Mi artículo Endogamia no: incesto y partenogénesis (16-9-00) ha suscitado algo que se echaba en falta: una defensa pública de lo denunciado. Primero fue, en polémica conmigo, el rector Porta (28-8-00); después, contra mis argumentos, el catedrático Rodríguez Navarro (1-11-00), aplaudido por el exrector Vallés (3-11-00). Poco más tarde, el rector Argullol (6-11-00) se oponía de pasada, en una entrevista, a reducir la intervención de las universidades en la formación de los tribunales, y el investigador Sanz Menéndez hacía una valoración ambivalente desde el CSIC (8-11-00). No pretendo responder a tantas y tan ricas contribuciones; sólo decir algo sobre ciertos argumentos recurrentes.
La investigación va bien, luego la endogamia no será tan mala. Que la investigación ha mejorado en los últimos veinte años, nadie lo duda. Partiendo de donde partíamos, con notable esfuerzo público y el trabajo de mucha gente, no cabía menos. Que vaya ya bien, en vez de simplemente mejor, es otra cuestión, pero no para hoy. El argumento recuerda al que aduce el crecimiento de los sesenta para decir que el franquismo no fue tan malo, o al que explica la elevada natalidad rural por la abundancia de cigüeñas en los campanarios. La cuestión no es si la investigación ha mejorado, sino si lo ha hecho por causa, a pesar o con independencia de la endogamia. No pudiendo nuestra endógama universidad con lo que sería sin ella, hemos de hacerlo con otros países o acudir a la lógica. El Rector Porta hizo el ejercicio comparativo: pasó por dos países de universidades modélicas y averiguó que huían de la endogamia como de la peste, si bien no dejó que esto sacudiera sus convicciones, pues Spain is different. Yo comparto su experiencia, no sus conclusiones, y además apelo a la lógica: más allá de la ética, de eficacia limitada y muy vulnerable al contexto, el único mecanismo interno relevante para estimular la calidad y la cantidad de la investigación es la competencia por la promoción. La endogamia elimina las oportunidades del profesorado fuera y reduce a cero sus riesgos dentro, a la vez que condena a cada Universidad a clonarse a sí misma (con costes crecientes) y al sistema universitario a carecer de incentivos.
Los tribunales eligen muchas veces al mejor concursante. Menos de las que parece, que ya son pocas, pues los aspirantes de fuera, sean mejores o peores, suelen abstenerse si hay un candidato de la casa. No obstante, estando los mejores necesariamente en algún sitio (salvo los orbitantes y otros atrapados fuera), va de suyo que, a veces, se pueden hacer exhibiciones de objetividad, o puede sonar la flauta por casualidad. Pero la cuestión, de nuevo, es otra, u otras: concretamente, si mejorarán con ello los otros seleccionados, incluso los justamente seleccionados. La respuesta a lo primero es que, indudablemente, no; y, a lo segundo, que probablemente tampoco. De paso, por mero efecto estadístico, el imperio de la endogamia arroja sombras sobre todos, justos o pecadores (y no hay mejor fabulador que el beneficiario de un concurso amañado contando por qué lo ganó).
Los jefes de equipo deben poder elegir a sus colaboradores. Suena razonable, pero es difícil comprender por qué no quieren a los mejores, o por qué no desean más y mejores opciones para los que ya tienen. Tras este eufemismo subyace otra cosa: los jefes de equipo (vulgo los señoritos) sólo pueden asegurarse la plena sumisión de sus colaboradores (vulgo esbirros) si a) aquéllos pueden garantizarles protección frente a los de fuera y b) éstos no tienen la opción de promocionarse en otro sitio, es decir, si están destinados a ser juzgador y juzgado. Se percibe el aroma feudal: el señor protege y explota al siervo y el siervo no puede abandonar al señor. ¿Serían posibles los equipos sin endogamia? Desde luego: sólo quedarían sin otra base que la atracción de sus paladines, el interés de su línea de trabajo, las afinidades electivas, las sinergias de recursos y experiencia, etc. El periodo típico para acceder a la titularidad (seis o más años), o de ésta a la cátedra (diez o más), basta para asegurarles estabilidad. Por otra parte, así formados no estallarían cuando ya no se necesita al mentor ni sufrirían deserciones a favor de señores más poderosos.
Ninguna empresa permite que otros seleccionen a su personal. Aquí se confunde el reclutamiento de personal poco cualificado, altamente cualificado y de dirección. El poco cualificado abunda, puede ser formado en la empresa y ser fidelizado con ventajas y pequeñas promociones por antigüedad. El de alta dirección escasea, y, aunque el conocimiento de la propia empresa puede ser un activo, se busca indistintamente dentro y fuera (véanse las biografías de ejecutivos en las páginas salmón de este periódico). El de alta cualificación no es menos escaso y se busca en el conjunto de cada profesión: primero, porque sus destrezas son poco específicas, aplicables en muchas empresas; segundo porque las características de su trabajo hacen que existan grandes diferencias individuales que, para los empleadores, están dadas, no son manejables. El profesorado universitario puede asimilarse a este tercer grupo, lo que significa que las universidades deben reclutarlo indistintamente dentro y fuera (pero, por pura aritmética, más fuera que dentro) y que tiene escasa o ninguna ventaja hacerlo dentro. El problema es que, con un público cautivo y financiación pública, pueden sobrevivir a las consecuencias de sus actos. A falta de mercado, el control de la calidad debería venir de la deontología profesional, pero la endogamia consiste precisamente en proteger de ésta los intereses locales, aun cuando se conserve como discurso legitimador.
La alternativa a la endogamia local es la endogamia de área. Aquí se confunde endogamia con cooptación. El ascenso en una jerarquía del conocimiento discurre siempre por cooptación: los nuevos son seleccionados por los que ya han llegado, no por los que esperan para llegar. Las áreas de conocimiento (las especialidades) pueden albergar facciones, pero la equiparación de posibles clanes nacionales, de escuela, de área, etc. con la endogamia departamental es engañosa. Puede haber clanes en un área o en un departamento, y ambos tratarán, dentro de su recinto, de favorecer a los suyos. Pero, hacia fuera, y en la selección del profesorado, los límites del área son legales y obedecen a la división del saber, mejor o peor reflejada, mientras que los del departamento, si decide ser endógamo, obedecen a intereses locales a costa de la calidad del servicio público.
La endogamia minimiza los costes personales de la carrera docente. Según esto, la previsibilidad (saber cuándo me toca o cuál es mi plaza) y quedarse en casa evitarían la incertidumbre y la penosa competencia entre colegas. Lejos de ello, la endogamia desalienta competir fuera, donde las fricciones serían efímeras y no habría daños colaterales, y lo reduce al lugar y al equipo de trabajo, donde aquéllas se convierten en inquinas eternas y éstos minan la cooperación. Exacerba las tensiones, aunque las desplace a los manejos sobre el perfil, el tribunal y el calendario y no resulte visible en el ritual del concurso, donde el departamento aparecerá como una piña tras del candidato local, aunque muchos le deseen un batacazo. No en vano los grupos primitivos prohibieron el incesto, y el tabú dura hasta hoy.
No es condenable endogamia, sino saludable promoción interna. Algunos sindicatos así lo proclaman, importando una lógica laboral fuera de lugar en el campus. Otras veces afirman que debería distinguirse una primera prueba de solvencia, que muchos o todos pasarían (no siendo competitiva, su deterioro sería vertiginoso), y una segunda de adecuación a la plaza (adivinen quién ganaría). Cierta asociación corporativa defiende sin empacho que se dote una cátedra de promoción —o sea, lo mejor amañada posible— para todo titular que acumule “cinco escalones, siempre que entre ellos, los haya de investigación y de docencia”. Siendo tales los quinquenios por docencia, automáticos y, los sexenios de investigación, competitivos aunque ilimitados, un titular con cuatro quinquenios pero un solo sexenio aprobado (y dos suspendidos) recibiría una cátedra en bandeja. ¿Quién da más por la incompetencia?
Sólo se promociona a los mejores, con un criterio objetivo. El último invento es pedir a la ANEP que dictamine qué aspirantes internos dan la talla, generalmente para pasar de titulares a catedráticos, y dotar plazas según eso. Algunos rectores, como El rector Porta, tras admitir “sin rubor” que espera a tener candidato para dotar, lo presenta como el summum de la objetividad. Nada más lejos de la realidad. Primero, el móvil no es sino evitar un destructivo conflicto interno y lograr cierto consenso en casa. Segundo, creen tener un argumento adicional a favor del candidato propio y evitan algún espectáculo demasiado grotesco. Luego vienen, con esta bendición externa, toda la artillería rectoral y la lealtad de los miembros designados para el tribunal. No importa la talla mínima para ser catedrático (que ya anda por los suelos), sino la nota de corte resultante de la relación entre plazas y aspirantes, y ésa sólo puede surgir de concursos sin condicionantes. La fórmula leridana no pasa de ser una meritocracia étnica: meritocrática hacia dentro, excluyente hacia fuera.
Una menor presencia de las universidades en los tribunales sería inconstitucional. Hacer hermenéutica jurídica es gratis, pero, si 2+3, con mayoría foránea, era constitucional, 1+4 o 0+5 también lo son, a no ser que vayamos ya para dos decenios de inconstitucionalidad. No importaría que fuesen 5+0 si no pudieran elegir a los de dentro o si hubiera interés en elegir al mejor, pero eso no está cerca. Lo que sin duda es inconstitucional, aunque resulte inviable sustanciarlo en los tribunales, es que puedan prevalecer cualesquiera otros criterios que los de capacidad y mérito, entre ellos todos los que se utilizan para defender la buena endogamia.