun 2018

Las tradiciones que nos oprimen


Mi colaboración en Cuadernos de Pedagogía 488

¿Por qué no hay avances visibles hacia un compromiso por la educación? Todos los actores políticos y sociales proclaman la necesidad de un pacto, pero en seguida salta a la vista la disparidad de interpretaciones tanto de forma como de contenido. En la forma, sobre si ha de ser de mínimos o de marco, nacional o en (o sin) tal o cual comunidad autónoma, político o social, de toda la sociedad o desde la ‘comunidad escolar’... Sobre el contenido saltan aquí y allá las llamadas líneas rojas: la asimilación lingüística, el 5-7% del PIB, la libertad de creación de centros, la defensa de la escuela pública, la escolarización mixta... Hay que reconocer a los diputados el esfuerzo de haber seguido las ochenta comparecencias que ellos mismos propusieron, pero, terminada esta fase de escuchar a agentes, expertos, etc., escenificación de la atención a la sociedad y al electorado, ha faltado tiempo para que encontrasen motivos por los que abandonar la Subcomisión las izquierdas (tanto el PSOE como Podemos-IU, etc.) y los nacionalistas (catalanes y vascos por igual) –la misma facilidad, por cierto, con la que el Partido Popular, hoy pactista, abandonó en 2010 la negociación en torno al pacto propuesto por el gobierno entonces socialista. El elemento común es que la voluntad de acuerdo es siempre poca, o demasiado vulnerable a otras consideraciones, en particular a los cálculos electorales.
Hace ya año y medio publiqué una serie de siete artículos sobre los grandes componentes que debería un pacto: institucionalidad concertada (titularidad de los centros), laicidad ecuménica (enseñanza y religión), ciudadanía plurinacional (lenguas vehiculares), comprehensividad excepcionable, crecimiento sostenible, autonomía transparente y responsable y la profesión docente. Mi argumento era y es que en todos esos puntos ni hay, a día de hoy, ni va a haber, hasta donde la vista alcanza, elementos suficientes de coincidencia, por lo cual no hemos de buscar unos mínimos comunes ni tratar estérilmente de persuadir al otro mientras el calendario corre, a la espera de que una u otra parte se imponga, sino acordar un escenario compartido y unas reglas del juego tales que, sobre el primero y bajo las segundas, puedan continuar el diálogo y el debate y puedan concurrir (en el doble sentido de la palabra: correr juntos y competir entre sí) las distintas opciones, pero con un horizonte razonablemente previsible que permita trabajar a largo plazo y sin enfrentamientos cuya intensidad impida hacerlo a corto. Lo cual implica, para todos, estar dispuestos a hacer concesiones pragmáticas (que no es lo mismo que renuncias programáticas) en cada una de esas coordenadas de manera tal que el diálogo, el debate y la competencia entre sus distintos modelos sigan su curso en y ante la sociedad, quizá modificando a medio o largo plazo la opinión pública pero sin enrarecer, sofocar ni mucho menos crispar ni la cotidianeidad de la vida escolar ni las condiciones de decisión e implementación de las políticas educativas. Esto requiere, a mi juicio, la confluencia de los actores principales en tres grandes esfuerzos.
Resultado de imagen de Cuadernos de Pedagogía 488Dejar atrás la polarización política
Tres de las líneas de fractura habituales en el debate escolar hunden sus raíces en viejas divisiones políticas, casi cabría decir en las dos Españas. Me refiero a la titularidad de los centros, entreverada con su financiación, a su (a)confesionalidad y a la cuestión lingüística. Para la discusión sustantiva de cada una de ellas remito a los artículos antes mencionados, pero quiero señalar aquí que las dos primeras cuestiones se plantean a menudo en términos que no corresponden ya a la realidad de nuestros días y, la tercera, en términos que no lo hacen a las preocupaciones reales de la sociedad.
La defensa de la escuela privada tiene su principal argumento manifiesto en la protección contra el totalitarismo de Estado y la defensa de la prioridad educativa de la familia, por un lado, y el principal motivo latente en la pretendida superior calidad educativa y social de sus centros. Pero no sólo ha quedado hoy muy atrás el totalitarismo sino que tanto el Estado como la propia familia, a la vez que la escuela, tendrían ya harto difícil monopolizar la socialización de la infancia en el contexto de la sociedad de la información, que es el de la elevada porosidad de la ciudad, la pluralidad de los medios de comunicación de masas y la ingobernabilidad de las redes virtuales; influir en la educación de los menores no puede ya basarse en el aislamiento ni en la evitación. En cuanto a la calidad, la generalidad de los centros públicos son ya lo bastante buenos y la mayoría de los privados son también lo bastante interclasistas como para que las diferencias medias o de conjunto entre ambas redes sean muy inferiores a las que se encuentran dentro de cada red, como muestran todos los indicadores, de manera que la bondad o calidad es más cuestión de los centros uno a uno, de sus características específicas individuales que de su pertenencia a la red pública o la privada. Del otro lado, el gran argumento en defensa de la escuela pública ha sido siempre la igualdad (y la laicidad, que trataré enseguida), pero está claro que las diferencias entre centros públicos son también muy notables, que diversas tendencias y políticas (como la diferenciación residencial o el bilingüismo) las pueden agudizar aun más y que, en todo caso, su incapacidad mostrada para compensar las desigualdades de clase y étnicas entre los alumnos individuales, por ejemplo en términos de repetición, fracaso o abandono, viene siendo igual o superior a la de la escuela privada. En otras palabras, con escandalosas tasas de repetición (que se sabe inútil y contraproducente), fracaso (en gran medida descalificación derivada de cierta cultura de la evaluación) y abandono (en su mayor parte exclusión debida a una ordenación disfuncional), las más elevadas de nuestro entorno internacional, la escuela pública ha defraudado en buena medida las expectativas que pudo alimentar en los años de mayor desarrollo económico y la transición política.
La divisoria laicidad/confesionalidad es otra fractura clásica en la que algunas líneas han devenido más borrosas de lo que se suponía. Los centros de origen religioso se distribuyen hoy en un amplio continuo que va desde una fuerte confesionalidad con rasgos ultramontanos, más bien ya escasa, hasta una leve pátina apenas simbólica, sin contar algunos que se han independizado de la matriz y convertido en referentes de la educación inclusiva. Los centros públicos, por su parte, son territorio libre de confesionalidad pero no así de la política, en especial de las ideologías nacionalistas. Conviene no olvidar que el valor de la laicidad escolar está en su separación no sólo de la religión sino también de la política como política de parte o partidista. Jules Ferry lo expresó con claridad: "El maestro en la escuela, el cura en la parroquia y el político en el Ayuntamiento", pero aquí hay demasiada tendencia a instrumentalizar la escuela para construir identidades diferenciadas, demasiado educador-redentor e incluso, en los pequeños municipios, demasiada puerta giratoria entre escuela y ayuntamiento. Quizá ayudaría ser capaces de distinguir con claridad entre las dos grandes funciones directas de la escuela, a saber, la enseñanza y el cuidado, pues cabe reclamar la laicidad más estricta para la primera, excluyendo de ella cualquier enseñanza religiosa, mientras que no habría necesidad alguna de ir más allá de la neutralidad en el segundo, que bien puede albergarla como opción voluntaria de las familias y sin interferencias ni efectos académicos para los alumnos.
El caso de la lengua, en concreto de la coexistencia de las lenguas cooficiales en los territorios que comparten, es algo diferente y, aunque cada territorio es a su vez un caso distinto, no falta cierta línea común. La tónica es que la lengua de todos (el español), goce de una hegemonía blanda propiciada (hoy) por hecho mismo de serlo y por los medios de comunicación de masas, mientras que la lengua privativa intenta –o, más exactamente, lo intentan los partidos nacionalistas y algunos sectores profesionales, o subgrupos de los mismos, fuertemente interesados en ello, tales como profesores, filólogos y una densa nube de sociedad civil subvencionada– una hegemonía dura a través del monopolio de la esfera pública (la enseñanza, sobre todo, pero también la toponimia, las comunicaciones administrativas, los medios públicos o incluso la rotulación pública y privada en la calle). En este punto, la hegemonía de la lengua común, no por blanda menos real, puede ser contrapesada con un trato privilegiado en la enseñanza para las lenguas específicas, desde las proporciones de uso en los territorios bilingües hasta su oferta generalizada (bien podría serlo blended) en el resto del territorio nacional, pero en ningún caso hasta el punto de la exclusión de la lengua de todos, el español, como lengua vehicular de la enseñanza.
Superar los reflejos corporativos
Otros tres grandes problemas que reclaman un compromiso son, en realidad, conflictos o focos de tensión entre la sociedad y el profesorado. Muchos lo negarán en redondo y a todos les costará admitirlo, pues las profesiones siempre alegan poner los intereses de la sociedad, o de la clientela, por encima de los propios –alegato que es especialmente intenso entre el profesorado, para el cual el interés sagrado del niño y el interés propio son casi una misma cosa–, pero así es en el caso de la financiación, la autonomía y la carrera profesional.
El tema más recurrente es la financiación. Hay hoy sobrados motivos para ello, a partir de los recortes que han jalonado la década, pero solo un desmemoriado podría olvidar que siempre ha sido motivo de descontento, y solo un iluso puede pensar que alguna vez estarán satisfechas las pretensiones de todos. Un acuerdo sostenible traerá sin duda un aumento del gasto, aunque solo fuera para la recuperación de los recursos y servicios recientemente diezmados, pero también para la mejora y la innovación y para la estabilización de una proporción mayor del profesorado. No se trata de tener más profesores, mejor pagados y con menos horas ni, en general, simplemente de obtener más de lo mismo, sino también o incluso más de aumentar la productividad del sistema y de sus recursos humanos y materiales mejorando su alineamiento, su organización y su uso. Las organizaciones del profesorado en general, y no poca sabiduría convencional fuera de ellas pero en sintonía, llevan decenios aferradas a la idea de que la eficacia está reñida con la eficiencia, de que la única manera de mejorar resultados (en términos de competencias medidas, éxito académico, idoneidad o permanencia en las aulas, aunque se entenderá mejor si decimos progresar en las evaluaciones diagnósticas o reducir la repetición, el fracaso y el abandono) es reducir ratios, recortar horarios, elevar salarios, adelantar jubilaciones, etc., algo que, en principio, desafía a toda lógica. Pero sabemos que hay múltiples vías, a través de la reorganización de los procesos de aprendizaje (vulgo innovación), tanto más si se sabe emplear los recursos que ofrece la tecnología (vulgo digitalizalización), para elevar eficacia y eficiencia a la vez, mejorar y transformar la escuela.
No menos problemática es la autonomía. De un lado se constata que la mejora y la innovación requieren conocer, indagar, aprender, decidir y actuar sobre el terreno, a la vez que coordinar la acción de equipos de profesores y otros educadores y profesionales implicados, así como la colaboración y participación de la comunidad, lo que implica una amplia  autonomía de los centros. Pero el reverso de la autonomía ha de ser en todo caso la transparencia vertical y horizontal, hacia autoridades, público y otros centros y, donde y cuando corresponda, la (auto)evaluación y rendición de cuentas, un corolario casi inevitable que explica la reticencia entre muchos profesores a asumirla de hecho y de derecho. Y no es menos cierto que de poco servirá la autonomía del centro si luego se disuelve en una autonomía fragmentaria del profesor en el aula, sino que requiere capacidad de coordinación y, por tanto, de dirección y gestión de proyectos. El librillo de cada docente no puede ni debe sustitiur al proyecto de centro.
Resultado de imagen de peace agreementPor último, y sin necesidad de suscribir las habituales leyendas urbanas sobre los bajos salarios, largos horarios, duras condiciones de trabajo, falta de reconocimiento social, etc. del profesorado, se puede apostar por que una mejora de esos parámetros ayudaría a mejorar y transformar la educación… si, y sólo si, fuera parte de una reforma del conjunto de la carrera docente que incluyera el reforzamiento de la formación inicial y del proceso de iniciación, incluida la selección en ambos, la formación continua y el aprendizaje colaborativo sobre el terreno, así como un elenco de incentivos (no necesariamente o no solo económicos) que ayudase a mantener la motivación a lo largo de toda la carrera y a reforzar los puntos débiles de la institución. Pero todas las medidas en este sentido, el de una mejor regulación de la carrera profesional, han venido a chocar, una y otra vez, con la incapacidad de la profesión para hacerlo por sí misma y su capacidad para impedir que fuese hecho desde fuera.
En estos tres últimos ámbitos, lo que encontramos siempre es la oposición de las organizaciones a distintas reformas desde el supuesto de que sólo perjudicarían al profesorado, o incluso al sistema educativo (aunque este último tipo de argumento rara vez vaya más allá de una invocación ritual). Pero no es así: los profesores también ganarían, y mucho, con la mejora de la eficacia a través de la eficiencia, la autonomía transparente de los centros y una regulación más exigente,  justa y estimulante de su carrera profesional. La cuestión es encontrar, precisar y acordar, en cada uno de los terrenos mencionados, los términos de un acuerdo a largo plazo en el que todos ganen, win-win, en el que tanto el profesorado como la sociedad aporten y obtengan, ambos, más por más.
Cambiar la cultura sobre el éxito escolar
El último elemento a considerar es la ordenación del sistema educativo y, más en concreto, de la enseñanza secundaria –o la comprehensividad del sistema. La educación en España ha tenido tradicionalmente una orientación dualista y excluyente. Incluso cuando las leyes de 1970 y 1990 ampliaron sustancialmente el tronco común, en dos años cada una, avanzando así hacia la comprehensividad, se daba por sentado, y así fue, que quien no alcanzase cierto nivel académico en un currículum muy academicista podría y debería ser marcado (certificado en vez de graduado) y relegado al basurero del sistema (la FP1 en la LGE) o sencillamente expulsado (sin permanencia posible en la LOGSE). Resulta paradójico constatar que la LGE descalificaba la FP1 pero, al menos, ofrecía continuidad a todos, mientras que la LOGSE se propuso dignificarla y acabó por situarla fuera del alcance de muchos que tampoco podrían estudiar bachiller. Mientras tanto, con los dos sistemas por igual (como seguramente lo habría hecho con cualquier otro) las tasas de fracaso, dejadas a la dinámica de un profesorado que siempre ha sido el único evaluador antes de la spruebas universitarias (es decir, en ausencia de la alarma socialque precede a las reformas y las prepara), tienden siempre a la constante macabra: un tercio, porque, en realidad, no dependen sino de una cultura que está profundamente arraigada en la profesión, y extendida a buena parte de la sociedad, según la cual no todos valen para estudiar. 
Se trata siempre de una misma cuestión, aunque discurre por distintas dimensiones: la repetición de curso, el fracaso al término del tronco común, la disyuntiva entre bifurcación y comprehensividad, entre segregar e integrar, entre meritocracia igualdad, entre la tradición de secundaria y la de primaria. España optó por la comprehensividad, y no debería haber en eso vuelta atrás, pero proclamar el deseo de que todos los alumnos terminen con éxito y con resultados equiparables la enseñanza obligatoria es una cosa, conseguirlo es otra (ya no tan fácil) y proclamarlo y mirar hacia otro lado mientras una proporción nada desdeñable del alumnado, en particular de minorías étnicas, abandona la escuela sin siquiera llegar al final de la enseñanza obligatoria es todavía otra (ya no tan loable). Aquí no se precisa ya un compromiso entre colectivos, ni entre ideologías políticas, aunque tanto en unos como en otras se den inclinaciones en uno u otro sentido, sino un compromiso entre lo deseable y lo posible, entre la retórica y la realidad.
“La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, escribió una vez Karl Marx. Se refería a otra cosa, por supuesto, pero bien podría aplicarse hoy a nuestra incapacidad de despegarnos del pasado para acordar las bases del futuro de la educación.

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