19 mar 2024

Perder el miedo a la IA Generativa

Publicado originalmente en CdP 549, ene/24

Como ya había sucedido con cada oleada de transformación digital (la ofimática, la internet, los dispositivos personales, la nube…), la llegada de la inteligencia artificial (IA), o más exactamente de la IA generativa (IAG), provoca reacciones encontradas en el ámbito de la educación, particularmente entre el profesorado. Los docentes la usan cada vez más en la trastienda, en el back office de su trabajo (y en otros aspectos de su vida), pero la mayoría son todavía reticentes a hacerlo con los alumnos, o a que lo hagan ellos mismos; algunos se aventuran a innovaciones en la enseñanza y se abren a ellas en el aprendizaje, pero son más los que se resisten o, al menos, prefieren esperar como late adopters y dejar que corran primero el riesgo los early adopters, se resisten cuanto pueden o incluso previenen contra toda suerte de peligros sn contrapeso en ventaja u oportunidad algunas.

En particular, flota en el ambiente el miedo a la sustitución de humanos por robots, a pesar de que no hay la más mínima noticia de algoritmo ni robot alguno que haya sustituido a un docente, ni de planes al respecto. Por lo demás, cualquier docente está más que satisfecho de conducir automóviles, utilizar teléfonos móviles o recibir en casa productos al por menor, por precios cada vez más bajos o con calidades cada vez más altas, porque su producción ha sido en gran medida automatizada). Hay que decir, no obstante, que el motivo para no sustituir profesores por robots y algoritmos no es, no puede y no debe ser otro que la superioridad de los primeros sobre los segundos: por mucho que la sociedad aprecie a los profesores (y lo hace, en contra del tópico), no se institucionaliza y retiene a los alumnos para darles empleo, sino al revés, se emplea a los primeros para educar a los segundos, para apoyar su aprendizaje.

Como ya había sucedido con cada oleada de transformación digital (la ofimática, la internet, los dispositivos personales, la nube…), la llegada de la inteligencia artificial (IA), o más exactamente de la IA generativa (IAG), provoca reacciones encontradas en el ámbito de la educación, particularmente entre el profesorado. Los docentes la usan cada vez más en la trastienda, en el back office de su trabajo (y en otros aspectos de su vida), pero la mayoría son todavía reticentes a hacerlo con los alumnos, o a que lo hagan ellos mismos; algunos se aventuran a innovaciones en la enseñanza y se abren a ellas en el aprendizaje, pero son más los que se resisten o, al menos, prefieren esperar como late adopters y dejar que corran primero el riesgo los early adopters, se resisten cuanto pueden o incluso previenen contra toda suerte de peligros sn contrapeso en ventaja u oportunidad algunas.

Pero ni el ordenador (antaño llamado cerebro electrónico) ni la IAG han sido concebidos para sustituir al profesor ni, en principio, a ningún profesional. Algoritmos (que procesan información) y robots (que manipulan cosas físicas) pueden asumir tareas rutinarias, normalizadas, pero no todas las tareas; no por coincidencia, pueden asumir las tareas que el profesional considera habitualmente una carga inevitable, o que incluso no puede asumir por serlo en demasía. JCR Licklider, quien jugó un papel esencial en el impulso a la investigación sobre ordenadores interactivos (es decir, con pantalla, altavoces, teclado, puntero, etc., en vez de los que deglutían fichas de cartulina y vomitaban sábanas de papel de un día para otro), conectados (entre sí) y casi personales (terminales en la oficina o en casa), siempre tuvo claro que el objetivo era una simbiosis hombre-ordenador (título de su trabajo más conocido), desde sus primeros proyectos en el ámbito (la información en tiempo real para el control de radares antimisiles y la eventual respuesta, que por motivos obvios no podía dejarse a las máquinas, pero sí beneficiarse de su velocidad de procesamiento y comunicación), hasta la creación de las redes de investigadores que, en Silicon Valley y Boston ante todo, sentarían las bases de la transformación digital. D. Engelbart, quien en 1968 presentaba lo que se ha llamado la madre de todas las demos –que mostró por vez primera el ratón, el hipertexto, la videoconferencia, el editor de texto en tiempo real y otras innovaciones que hoy forman la columna vertebral del ecosistema digital–, encabezaba el grupo dedicado a lo que dio título a su escrito más conocido: “Aumentar el intelecto humano” (o inteligencia aumentada, expresión más común).

Cumple señalar que la insistencia en la colaboración humano-máquina no se debe simplemente a que solo el primero pueda ser un sujeto moral (la moral también puede inscribirse en los algoritmos), etc., sino, sobre todo, a que el primero posee y usa una inteligencia que, para el segundo, no está hoy siquiera en el horizonte, por mucho entusiasmo que se ponga en la llegada de la inteligencia artificial general, por no hablar ya del terror ante una superinteligencia. Los logros de la IAG, en particular de los modelos grandes o masivos de lenguaje (MML) y la IA conversacional, son impresionantes, pero sus debilidades y sus fiascos también lo son. Esto solo viene a reafirmar lo que se conoce como la paradoja de Moravec, que viene a decir que para un ordenador (léase algoritmo, robot, IA) es fácil lo que es difícil para un humano (esa capa de razonamiento que es nueva en nuestra evolución), pero es difícil lo que es fácil para éste (en particular, la percepción motriz y sensorial); por eso, por ejemplo, un MML necesita miles de imágenes para distinguir gatos de perros, mientras que a un bebé le basta con dos o tres de cada. Añádase que los humanos no necesitamos recurrir a una combinatoria ilimitada para razonar, sino que podemos servirnos de procedimientos heurísticos que abarcan menos pero rinden más, con resultados no siempre exactos pero sí lo bastante buenos. Vale decir que los algoritmos rinden más ante los problemas complicados, que cuesta mucho resolver pero se hace para siempre, pero los humanos lo hacemos mejor con los problemas complejos, que han de resolverse con incertidumbre y en cada nueva ocasión.

Más allá o más acá de la enseñanza, la escuela tiene una incuestionable función de cuidado, desde la simple custodia al fomento del mayor desarrollo multilateral, que resulta impensable delegar en mecanismos. Pero, al mismo tiempo, la IA nos ofrecen ya actuar en muchos aspectos como un tutor individual (y un agente) para el alumno y como un agente (y un tutor) para el profesor. Para el alumno, porque ofrece la posibilidad de acompañarlo, ayudarle y guiarlo en multitud de actividades de aprendizaje, desde la lectura más elemental a la resolución de problemas avanzados, el desarrollo de proyectos o la elaboración de ensayos de manera fundamentada. Piénsese que ya hoy multitud de aplicaciones que pueden tutorizar al que aprende en diversos ámbitos y niveles, ajustándose a sus fortalezas y debilidades, ofreciéndoles siempre más pero pudiendo también partir de menos, en una interacción sin limites temporales ni espaciales; piénsese y compárese con los escasos minutos semanales que puede llegar a obtener un alumno individual de su profesor, mas allá de la atención colectiva, y lo poco que aumentarían estos aun si se atendiese a las más enloquecidas demandas de bajar las ratios. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad la educación fue apenas conversacional, desde los cuentos a la sombra del baobab o al calor de la hoguera, pasando por los diálogos socráticos o los dichos, parábolas, analectas, paradojas, sutras, versículos y otros elementos de las enseñanzas de los grandes maestros, que en la forma no serían distintos de los de los pequeños, los ancianos o, simplemente, los adultos. La escritura, como bien señalara Sócrates, rompió esa conversación, y la imprenta la convirtió en lección, en un discurso normalizado por un maestro también normalizado (fue el precio creciente de generalizar la educación no doméstica). Los medios audiovisuales prometieron más vida (voz, imagen en movimiento), pero al precio de una mayor unilateralidad y uniformidad, tanto que su entrada en la escuela se mostró inviable. La llamada inteligencia artificial, ya en su nivel actual (IAG, MML), permite restituir el diálogo al aprendizaje escolar. Por fin es viable la eterna promesa de la informática: un tutor para cada alumno; pero también llega como un agente, lo que por un lado refuerza la capacidad de aprendizaje, pero, por otro, cercena el control por el profesor (de ahí la primera reacción de pánico ante ChatGPT como herramienta de plagio).

Para el profesor, la IA actual puede servir ya, más que como una simple herramienta (ya lo han hecho, durante décadas, los programas de ofimática, los recursos en la web, las redes de comunicación y un sinfín de aplicaciones), como un agente al que se le pueden encomendar unos objetivos y dejar que busque y organice por sí mismo los medios. Nadie dude que los docentes, igual que empezaron bien pronto a utilizar los procesadores de texto para sus apuntes, las hojas de cálculo para listas y notas y las presentaciones para sus exposiciones, ya comienzan a utilizar la IA para programaciones, adaptaciones, informes administrativos, comunicaciones a las familias, etc., y  esto no parará de crecer porque, sencillamente, resulta conveniente. Pero también veremos a la IA ser invocada como tutor, digamos tutor profesional (o, coach, si se prefiere) para el propio desarrollo permanente, la formación continua, o el simple asesoramiento cotidiano, tanto más en la época de cambio acelerado y, en consecuencia, demanda creciente de formación continua que ya se ha abierto para todo docente, como para todo profesional o para todos sin más.

Esto nos conduce al horizonte previsto y, hasta cierto punto, configurado por Licklider, Engelbart y otros. Ni sustitución de los (docentes) humanos, ni incorporación de (simples) herramientas, sino inteligencia aumentada, lo que en el terreno significa docencia avanzada y aprendizaje potenciado. Podríamos calificar la primera de ciborgdocencia, en el sentido de que, de manera progresiva, la actividad docente se verá distribuida y simultaneada entre “docentes” cibernéticos (aplicaciones, programas conversacionales o –quién sabe cuándo y cómo, pero seguro que en algún momento y de alguna manera– avatares o robots) y, por supuesto, “orgánicos”, es decir, de carne y hueso. No hay que sorprenderse: Gary Kasparov derrotó a Deep Blue, ordenador de IBM, por 2 a 0 en 1989 y 4 a 2 en 1996; un año más tarde fue derrotado por la máquina 3 a 2, a lo que reaccionó airado; pocos después, el campeón promovió el llamado ajedrez avanzado, cyborg o centauro, en el que compiten dos equipos hombre-máquina y cuya primera partida jugó en León en 1998. Centauro, por cierto, era Quirón, el preceptor de Aquiles, figura mítica que tal vez expresa el deseo humano de fusión con su más poderosa herramienta, entonces el caballo, y aplicada a la educación.

La IA ya lleva tiempo presente, en distintos grados y formas, en nuestro deambular cotidiano por la internet y el uso común de numerosos dispositivos y aplicaciones: búsquedas, predictores de texto, sistemas de recomendaciçon, filtros de spam, asistentes de voz, traducción de textos, moderación de contenidos, etc., pero entonces simplemente seleccionaba u orientaba entre la información preexistente. La IAG, en cambio, genera contenido nuevo (sobre la base de esa  información preexistente), igual que, en su actividad ordinaria, lo hace un profesor en su calidad de enseñante. Es incomparablemente superior en términos cuantitativos (lo abarca todo, trabaja 24/7 y es mucho más barata, de hecho ya accesible para todos aunque en distinta medida –según quedan pagarla y sepan usarla) y perfectamente comparable en términos cualitativos, pero menos fiable, ya se sabe: sesgos, alucinaciones, simples errores, no razona, etc., todo ello agravado por el hecho de que nunca calla. Los profesores, por su parte, también pueden tener sesgos y errores, pero damos por hecho que procuran evitarlos y, en todo caso, no son tan osados como los MML. En realidad, la idea de que una IA de fiabilidad limitada acompañe al alumno no debería asustar en exceso, siempre que se pueda contar con un profesor que acompaña y que interviene cuando es necesario; de hecho, puede considerarse una buena vía hacia algo que siempre se reivindica, aunque a menudo no pase de ser una letanía: una actitud crítica.

Dicho esto, no cabe dudar que los MML y la IAG, tal como los conocemos, necesitan un ajuste fino de notable profundidad y extensión. En primer lugar, porque no han sido diseñados para la educación, y, si la idea de la escuela como santuario y puede y debe ser desechada, también debe serlo la de una educación en la que todo vale. En segundo lugar, porque no han sido diseñados para la cultura nacional y regional que todo sistema escolar quiere, de un modo u otro, transmitir: son modelos del norte y no del sur global, del mundo anglo y no latino, íbero o hispano (por no hablar ya de las nacionalidades y regiones de España o los pueblos indígenas de Iberoamérica, si bien cabe prever, a la luz de la experiencia, que aquellas sean las que más corran en ajustar modelos a la medida de sus proyectos identitarios). En lo que concierne a regiones y naciones es de desear que entidades supranacionales como la OEI, la SEGIB, el BID, la AECID, el Instituto Cervantes, las Fundaciones Carolina o ProFuturo, etc., ayuden a reunir el músculo necesario para una tarea que puede y debe ser común, mientras que las entidades públicas o sin fines de lucro y asociaciones profesionales deberían hacerlo pasa la aproximación al sector. En el ámbito de la cultura anglo ya menudean las iniciativas de ajuste de la IAG al sector educativo y sus necesidades (Khanmigo, Squirrel AI, Carnegie Learning, ALEKS, etc.).

Pero, como para toda innovación eficaz, el punto neurálgico no va a estar ni en las administraciones (más allá de infraestructuras, apoyo al equipamiento y  la formación básicos y la generación de un entorno propicio) ni en los profesores aislados, sino en los centros escolares, inmediatamente por encima de ellos en las redes de centros, e inmediatamente por debajo en los equipos docentes más especializados. Más allá del uso de los modelos generales, que pueden ser orientados vía ajuste (fine tuning) o indicaciones (prompts), la búsqueda, selección y adaptación de cualesquiera instrumentos deberá hacerse para áreas, especialidades, etapas, tipologías de necesidades educativas, etc. Un MML, por ejemplo, puede ser muy útil para el aprendizaje de la lengua, sea la propia o adicional, no serlo tanto para historia o resultar arriesgado o tedioso en la formación para la ciudadanía; puede ser de gran utilidad en la explicación de las matemáticas (incansable, variado, adaptativo, y por ello “mejor que el profesor” según testimonios de alumnos), a la vez que muy proclive al error en el cálculo. No está claro que pueda haber soluciones generales en este terreno, por lo que tendrán que buscarlas distintas categorias de profesores según su área y especialidad, el grupo de edad al que se dirigen, etc. Lo cual, lógicamente, requerirá más colaboración en la trastienda, pero tambien sobre el terreno; es decir, más dirección pedagógica, más equipos y más codocencia, pues ni será posible encerrarse en el cómodo coto del libro de texto ni sería racional renunciar a las sinergias del capital profesional distribuido entre el profesorado.

Todo un reto, sin duda. Quizá resulte aplicable la apócrifa maldición china: ¡Que vivas tiempos interesantes! Pero pienso y prefiero pensar que se abre un nuevo horizonte capaz de restituir a la profesión de educador una misión propia, a la altura de la que antes se apoyó en la imprenta y se agotó contra los audiovisuales.


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