16 sept 2002

DERECHO AL TRABAJO Y CIUDADANÍA: UNA MODESTA PROPUESTA

Mas de dos millones de parados según la EPA (a pesar de la menor presión sobre el mercado de trabajo por la permanencia de la mujer en el hogar, la escolarización resignada de muchos jóvenes y el abuso de las prejubilaciones) son motivo suficiente para abordar el problema del derecho al trabajo con más imaginación. Sin embargo, los partidos políticos tradicionales se aferran a viejas fórmulas ya fracasadas, como si su único defecto hubiese sido no haber sido aplicadas con suficiente énfasis, haciendo bueno el dicho: cuanto mayores nos hacemos, más nos parecemos a nosotros mismos.
Ni tan evidente como pretendía el gobierno ni tan maligno como denunciaba la oposición, el decretazo se guiaba por una filosofía simple: el paro es, sobre todo, responsabilidad del parado. Embelesada con su retórica, la derecha predica flexibilizar de los mercados de trabajo pero trata de ignorar las consecuencias. Como en los inicios del capitalismo, se destruyen las viejas condiciones de vida antes de crear otras nuevas. Refiriéndose a la plétora europea de leyes de represión de la vagancia de los siglos XV y XIV, Marx escribió: “A los padres de la actual clase obrera se los castigó, en un principio, por su transformación forzada en vagabundos e indigentes. La legislación los trataba como a delincuentes voluntarios: suponía que de la buena voluntad de ellos dependía el que continuaran trabajando bajo las viejas condiciones, ya inexistentes.” Tras el breve paréntesis del Estado Social (menos de medio siglo), hoy se culpa a sus nietos por la pérdida de unos empleos que se desvanecen por efecto de la innovación tecnológica (que es, sobre todo, de proceso) y la globalización económica (que es, ante todo, de los mercados de capitales).
Cierto que ya no está penado vagabundear, pero, como las instituciones políticas se inhiben (pues así lo exige la Vulgata neoliberal y lo va imponiendo la disminución de los recursos públicos provocada por la movilidad del capital) y las de la sociedad civil se quedan cada vez más cortas (las familias son más reducidas y las comunidades más anónimas y menos solidarias), muchos caen en picado sin red que los proteja y terminan por rechazar y violar unas reglas que no les permiten salir a flote por sí mismos. No es casualidad que, sin solución de continuidad, el gran tema político haya pasado a ser la seguridad ciudadana, con más de un diez por ciento de aumento de los delitos en un año y de los presos en año y medio y percibida ya por los españoles como el tercer problema más grave (el primero sigue siendo el paro y el segundo y el cuarto se solapan: el terrorismo, que absorbe parte de la canalla, y la droga, que alimenta parte de la delincuencia). Delinquir es una decisión individual, de la que nadie puede ser exculpado, pero sabemos que, antes de hacerlo, muchos se han agotado en la tarea de rescatarse a sí mismos por medios legítimos, ya no más factible que la hazaña del barón de Münchhausen, salvarse de las aguas tirando de su propio melena. Es una triste ironía, pero coherente, que la derecha encuentre carnaza electoral en la promesa de solucionar por vía policial los incendios que ella misma atiza por la vía económica.
Pero las soluciones de la izquierda no prometen mucho más. La oposición socialista se descuelga con una propuesta de personalización de la ayuda a los parados. Puesto que ya no cabe negar problemas como el fraude en la percepción de ayudas, la cronificación de la pobreza o la estabilización de bolsas de marginación, propone ahora seguimientos continuados, itinerarios de inserción, tutorías individualizadas y otras ingenuidades pedagógicas; y además, cómo no, unos miles de funcionarios más. Nadie duda la diversidad de problemas y soluciones, pero deducir de ello una extensión de los tentáculos del INEM (o de cualquier otra agencia), controlando más de cerca la vida de los desempleados, es ignorar que en la base del rechazo del Estado Social está la desproporción entre las humillaciones que impone y los beneficios que reporta. El fuero puede llegar a ser más importante que el huevo. Por lo demás, hay que felicitarse de que la oposición haya descubierto que la delincuencia es una preocupación principal de sus potenciales votantes. Tal vez no sea más que una constatación empírica, pero confiemos en que comprendan que la seguridad ciudadana es por su misma naturaleza un problema de los débiles, pues los fuertes pueden pagarse su seguridad privada.
En otra órbita, como siempre, Izquierda Unida. Aquí no hay ya una nostalgia empecinada, sino una vana fuga hacia delante. Con variantes, esta fuerza política se va decantando por la fórmula de una renta básica, incondicional, para todos los ciudadanos o para aquellos que no tengan un empleo (que también ha hallado algún eco entre los socialistas). Bien está que, cuando los hechos dan la vuelta al dictum marxiano para mostrar que es el capital quien no tiene patria, los herederos del comunismo se aferren a la idea de que, en última instancia, el nuevo proletariado es lo único que tiene. Sin embargo, resulta chocante que, abandonada la revolución, sugieran una especie de involución proletaria que nos llevaría del proletariado industrial al proletariado romano. Después de todo, ¿qué diferencia hay —aparte de dos mil años— entre la fórmula panem et circensis y el par renta básica y televisión gratuita —incluyendo fútbol de interés general?
Puede hacerse una buena defensa del derecho universal a un puñado de recursos: los equivalentes a la parte alícuota en un planeta que encontramos ya hecho. Por ello, curiosamente, la argumentación de la renta básica resulta más coherente en los liberales (Paine entre los clásicos, Steiner hoy). Sin embargo, por ahí no tocaríamos a mucho: 1,76 hectáreas útiles por persona (un séptimo de tierra cultivable y el resto pastos, bosques, superficie marina y otros: Earth Council, 1997), lo que desde luego no da para vivir sin la sociedad (y, quien quiera vivir en y con ella, pierde el derecho a retirar su parte), en una economía de subsistencia. Cualquier ciudadano de un país avanzado recibe más que eso en forma de derechos sociales. Lo demás no es producto de la naturaleza, sino del trabajo y el ahorro, y resulta harto difícil justificar que se pueda participar en ello sin contribuir, pues sería explotar a quienes sí lo hicieran.
La propuesta de la renta básica tiene una virtud: vincular los derechos económicos a la ciudadanía, pero asociada a un serio defecto: desvincularlos de la cooperación. Ahora bien, donde la mayor parte de la riqueza es producida, la ciudadanía comprende no sólo compartir la parte heredada, sino participar en la empresa de crearla. Sorprende tal pretensión en quienes se reclaman del marxismo, cuya idea-fuerza fue y es que sólo el trabajo crea riqueza y da derecho a ella. Pero, en fin, el horror vacui asociado a la crisis del comunismo y el deseo de seguir siendo la izquierda de la izquierda tal vez lo expliquen.
Mientras tanto, sigue pendiente el problema de cómo conseguir, a la vez, asegurar a todos unas condiciones de vida dignas y suficientes sin favorecer la explotación pasiva de los demás. Una fórmula podría ser, en vez de renta, un trabajo ciudadano (social, comunitario). La propuesta no es nueva: ya en 1526 el humanista Luis Vives publicó De Subventione Pauperum, donde proponía ofrecer a todo pobre un empleo, por simple que fuese, y un salario público a cambio. Su trabajo compensaría al menos en parte su salario y lo apartaría de la ociosidad, madre de todos los vicios. Huelga añadir que hay una larga lista de necesidades y posibilidades sociales susceptibles de ser así atendidas. No hay espacio para entrar en los detalles de su implementación, pero siempre sería menos y mejor solicitado que un subsidio y aportaría mucho más a la sociedad.
Sin detenernos en su retórica moralizante —aunque no descabellada—, cabe señalar algunas virtudes de actualizar esta propuesta. Primera, su universalidad, extensible a todos los ciudadanos al margen de cualquier otra condición: ricos y pobres, con y sin otro empleo o renta, habiendo trabajado antes o no… aquí cabrían parados, jubilados, amas de casa, estudiantes, ocupados malpagos. Segunda, su autorregulación, pues no habría motivo alguno para indagar la condición de los demandantes, gente dispuesta a trabajar por algún motivo y con derecho a hacerlo, en la que ni sobrarían falsos parados ni faltarían activos desanimados. Tercera, su carácter activo, entendiendo la ciudadanía como derecho pero también como responsabilidad, que conllevaría por tanto un claro elemento de dignidad, tanto por la mostrada disposición a cooperar como por la función social de la tarea. Subsidiariamente, esta combinación de seguridad y dignidad haría más por reducir la delincuencia que un ejército de inspectores, tutores y policías. Además, interferiría poco o nada con el funcionamiento eficiente del mercado pero limitaría sus peores abusos y descartaría sus peores actuaciones, pues funcionaría como un suelo salarial a horario igual y un techo horario a salario igual.
Una propuesta así implica el reconocimiento de que, por una parte, el mercado (la interacción de las voluntades individuales: cada uno para sí) se ha mostrado como el mecanismo económico más eficiente a gran escala, pero, por otra, el Estado (la voluntad colectiva: uno para todos y todos para uno, como los mosqueteros) sigue teniendo el deber de asegurar la oportunidad efectiva de una vida autónoma y digna. El mercado estimula los mejores saltos y acrobacias, pero el Estado ha de poner la red protectora. Cuando el pleno empleo a través del mercado parece cada vez más lejano, el Estado no puede ni limitarse a regular las condiciones de un seguro contributivo que excluye por definición a los marginados ni arrojarse al pozo sin fin de subvencionar, a cambio de nada, a todo el que lo necesite o lo solicite. Puede y debe, por el contrario, ofrecer a todos oportunidades de segundo nivel, sin duda menos atractivas pero más accesibles que las del mercado. Se trata, a fin de cuentas, de que la ficción útil de tratar el trabajo como una mercancía no nos haga dejar de tratar al trabajador como persona.