“La reconozco cuando la veo”, dijo, tras admitir que no sabría definirla con precisión, el popular juez de la Corte Suprema estadounidense Potter Stewart, y la expresión se viene usando desde entonces para referirse a algo observable, que se antoja fácilmente identificable, pero no se presta a una descripción por parámetros claros. Era 1964 y se refería a la pornografía dura, pero el atajo bien podría valer hoy para la innovación educativa. Identificar y valorar una innovación no es fácil en ningún ámbito, pero fuera del educativo, al menos, suele ser más pacífico. Las actividades agrícolas, industriales o administrativas, así como sus resultados, son lo bastante regulares y previsibles como para que no resulte demasiado problemático identificar una innovación de proceso o de producto, técnica u organizativa, incremental o disruptiva. En el mundo educativo, sin embargo, las discusiones sobre qué es innovación y qué no, si es verdadera o no, si está en la línea correcta o es pura distracción o mercadotecnia neoliberal, en qué se distinguen mejoras, innovaciones y reformas, etc., pueden ser eternas, quizá por la tan inagotable como desconocida casuística de las prácticas en las aulas (incluso si cabe sospechar que, hasta cierto punto y mientras no sea demuestre lo contrario, en todas ellas se hace, en buena medida, lo mismo). Después de todo, si, como reza el viejo dicho, cada maestrillo tiene su librillo, todo puede ser y nada es innovación.
El concepto de innovación educativa ha sido, es y será, inevitablemente cambiante. No me refiero a lo obvio, como que el libro (en el rollo de pergamino) pudiera ser una innovacion en la Grecia clásica mientras que el diálogo (al modo socrático) bien puede serlo hoy, pero no al revés, sino a que debe situarse en un contexto histórico cambiante. El aprendizaje mismo es inseparable de la innovación, pues consiste precisamente en eso: en la modificación de la conducta, presente o futura, a partir de la información o la retroalimentación recibida del entorno. Pero la educación es otra cosa que el aprendizaje, por más que lo tenga como objetivo, y en ella hay por necesidad un elemento de reproducción cultural y, por tanto, de conservación y no-innovación. A pesar de lo cual siempre ha sido objeto potencial y real de la innovación, pero en una forma condicionada por el entorno y el momento.
Lo primero es distinguir entre las grandes transformaciones históricas de la educación, que la han empujado de una época a otra, y los cambios menores y graduales dentro de cada época. No por mero escrúpulo conceptual, que ya sería un buen motivo, sino porque, como enseguida argumentaré, hoy estamos en el inicio de una profunda transformación, de un verdadero cambio de época, más allá de vivir tiempos de cambio (y de entrar en otra época que no traerá una nueva estabilidad –como cuando se habla de una nueva normalidad–, sino que será cambio exponencial, de aceleración). Como he explicado con más detalle en otro lugar (La Quinta Ola. La transformación digital del aprendizaje, la educación y la escuela, Madrid, Morata, 2022), la educación ha conocido cinco grandes transformaciones, siempre posibilitadas, potenciadas y exigidas por otras tantas transformaciones en la información. La primera fue, quien sabe cuándo (entre ciento setenta y setecientos mil años, cabe especular), el surgimiento del lenguaje (o hasta cinco millones de años, si basta el protolenguaje), sin el cual no hay educación posible (aprendizaje sí, pero no educación); la segunda fue la escritura, que como arte compleja requirió la formación de sus artesanos, los escribas, y con ello el surgimiento de las escuelas (aun si denominadas establos, casas de las tabletas, etc.); la tercera fue la imprenta (de tipos móviles y en Europa, de consecuencias que no pudo tener en Asia, su origen), que hizo posible e inspiró el sistema escolar, es decir, la escolarización masiva y universal básica: nuestro sistema escolar actual es en gran medida, sobre todo en su microorganización (el aula, el libro de texto, la lección, etc.), herencia de esta tercera transformación. Una cuarta transformación tuvo lugar desde la segunda década del siglo XX, pero de manera separada, incluso hostil, en los ámbitos de la comunicación (el surgimiento y expansión de los medios electrónicos audiovisuales) y la educación (la progresiva universalización y posterior unificación, al menos parcial, de la enseñanza secundaria). Ahora estamos al inicio de una quinta ola, la transformación digital, que llega a todos los ámbitos de la sociedad, la economía y la cultura, incluida la educación, con más rapidez, fuerza, extensión y profundidad que ninguna otra, aunque con distinto ritmo en los diversos ámbitos, subsistemas e instituciones sociales.
Imposible saber hoy cuándo surgió ni, por tanto, cuánto tiempo necesitó el lenguaje para llegar a ser un medio de comunicación regular, pero en todo caso nos moveríamos en el orden de cientos de miles o incluso millones de años; la escritura, más reciente y mejor datada, ha precisado entre cinco y seis milenios para llegar solo recientemente al conjunto de la humanidad, o casi; la escolarización masiva en el nivel elemental (de primeras letras, la alfanumerización básica, la escuela primaria de hoy) se ha tomado unos seis siglos desde la imprenta cerca ya de cuatro desde el primer libro de texto, pero todavía presenta flecos; la escolarización secundaria lleva ya un siglo de fuerte expansión, pero todavía hoy no es universal, hasta dónde es, está lejos de ser exitosa. El arranque de la transformación digital podría datarse a mediados de los setenta con la microinformática o a comienzos de los noventa con la apertura de la internet, pero no es menos relevante señalar las nuevas oleadas que ha traído cada nuevo lustro en este siglo: redes sociales, teléfonos inteligentes, asistentes digitales, internet de las cosas, grandes modelos de lenguaje…
Esta secuencia de transformaciones supuso, por un lado, grandes reformas, como la creación de los sistemas escolares de masas o la ordenación casi por doquier comprehensiva de la enseñanza secundaria, acompañadas de un amplio elenco de innovaciones en línea con ellas o dirigidas a contrarrestar algunos de sus efectos no deseados. La puesta en pie de la escuela primaria de masas, por ejemplo, trajo consigo innovaciones (entonces lo fueron) como la lección frontal (no había tal en la escuela premoderna), el libro de texto, las decurias de los jesuitas, etc. La rápida generalización de la escuela secundaria estimuló las open classrooms (en parte por la falta de espacios), los talleres vocacionales, las actividades disciplinares, etc. Muchas innovaciones no fueron tanto aplicaciones o desarrollos propios de las transformaciones en curso cuanto paliativos o reacciones ante sus aspectos más disfuncionales. Así, por ejemplo, desde la Ca’ Giocosa de Vittorino da Feltre hasta las escuelas de Reggio Emilia, pasando por Fröbel, Pestalozzi o Montessori, la insistencia en la importancia del juego en la escuela puede verse como una reacción al rigorismo en la enseñanza de la lectoescritura, heredado de los talleres de escribas y monjes y asumido como un dogma por la escuela (“la letra, con sangre entra”). El aprendizaje por proyectos, basado en problemas, aprendizaje-servicio y otras variantes del aprendizaje o la pedagogía experienciales pueden considerarse reacciones contra el alejamiento de cualquier práctica a la vista y el academicismo dominantes en la escuela secundaria, que, si ya era duro para la minoría de alumnos que hace un siglo acudían a ella con la vista puesta en el acceso a un puñado de profesiones privilegiadas, se torna insoportable para quienes lo hacen sin esa perspectiva o sin ninguna.
En definitiva, no es lo mismo innovar en la resaca del catolicismo integrista y la dictadura, que hacerlo en la estela de las reformas comprehensivas de 1970 (LGE) y 1990 (LOGSE) o en medio del despegue de la transformación digital y la irrupción de la inteligencia artificial. Esto marca una diferencia generacional entre las iniciativas o las comunidades de innovación anteriores a la LOGSE, las posteriores a esta y las de hoy, aunque cada una de estas generaciones fuera, a su vez, muy diversa en sí misma, como no podría ser menos a la hora de la innovación. Los Movimientos de Renovación Pedagógica (MRP) de los sesenta y setenta del pasado siglo, todavía hoy de referencia, fueron sobre todo una respuesta al autoritarismo, tanto del catolicismo tradicional en particular como al del arcaísmo escolar en general y, por supuesto, al de cuarenta años de dictadura. Se ha dicho y escrito repetidamente que las reforma educativas de los ochenta y noventa, con sus equipos de asesores, centros de profesores, etc., fagocitaron estos movimientos, absorbiendo gran parte de su personal, sus lemas y sus ideas, pero esta narración resulta poco convincente, pues lo que habría que explicar es por qué murieron de éxito, o casi; es decir, por qué eso se tradujo en su debilitamiento en vez de hacerlo en su fortalecimiento.
Desde el inicio del presente siglo, con la microinformática y la internet ya consolidadas y la llegada de la web 2.0, la innovación ha estado cada vez más ligada al ámbito digital, tanto en su forma y contenido (aprovechando la conectividad ubicua y la web interactiva, el software como metamedio y el dispositivo personal como artilugio hipermedia) cuanto como soporte (redes más que grupos, materiales multimedia en soporte digital). Esto no significa que se haya entrado de lleno en un periodo de solo transformación, pues la innovación digital ha sido en parte creativa, trascendiendo las limitaciones del viejo ecosistema (por ejemplo, en el acceso a fuentes más allá del libro de texto y a colaboraciones más allá del aula o el centro), y en parte puramente mimética, adaptándose a él incluso para empeorarlo (por ejemplo, en los usos más fosilizantes de las presentaciones (los powerpoint), los documentos (los PDF) o las pizarras digitales (las PDI cuando se ignora la I). A la transformación educativa se contraponen dos realidades inerciales potencialmente previsibles pero en realidad imprevistas, al menos desde la tradición del progresismo pedagógico. Una es que, a pesar de contar con más y mejor infraestructura y mayor capital intelectual, la enseñanza superior es menos innovadora que la secundaria, que a su vez lo es menos que la primaria. Otra es que, aun a pesar de la losa de la tradición confesional, la enseñanza privada y concertada es más innovadora que la pública. Creo que esto se debe a diferencias básicas en la relación con el público y en la estructura organizativa.
El escolar es, en principio, un público cautivo tanto en la enseñanza primaria y secundaria, por su obligatoriedad de derecho (hasta los 16) y de hecho hasta los 18 (lo demás es abandono), como para la enseñanza superior, por la condicionalidad del acceso a cualquier profesión y, cada vez más, a casi cualquier empleo deseable. Pero cada escuela privada y concertada tienen que atraerlo y retenerlo, mientras que una pública no necesita hacerlo (no a escala del funcionario ni, en sentido estricto, del centro, aunque el sistema se vez perjudicado por la pérdida de alumnado). En el caso de la enseñanza superior solo se precisa del público hasta cierto punto (ni es su única fuente de ingresos ni la oferta es ubicua), a la vez que la mayoría de edad y cierta laxitud permiten oportunas válvulas de escape, como la simple inasistencia a las aulas o la opción por los estudios a distancia o en línea).
En cuanto a la organización, la presencia de entidades titulares singulares para cada centro o para pequeños grupos de ellos, tanto en la escuela privada como en la concertada, tiene como efecto (reconocido en la ley y asumido en la cultura institucional y profesional) una mayor relevancia de la dirección escolar, con competencias pedagógicas y de gestión de personal, que en las escuelas públicas, donde la coordinación tiende a reducirse al uso de los recursos y a la intermediación con el entorno (la administración y el público). En la enseñanza superior, por otra parte, el grado de autonomía individual del profesor es tal que confina a los departamentos y los centros a funciones de coordinación (dado, eso sí, un marco: el plan de estudios). La diferencia sería irrelevante si la innovación fuese algo siempre posible a escala del aula, es decir, del grupo (en primaria) o incluso del grupo-asignatura (en secundaria y superior), pero esto solo es así para innovaciones menores y, a menudo, tan efímeras como erráticas. Por entidad, por escala y por sus implicaciones sistémicas, la mayoría de las innovaciones dignas de consideración requieren actuaciones a escala del centro, tal vez un poco menos (etapa, etc.) o tal vez un poco más (varios centros, sea por mera escala o para cubrir las trayectorias escolares). Por debajo de eso, el movimiento de conjunto de la renovación, o de la innovación, es más bien un movimiento browniano tras el que todo sigue igual.
La innovación solo puede serlo si está a la altura de su tiempo, algo que cabría expresar en términos marxianos (las fuerzas productivas, en primer lugar la tecnología pero también la fuerza de trabajo, la competencia docente, y las relaciones de producción, es decir, la materialidad de la vida escolar) y hegelianos (el Zeitgeist, el espíritu de la época). Vivimos el inicio del tránsito de la dominio del medio impreso, que sigue siendo la base y el modelo de la escuela tradicional, a la centralidad del artilugio digital (hardware+software+conectividad). Ese cambio transformacional desemboca inevitablemente, como lo hicieron los anteriores, en la organización material del aprendizaje y de la vida escolar: espacios, tiempos, agrupamientos, secuencias de actividad, colaboración discente (por ejemplo en red) y la docente (por ejemplo la codocencia), etc., que deben ser liberados de la impronta del libro de texto para poder aprovechar las oportunidades y capacidades (affordances) del metamedio y los hipermedia, algo que también he tratado en otro trabajo (Más escuela y menos aula. La innovación educativa en un cambio de época, Madrid, Morata, 2018). No todo será, no obstante, ponerse del lado de la historia, una innovación a favor de la corriente, sino que, al igual que en anteriores olas transformadoras, menudearán o incluso abundarán los efectos no deseados, daños colaterales y simples errores que afrontar, y la innovación no siempre consistirá en recorrer la curva de aprendizaje, ni en añadir, sino también en corregir, evitar, contrarrestar, pero esto no será ya lo fundamental
La quinta ola de transformación en la información y la educación sitúa a la institución escolar y la profesión docente ante una misión comparable solo a la que en su día supuso la primera alfabetización y escolarización; con seguridad algo difícil e inquietante, pero sin duda digno de todo esfuerzo. Innovar no ha de consistir ya tanto en corregir, mejorar, etc. como, sencillamente, en construir la escuela del tercer milenio.
Publicado en Cuadernos de Pedagogía 550, 2024, dentro del Tema del Mes dedicado a La Innovación Educativa)
¡Qué entrada tan fascinante! El análisis sobre cómo la innovación en educación se ha visto condicionada por transformaciones históricas y contextos culturales es muy acertado. Me gustó especialmente la referencia a la complejidad de distinguir entre mejoras, innovaciones y reformas, lo que refleja cómo la percepción de innovación varía según el momento histórico. Además, la observación sobre el impacto del entorno digital en la educación, y cómo cada nivel educativo responde de manera diferente a estas transformaciones, es muy reveladora. ¿Qué opinas sobre la idea de que la enseñanza privada y concertada suele ser más innovadora que la pública? Creo que es un tema interesante para debatir, ya que también podría relacionarse con la estructura y motivación de las instituciones.
ResponderEliminar