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13 jun 2018

Hay que sustituir el aula convencional por la “hiperaula”: más grande, más flexible, más abierta, más tecnológica, más acogedora


Entre escuela y aula, ¿por qué más escuela y menos aula? ¿Qué es lo que sobre todo propone o denuncia?

La escuela puede (y debe) ser un buen ecosistema para el aprendizaje si los educadores saben actuar como diseñadores de procesos y entornos, con estudiantes que aprenden mejor en colaboración y con objetivos relev
antes, con el apoyo de una tecnología que ya es altamente interactiva, y si se establece una relación fructífera con la comunidad. Pero el aula convencional, el aula-huevera, con un predicador/demostrador en la tarima, es ya cosa del pasado, que incluso sobrevive al taller industrial y al templo en los que se inspiró. El aula convencional es estrictamente decimonónica, no es solo una metáfora. Pero no propongo reducir u olvidar el aula, sino sustituirla por lo que llamo la hiperaula: más grande, más flexible, más móvil, más abierta, más tecnológica, más colaborativa, más acogedora, más cercana a la scholé original… Lo explico en un capítulo del libro y estoy tratando de ampliarlo en mi web, www.enguita.info.

¿Falla el diseño de la Escuela o lo que se hace dentro de ella?

Falla, sobre todo, la enseñanza de talla única, la imposición a todos de qué, cómo, cuánto, cuándo y a qué ritmo aprender. Podríamos parafrasear a Lincoln: Se puede en(j)aular a todos algún tiempo y a algunos todo el tiempo, pero no a todos todo el tiempo. Es un desastre, herencia de cuando para la mayoría el objetivo se limitaba a las primeras letras y, para una minoría, la finalidad última era llegar a cura, militar o burócrata.

¿Qué parte de los supuestos motivos de la existencia de la obligatoriedad escolar no cumple hoy el sistema existente?

En los países desarrollados, al menos, el trabajo infantil es ya un riesgo marginal, controlable por otros medios, y el docente ha dejado de aventajar culturalmente a la mitad de las familias. No obstante, la escuela sigue siendo la mejor opción para las cosas básicas que hay que ofrecer a los menores: cuidado y educación por parte de los adultos, la compañía de sus iguales y un entorno material estimulante.

¿Se enseña bien? ¿Basta con enseñar sin educar?

La pregunta que debe
mos hacernos es otra: ¿se aprende bien? ¿Qué parte del aprendizaje requiere el concurso de la educación? ¿Qué parte de la educación tiene su mejor escenario en la escuela? ¿Qué parte de la actividad escolar debe consistir en enseñanza? Y, entonces, sí: ¿cómo y cuánto sirve o ayuda la enseñanza al aprendizaje?

¿En qué consiste una buena escuela hoy? ¿Qué es imprescindible que haga o tenga? Antes no era igual, pero ahora ¿son lo mismo escuela y colegio?

Es imprescindible que tenga un proyecto compartido, que sea algo más que una suma de profesores de calidad variable. Un proyecto que tenga en cuenta las necesidades y capacidades de sus estudiantes, del profesorado y del centro, así como del entorno territorial y virtual.
Antes, mucho antes, estaban, por un lado, las escuelas de primeras letras, las petites écoles, Volkschulen, etc.; y, por otro, los institutos, liceos, Gymnasia, grammar schools…: dos mundos enteramente separados, en buena medida opuestos, los de la instrucción (poca, para la mayoría) y la enseñanza (mucha, para una minoría). La universalización y la comprehensivización las fundieron formalmente, convirtiéndolas en etapas sucesivas, pero se trata de un encaje todavía no cerrado. La disyuntiva Logse/Lomce, de hecho, gira todavía en torno a ello, al tránsito (cómo y quién) de Primaria a Secundaria. Por desdicha, además, la separación física de Primaria y Secundaria se hizo aquí, en la enseñanza pública, con escaso criterio, o sin más criterio que el del ladrillo; la privada, en cambio, ha sabido mantener la gran mayoría de sus colegios completos, con todas las etapas.

¿Qué razones internas suelen hacer poco atractivas y productivas hoy las aulas?

El aula convencional sigue el modelo de un tiempo en que el maestro era el único poseedor de una información que debía transmitir al alumnado. En realidad, era el único poseedor de un libro que les leía: de ahí la lección. Cuando los libros llegaron a los hogares, la escuela los domesticó en la figura de libro de texto, como luego hizo con la televisión en forma de televisión instructiva o de vídeo educativo, y como ha intentando con el mundo digital en forma de la PDI, el aula inteligente o el LMS/EVA (eso en lo que el profesor controla todo lo que ve o hace el alumno). Pero esta vez no será posible, porque el entorno digital lo invade todo; porque, como el agua, se abre paso en cualquier vacío y porque, a diferencia de como era ante el medio impreso, muchos estudiantes dominan el medio digital mejor que sus docentes.

¿Lo que un crío hace hoy ordinariamente en el aula es significativo para su vida? Cuando “fracasa”, ¿”fracasa” el sistema escolar o es el solo quien “fracasa”?

Buena parte de lo que hace es irrelevante, es “para cuando sea mayor”, algo que “un día le será útil”, lo cual mata la motivación de la mayoría, sobre todo de los que tienen menos claro su futuro o, si lo tienen, no ven esa relación. El fracaso es dual: del sistema, que prometió éxito para todos (¿quién anticipaba, en tiempos de la experimentación de la reforma de las enseñanzas medias, o de la implantación de la Logse, que se llegaría a descalificar a tres de cada diez estudiantes de la ESO, como así era hace una década?); pero también del alumno si lo intenta y no lo consigue, y en todo caso porque lo vive como un fallo o una incapacidad personal más o menos inesperada o asumida.

Seguramente hay resistencias. En primer lugar, la institución que es vieja y se repite a sí misma y sus orígenes. ¿Por qué no se adapta mejor a los escolares y sus necesidades actuales?

Una institución es un tipo especial de organización. Entre sus características está el peso esencial de alguna profesión: los diplomáticos en las embajadas, los médicos en los hospitales… o los profesores en la escuela. El principal factor de inercia, aunque no el único, es la profesión. No cada profesional individual, sino la profesión como colectivo: el todo nunca se reduce a la suma de las partes. Por otro lado, hemos configurado unas condiciones de trabajo para el profesorado, en particular tal grado de autonomía en la utilización (o no) del tiempo de trabajo (jornada, horarios, calendario o prejubilación) que me temo que hayamos dado con la constelación inadecuada de incentivos, una que atrae a demasiada gente que busca una vida tranquila… aunque luego se lleve una sorpresa.

¿Son resistentes los docentes a ser mejores educadores?

Creo que la mayoría aspiran con todo su ser a ser buenos educadores, pero eso no basta. Es responsabilidad de las administraciones crear las condiciones para que las aspiraciones individuales se traduzcan en éxitos colectivos, aunque algunas medidas puedan encontrar oposición o incluso ser dolorosas.

¿Por qué no es difícil encontrar buenos profesores y, sin embargo, no es nada fácil encontrar buenas estructuras escolares funcionando bien?

Lo he dicho: porque el todo no se reduce a la suma de las partes… y porque puede, con facilidad, ser inferior a ella. La organización, la escuela (colegio, instituto o lo que sea), representa un nivel cualitativamente distinto. Lo que he llamado el “error McKinsey”, que ya se ha convertido en un meme, afirma que el techo de un sistema educativo viene dado por la calidad de su profesorado. No es cierto: la calidad del profesorado es el suelo del sistema, el mínimo sobre el que hay que construir. La tarea de la política educativa es lograr una regulación en la que los centros produzcan sinergias y
generen emergentes que vayan más allá de la suma de individuos que los forman.

¿Tiene el profesorado autonomía suficiente para dar un vuelco a sus centros? ¿Qué papel pueden hacer estos y qué más hace falta para que sea factible?

Tiene autonomía suficiente para impedir ese vuelco. La calidad de la educación se juega hoy en el nivel meso, que es el de los centros y, un poco por debajo, los equipos de trabajo y, un poco por encima, las redes de centros y comunitarias. En conjunto, los centros tienen más autonomía de la que habitualmente ejercen (aunque algunas iniciativas puedan chocar con la norma o con la inspección), pero el problema es que un docente individual tiene autonomía suficiente como para desvincularse de cualquier proyecto de centro, incluso para boicotearlo si se empeña. Esto sería irrelevante si la educación de un estudiante dependiera en exclusiva de un docente, pero ya hace mucho que dejó de ser así. Necesitamos mejores proyectos, direcciones con más competencias y educadores comprometidos con su centro como un todo. La diferencia en este terreno está dando hoy a la enseñanza privada y concertada una notable ventaja sobre la pública.

¿Los que forman a los profesores son reacios a que los profesores y maestros enseñen bien?

El docente debe definitivamente pasar de enseñante, de transmisor o predicador, a diseñador, a curador. Los formadores de los formadores, entre los que me cuento, debemos cambiar el chip, lo mismo que los demás. Desafortunadamente, la Universidad es todavía más individualista y fragmentaria que la enseñanza no universitaria, con lo cual se da la paradoja de que la innovación individual es más fácil, pero el cambio de conjunto en la formación del profesorado es más difícil. El drama es que la innovación individual está condenada a un alcance cada vez más limitado. Creo que la investigación universitaria aporta muchas claves, pero la práctica docente más bien pocas.

¿Y lo que demandan preferentemente las familias? ¿Por qué crece la oferta de la escuela privada y concertada?

Hay un motivo obvio, en el que todos coincidimos: las buenas compañías, la white flight, la huida de los alumnos problemáticos, de los centros gueto, etc. Pero esto no debe convertirse en una excusa jaculatoria, porque hay otros motivos no menos importantes. Primero, la gente huye cuando cree que le toca ya más que su cuota-parte, como se decía antes. Mucha gente acepta y quiere que su escuela sea diversa; pero, si cree que carga en exceso con la diversidad, pues dice ¡basta!, así como quien ve a sus vecinos dejar de pagar impuestos se pregunta por qué seguir pagándolos. Además, hay otros motivos, como que privada y concertada asumen una responsabilidad sin condiciones por el cuidado de los estudiantes, mientras que la pública la rehúye; que la pública jadea por la jornada matinal (eufemismo: continua), pero la privada no; que la privada promete siempre una educación integral, mientras el profesorado de la pública suele reivindicar limitarse a su papel de enseñante; que la privada tiene que vender y, por tanto, explicarse, mientras que la pública remite a la legislación vigente y es bastante opaca, etc. Y, por supuesto, hay administraciones que promueven la privada, pero también las hay que promueven la pública.

¿Cómo ve el futuro de la escuela pública y sus aulas?

La proporción pública/privada viene siendo, desde la transición a la democracia, de dos tercios/un tercio, pero la estabilidad de los stocks no debe ocultarnos la agitación en los flujos: la clase media urbana, acomodada y educada, ha venido abandonando la pública, que ha mantenido las cifras con la universalización del acceso de los sectores sociales que antes no lo tenían. Ahora, y en los próximos años, la pública, que debería poder beneficiarse de la ventaja de una distribución homogénea y funcional en el territorio, va a competir en desventaja con la privada, y más aún con la concertada, por la vaciedad de muchos de sus proyectos y la debilidad, casi sin excepción, de sus direcciones (es decir, porque muchos centros son poco más que sumas de profesores). Y es que, en la revolución digital que vivimos, la escala es importante, concretamente la capacidad de responder, no a escala del aula, sino de centro e incluso más, de redes de centros. Guste o no, lo estamos viviendo ya: la innovación de mayor alcance está ahora en la privada.

¿Cabe achacar a las administraciones responsabilidad en la dejación rutinaria que a menudo se ve, sobre todo en cuestiones organizativas de los centros?

Desde luego. Las administraciones temen al profesorado porque, aunque no sea ya una fuerza de cambio, sí que lo es, y mucho, a la hora de la resistencia. Fíjate en que el ministro de Educación siempre es el primer defenestrado en cualquier gobierno: Maravall, Aguirre, Wert…, y se podría hacer también una lista de consejeros. La consecuencia es que se convierte en una máxima de prudencia, o de supervivencia, dejar la situación pudrirse.

Puede que todo sea un puro teatro, pero se habla de pactos y poco de la escuela. Desde la perspectiva de tu libro, ¿qué tres elementos principales destacarías a pactar, promover o desarrollar inevitablemente para que el sistema educativo funcionara mejor?

El problema del pacto es que nadie lo quiere y, menos que nadie, las organizaciones de la llamada comunidad educativa, que no se cansan de repetir sus reivindicaciones absolutas (libertad de elección sin restricciones, supresión de los conciertos, reducir y reducir las ratios, etc.). Entre los políticos, por el contrario, vende la idea de pactar lo aparentemente menos conflictivo. Creo que hay un malentendido profundo sobre el pacto que la educación necesita. No se trata de pactar lo que nos une (más recursos, menos fracaso o abandono, más inglés, etc.), sino justamente de pactar sobre lo que nos separa, de pacificar la educación y acordar unas reglas sobre cómo debatir y competir en aquello que tradicionalmente ha dividido a la sociedad, los partidos y los colectivos implicados. Hice una propuesta, que sería muy largo explicar aquí, en una serie de tribunas en Diario de la Educación y en mi comparecencia en la subcomisión del Congreso de los Diputados.

¿Tocaría el artículo 27 de la Constitución, para que hubiera más escuela y menos aula?

Podría hacer diez enmiendas, tantas como apartados tiene, empujándolo hacia la izquierda, pero creo que no se trata de eso. Tal como está escrito, el propio artículo 27 deja todavía mucho espacio para el acuerdo. La Constitución debe gozar de un amplio consenso, un consenso entrecruzado entre visiones políticas y constelaciones de valores distintas. En España, desde la transición a la democracia, estas visiones se han movido poco, por lo que cualquier intento de cambiarlo con una mayoría aritmética sería un error.

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