31 oct 2003

HEREDEROS DE AQUELLO Y SOCIOS DE ESTO

¡Qué razón tiene el Sr. Azkárraga y qué equivocado está el Sr. Iturgáiz!
Con justicia proclama el primero que el Partido Popular es el legítimo heredero del franquismo. Seguramente no el heredero universal, pues parte del legado, el tradicionalismo carlista, es probable que haya ido a fondear en el nacionalismo vasco, y algunos jirones habrán seguido otros derroteros, pero nadie duda que sea el heredero principal, pues el franquismo tuvo una amplia, aunque no mayoritaria, base social, también entre los vascos, que no se reduce a esos grupitos fascistas, fascistizantes o fascistoides que en las elecciones generales obtuvieron menos del 0,15%, poco más que los exóticos (iusnaturalistas, positivistas, humanistas, karma…), menos que la ultraizquierda (filoestalinistas, trotskistas…) y mucho menos que la sopa de letras localista (monoisleños, comarcales y otros); y, en las recientes de Madrid, supuesta gruta del dragón, el 0,28%, una centésima menos que los “Ciudadanos en blanco” y cinco más que el inverosímil “nuevo socialismo” de la parejita tránsfuga.
Lo cierto es que el franquismo ha muerto y ya todo se reduce a saber qué ha sido de su herencia. El grueso de la misma ha sido traído al redil de la democracia, de donde nunca debió salir, y haberlo hecho desde aquellas interminables filas del funeral de Franco, pasando por la Alianza Popular de Fraga, hasta la actual base electoral del PP, es mérito de éste —o, por lo menos, ha sucedido gracias a él—. No ignoro el radical conservadurismo del partido gubernamental en algunos ámbitos, ni sus resabios autoritarios, ni su inclinación a ocupar e instrumentalizar los distintos mecanismos de poder mediático y económico (además de ser la derecha y la derechona). Pero, sin que ello implique ni una exención de responsabilidad ni una actitud pasiva ante lo que no es de recibo, visto en perspectiva creo que es parte de la inmadurez general y compartida de la democracia española, así como que palidece ante el uso sectario, clientelar y descarnado que hace el nacionalismo de todos los recursos e instituciones a su alcance (quien no lo crea, que vea ETB, visite una escuela vasca o escuche a Arzalluz hablar de los empresarios).
Se equivoca, en cambio, Iturgáiz cuando responde que el PNV o el gobierno tripartito son herederos del terrorismo. Eso es lo que Ibarretxe querría: heredar los votos de EH en lo que considera su bando (lo que llama el pueblo vasco) y capitalizar la desmoralización producido por la violencia en el otro (el resto de lo que llama la sociedad vasca y el resto de España). Yerra Iturgáiz en su expresión porque el terrorismo goza todavía, al menos, de una mala salud de hierro que le permite golpear fatalmente a algunos de cuando en cuando y mantenerse como una amenaza para todos en todo momento, una losa que pesa sobre la política vasca en particular y española en general, alterando las coordenadas, el significado y las consecuencias de cualquier propuesta. No hay, por tanto, herencia alguna que administrar, sino un fenómeno bien vivo que no cabe ignorar.
La cuestión no es que el PNV y EA puedan coincidir en los fines con EH y ETA, trátese de la independencia, la autodeterminación o cualquier otro —lo que en ningún caso debería ser obstáculo para que los primeros los defendieran por medios pacíficos, legítimos y constitucionales—, ni que los segundos puedan saludar y apoyar tal o cual política de los partidos del tripartito y considerarlos así compañeros de viaje. La cuestión es que entre nacionalistas violentos, terroristas incluidos, y nacionalistas pacíficos se establece una eficaz división del trabajo, una asociación implícita que los convierte, cada vez más a menudo, en socios. En el largo plazo, el nacionalismo sedicentemente moderado suministra al terrorismo dos tipos de legitimaciones: por un lado, una retórica de la diferencia que divide a la humanidad y a la nación (España, Francia) en dos y sirve de base a un dualismo moral; por otro, una retórica del agravio que abre la puerta al uso de medios que, de no ser así, estarían excluidos por si mismos. La retórica de la diferencia se alimenta de la constante contraposición Euskadi / España, nosotros / ellos, los de aquí / los de fuera… No habla de variedad (los vascos como españoles singulares, Euskadi como una parte peculiar de España, etc.), sino de diferencias radicales (de historia, de cultura, de cráneo, de RH…) y antagonismos (el contencioso, la ocupación), de inquebrantables esencias milenarias (el pueblo vasco, con su identidad y sus derechos históricos) frente a superficiales lazos seculares (el Estado español, la sociedad vasca y otros ámbitos jurídico-políticos), aunque para ello haya que inventar un pasado delirante y negar la historia documentada. A partir de esta fuerte oposición el endogrupo se convierte en encarnación, sujeto y objeto de todos los valores positivos (libertad, solidaridad, igualdad, autodeterminación…) y, el exogrupo, según se porte.
De esto va precisamente la segunda, la retórica del agravio. Haga lo que haga el otro siempre está mal, porque siempre es poco, ya que sólo hay una recorrido posible, dar más poder al nacionalismo y a las instituciones dominadas por él, y destino aceptable, dárselo todo. Los argumentos nacionalistas sobre la no eternidad o la perfectibilidad de la Constitución o el Estatuto, indiscutibles en ese nivel de generalidad, se revelan como pura hipocresía si para el cambio y la mejora sólo hay una vía transitable. Desde ese punto de partida, todo debate será una ofensa y toda negativa un agravio. Ésa es la función objetiva y previsible de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, vulgo plan Ibarretxe. Si saliera adelante, algo inviable, el nacionalismo se haría por fin con todo el botín que siempre ha buscado, aunque con un coste incalculable para los demás. Salga o no salga, durante un tiempo servirá para alimentar esa tensión que ayuda a PNV-EA a mantener su estrategia victimista y su ajustada mayoría electoral. Y cuando, finalmente, no prospere, no importa que el freno sea Álava, el gobierno, las Cortes, los tribunales o la Guardia Civil, el terrorismo se sentirá investido de una legitimidad reforzada, pues ¿acaso no probaron ya por la vía pacífica?, ¿acaso no se advirtió que ésa era la alternativa (provisional, claro) al conflicto vasco (Ibarretxe dixit)?
El nacionalismo tenía otra vía: presentarse a cualquier ronda electoral normal (municipales, forales, autonómicas o generales) con un programa encabezado por la propuesta de independencia: una proposición clara y un procedimiento legal, en vez de una sutileza jesuítica que dosifica y disfraza la secesión y un artilugio que busca reventar la ley tergiversando sus principios. Sería subestimar su inteligencia suponer que no han elegido la vía Ibarretxe con plena conciencia de que resulta inaceptable, tanto desde la Constitución como desde la razón, y de que sólo conduce a revolver las aguas del río. Un chantaje a la democracia basado en la persistencia del terrorismo y un balón de oxígeno para el terrorismo a través de un ultimátum a la democracia. Una administración de herencia cuyo principal efecto será revivir al muerto o, más bien, al socio enfermo.