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22 jun 2023

Que la pandemia no os confunda

Versión en español de Que la pandémia no us confongui*

Seguro que el lector ya está aburrido de tantas enseñanzas de la pandemia (como si esta, por sí misma, hubiera sabido a poco), y aquí arranca otro trabajo, otro más, empeñado en extraer algunas. Todos lo hemos hecho, así que comenzaré por indicar qué NO hemos aprendido en el trago.

  • NO hemos visto un aprendizaje, educación o escuela híbridos.
  • NO hay nada de eso que haya venido para quedarse.
  • NO hemos comprobado la importancia de la presencialidad.
  • NO hemos visto los efectos positivos de la reducción de ratios.
  • NO hemos vivido y comprendido la tan anunciada brecha digital.

Nadie esperaba, por supuesto, la pandemia cuando estalló (aunque las zoonosis venían avisando) y, en consonancia, los sistemas educativos no contaban con planes de emergencia que incluyeran el cierre de centros. Hay que recordar, sin embargo, que la informática escolar tenía ya medio siglo y la internet abierta un cuarto; que a finales del siglo pasado ya se desarrollaron programas como Atenea, Mercurio o Aldea Abierta; que el Plan Escuela 2.0, “mucho más que 1x1” (un ordenador por alumno) según la propaganda, databa de 2009; los repositorios de recursos abiertos Agrega y Procomún, en fin, llevaban ya un decenio funcionando. Cuando estalló la pandemia contaba con ordenador el 94.6% de los hogares con hijo/s, y tenía banda ancha el 99.3%; aunque resulta bizarro que el INE siga refiriendo los datos sobre uso de informática e internet a “los últimos tres meses”, y nada más, el caso es que daba como usuarios de ordenador al 91,5% del grupo de edad, desde el 81,5% con diez años hasta el 96,3% con quince, y como usuarios de internet al 94,5%, del 86,7% a los diez al 99,2% a los quince (INE, 2022a). En cuanto a los centros educativos, según datos del Ministerio de Educación y FP para las enseñanzas no universitarias, en el curso 2018-2019 contaban con un ordenador “destinado a tareas de enseñanza y aprendizaje” por alumno, conexión a internet en el96,7% de las aulas ordinarias, red WiFi en el 94,4% de los centros, sistemas de gestión del aprendizaje (LMS o EVA) en el 45,4% y servicios en la nube en el 59,2%; sobre el uso no hay buenos indicadores, pero participaban en proyectos relacionados con las TIC el 38,1% de los centros, y permitían el uso de los teléfonos móviles con fines educativos en el 42,2% (MEFP, 2020). No estábamos a cero.


¿Aprendizaje híbrido? No era esto pero, sí, algún día


El desalojo imprevisto de las aulas provocó toda clase de situaciones: del puro y simple hasta la vista, pues no faltaron alumnos desaparecidos ni profesores mirando hacia otro lado, a iniciativas muy elaboradas y, por supuesto, hogares sin problemas de conexión. Pero la tónica general fue que solo parte de las actividades del aula pudo ser reproducida virtualmente, desde la mera indicación de temas o ejercicios de los libros de texto hasta la videoconferencia. Es decir: la parte más tradicional de la escuela más tradicional, convertida en enseñanza a distancia sin el diseño elaborado ni los recursos complementarios que normalmente acompañan a esta. Fue lo que se ha dado en llamar enseñanza remota de emergencia, que después se combinó con una presencialidad parcial, en régimen alterno. Es verdad que el calificativo de híbrida o, mejor, mixta, traducción de blended, se ha utilizado para enseñanzas, sobre todo de posgrado, que combinaran los regímenes presencial y a distancia. Pero referido a la educación en general, y más tiempo de transformación digital, la condición de híbrida promete más, en particular un modelo hipermedia, sin fricciones y fluido en el que el grueso de las actividades se puede realizar presencial o virtualmente, por separado o a la vez, con participantes en sus dos formas, sin obstáculos a la transición y sin degradación en los recursos ni las posibilidades. 

El paradigma, que no necesita realizarse en todo momento, sería una sesión que combinara los ámbitos presencial y virtual, pudiendo distribuirse de cualquier manera y moverse entre ambos los participantes (discentes y docentes), los recursos (documentos, tablones, la web), la conversación (viva voz o chat) y los agrupamientos (trabajo individual, de equipo, colectivo). Esto es híbrido, fluido o hipermedia. Técnicamente no presenta problemas, siempre que todo participante cuente con el oportunio artilugio digital: un dispositivo personal conectado. Su uso requiere cierto aprendizaje, pero sencillo en las plataformas y con los dispositivos de hoy. En pandemia habría permitido lo que ningún centro hizo: atender a la vez a una parte del alumnado en presencia, la que más lo necesitaba, y otra en ausencia, la mejor equipada para ello (y no por turnos y a medias, como a la vuelta se hizo), en todo caso siempre a todos. Sin pandemia, además de un aprendizaje cada día más útil y necesario para la vida extraescolar, facilitaría la colaboración con la comunidad e intercentros, que no se descolgaran alumnos impedidos de asistir (convalecientes, desplazados, etc.), superar disrupciones en el transporte (nevadas, huelgas…), acotar epidemias grandes y pequeñas (gripe, sarampión, pediculosis…), flexibilizar horarios para familias con necesidades especiales…

Si se compara esto con lo que vimos se entenderá que no hay nada que haya venido para quedarse. Numerosos profesores y centros han aprendido mucho, sin duda, pero tampoco falta quien ha descubierto ahora la importancia de la presencialidad. Enhorabuena a ellos, pero la presencialidad nunca estuvo en cuestión. En términos de comunicación sabemos que es mejor que la virtualidad, aunque a veces esta sea la única posible y a menudo la más conveniente. Y quizá sea muy glamorosa, sobre todo a partir de secundaria, pero una función esencial de la escuela es el cuidado de los menores en el sentido más amplio. Todos preferimos que sea una función secundaria, sobreentendida, casi invisible, sobre todo en lo más elementes (seguridad, custodia), y, una vez asegurada, que la atención pueda centrarse en el aprendizaje y la enseñanza, pero no hay que infravalorarla, porque, en realidad, es la primera y la única irrenunciable. Recuérdese la pirámide de Maslow o, simplemente, la sabiduría popular: la salud es lo primero, la seguridad ante todo (y más con los niños). Lo que no sería de recibo es que la experiencia de la enseñanza remota de emergencia, que no híbrida, cuyas limitaciones vinieron sobre todo del escaso desarrollo digital de los centros y la insuficiente competencia digital docente, se volviera un argumento contra la necesaria transformación digital de la educación.

Tan sentida reivindicación de la presencialidad, tan superflua y tan susceptible de ser utilizada como un velo sobre las carencias digitales de centros y profesores, viene asociada a la cuestión de las ratios. La pandemia, que exigía desconcentrar a los alumnos y ocupar otros espacios sin descuidar la supervisión adulta, hizo necesario reforzar la plantilla docente (también diezmado por su incidencia) y así se hizo, y solo cabe lamentar que no fuera más y antes. Pero solo era, y solo debe considerarse tal, un refuerzo para una situación de emergencia. Escandalizarse ahora de que esa ampliación de plantilla no se mantenga es como pedir que el refuerzo de los bomberos forestales o el personal de hostelería se mantenga más allá de la temporada de verano: se entiende la empatía con quienes tengan que volver a buscar empleo, si es el caso, pero no que alguien propusiera convertirlos en plantilla permanente. Sin embargo, eso es lo que sucede en la educación: bajo el mantra de las ratios, que siempre se declaran excesivas, toda ampliación del profesorado es imprescindible y todo el que pone una vez el pie tiene que quedarse, como antaño los vendedores a domicilio. Lamentablemente, tenemos sobrados datos y pruebas de que, estando en ratios como las españolas actuales, reducirlas es ineficiente, o sea, cuesta mucho y sirve de muy poco (sin negar que pueda convenir reducirlas acá o allá, ni aumentarlas allá o acullá). Con frivolidad, si es que no desfachatez, oímos y leemos ahora que las superiores tasas de promoción en los cursos de la pandemia serían la demostración de la eficacia de reducir las ratios (las próximas pruebas de diagnóstico dirán qué hubo tras esas tasas).

La pandemia sí que ofreció dos experiencias accidentales, pero mucho más interesantes y menos ancladas en la inercia corporativa. Una fue la codocencia, es decir, la copresencia y colaboración de dos o más profesores ordinarios en un mismo espacio y con un mismo grupo de alumnos (ese grupo podría ser la acumulación de dos grupos ordinarios, incluso más, y ese espacio solía ser extraordinario, habilitado para desconcentrar). Esta experiencia mostró las ventajas de no trabajar en soledad, compartir responsabilidades, combinar competencias (en particular, la experiencia de los veteranos y la energía de los noveles, la competencia pedagógica de aquellos y la tecnológica de estos); y esta, sí, creo que podemos decir que vino para quedarse, aunque admite muchas variantes y grados y superar el aislacionismo docente será largo y difícil (Fernández Enguita, 2020).

Otra experiencia fue, sin duda, el aprendizaje en línea y en sede a la vez. Se suele dar por sentado que presencial es cara a cara y virtual es a distancia, es decir, que lo propio del espacio físico escolar es la interacción profesor-alumno, por unidireccional que sea, y, si así se dispone, el trabajo de los alumnos en equipo, mientras que la interacción virtual y el uso autónomo de dispositivos digitales quedaría para el hogar (en los estudiantes ya crecidos, para el aprendizaje en movilidad), pero no hay por qué. La pandemia forzó llevar a casa, o en todo caso fuera de la escuela, en línea, lo que antes se hacía en el aula, pero, al exigir la desconcentración espacial dentro de la escuela algunos centros vieron posible diseñar actividades más autónomas para los alumnos, en sede pero con un acompañamiento docente más ligero. Por ejemplo, alumnos trabajando en la web, con aplicaciones o en línea con otros pero en bibliotecas, comedores, etc., donde un número mayor de ellos podía estar a cargo de un número menor de profesores (ratios in situ más altas, a cambio de ratios más bajas en otros momentos o lugares: en suma, flexibilidad). Diversas combinaciones de actividad con el artilugio pero en sede forman parte de distintas experiencias de aprendizaje híbrido (Christensen & al, 2013)

Esta reorganización de tiempos y espacios, con frecuencia improvisada, debida a la combinación de necesidad e ingenio, puso en primer plano el elefante en la habitación: la losa insufrible que supone para aprendizaje la enseñanza la materialidad convencional del aula, a saber: el aula-huevera (similar al templo y al viejo taller industrial), siguiendo una parrilla horaria (como la programación televisiva) y escenario de una actividad homogénea y simultánea (de inspiración militasr, pero ad usum Delphini). La necesidad y superioridad de espacios de aprendizaje innovadores, ante todo flexibles, reconfigurables, lo que he llamado hiperaulas, en que el profesor no viene a seguir una combinación de guión teatral y plantilla de baile ante un público inmóvil sino que puede y debe diseñar situaciones, experiencias, proyectos y trayectos de aprendizaje para sus alumnos, y conducirlos a y en ellos con la máxima libertad.


¿Brecha? Desigualdades, sí; excusas, ninguna


El otro gran tema y problema de la desescolarización forzosa fue la mal llamada brecha digital. El concepto surgió a principios de los noventa, con el primer asomo de la informática personal en las escuelas y la promesa de internet. Proyectos como Apple Classsrooms of Tomorrow, movilizaban ya a miles de profesores y alumnos (su filial española, Grimm, afirmaba llegar a 120 escuelas, 450 profesores y 15000 alumnos en 1997) y el vicepresidente Gore anunciaba autopistas de la información, pero los ordenadores personales y el acceso a la internet eran bastante caros. Proliferaron entonces las visiones dicotómicas: inforricos e infopobres (Haywood, 1995), los que tienen y los que no (Wresch, 1996), brecha digital (NTIA, 1998, 1999). En el mundo educativo, la alarma era comprensible, pues la percepción espontánea era que, cuando ya los sistemas nacionales habían logrado una notable (que no total) igualdad en la provisión (que no en sus resultados), irrumpía una tecnología al alcance de pocos y de difícil financiación pública. Pronto, sin embargo, la realidad mostró ser más complicada. Los precios, por supuesto, no han dejado de caer desde entonces. La desigualdad resultó no ser una brecha entre tener y no tener, sino una estratificación más compleja, incluidas las muchas variantes del tener. Y, lo más importante, según los have-nots, los infopobres, superaban esa brecha, salió a la luz un problema mayor, la desigualdad en el uso, entre el consumo de entretenimiento y el uso formativo y creativo del nuevo metamedio digital. Difícilmente podría haber sido de otro modo, pues cuanto más potente y libre sea la tecnología de la información, la comunicación y el aprendizaje, y la digital lo es mucho más que la impresa, mayores serán los riesgos de desigualdad social ante, con y en ella (Fernández Enguita, 2018; Dijk, 2020).

Este es el problema real: lo era antes, lo fue en pandemia, y lo es y lo será ahora y en el futuro. La supuesta brecha en el acceso funcionaba como explicación e incluso coartada para resistir la digitalización y descartar la transformación digital de la escuela. Los docentes suelen subestimar el equipamiento de las familias, con la benevolencia de los alumnos: para los primeros aplaza el aggiornamento y para los segundos supone menos tareas. Ya hemos visto que los datos no indicaban una brecha digital, aunque tampoco negaban la desigualdad. La pandemia, sin embargo, elevó el problema a otro nivel, pues con un ordenador en casa y una conexión mediana, por ejemplo, no es lo mismo que, en la vieja normalidad, uno o dos alumnos debieran utilizarlos un rato por las tardes que, en lo peor de la pandemia, toda la familia tuviera que compartirlos para el horario escolar, el teletrabajo de uno o más adultos, la compra cotidiana y otras gestiones, la comunicación con familiares distanciados y el ocio de todos. Sin dramatizar, pues también es cierto que los empleadores proporcionaron equipamiento para el teletrabajo y no pocos centros y algunas administraciones educativas lo hicieron para el estudio, está fuera de duda que el confinamiento supuso una multiplicación de las necesidades sin otro tanto en los medios y, por tanto, agravó la desigualdad.

Sí que hubo otra brechas, esta vez de verdad: la tercera, entre una escuela instalada en la Galaxia Gutenberg que sirve de poca ayuda a una adolescencia ya inmersa en la Galaxia Internet. La cuarta, guste o no, entre un puñado de escuelas mejor preparadas y más dispuestas, sobre todo privadas y concertadas, y una mayoría que no lo estaban, sobre todo públicas. De vuelta a la normalidad, la cuestión es que los centros educativos, todos, deben dar el salto a la digitalización y la transformación digital: primero, porque una educación de calidad y con equidad así lo requiere; segundo, porque hemos visto las orejas al lobo, debemos estar listos para un desalojo escolar y no quedan ya excusas. De hecho, la pandemia ha cerrado más cualquier brecha en sentido fuerte: el número de alumnos por ordenador descendió de 2,9 a 2,5 entre 2018-19 y 2020-21 (no hay datos de 2019-20), doble que en el sexenio 2013-19 (MEFP, 2022). El porcentaje de adolescentes usuarios de ordenador pasó del 91,5% en 2020 al 95,1 en 2021, y, el de usuarios de la internet, del 94,5 al 97,5% (INE, 2022). Quedan, pues, mínimos residuos de no acceso, a los que sin duda se sumarán porcentajes más amplios de difícil acceso, pero son cifras que las administraciones educativas y los centros escolares están en condiciones de afrontar.



Referencias

Christensen, C. M., Horn, M. B., & Staker, H. (2013). Is K-12 blended learning disruptive? An introduction of the theory of hybrids. Clayton Christensen Institute.

Fernández Enguita, M. (2018). “El futuro digital y la desigualdad que viene”, en L. Ayala & J. Ruiz-Huerta. 3er Informe sobre la desigualdad en España, 255-278. Fundación Alternativas.

Fernández Enguita, M. (2020). “2a/2p<< a/p. Del aislamiento en la escuela a la codocencia en el aula: Enseñar es menos colaborativo que aprender o trabajar, y debe dejar de serlo”Participación educativa 10, 15-29.

Fernández Enguita, M. (2022). “Una prueba de esfuerzo (fallida) para el sistema escolar”, en O. Salido y M. Massó, eds., Sociología en tiempos de pandemia. Impactos y desafíos sociales de la crisis del COVID-19. Madrid: Marcial Pons,.

Hargittai, E. (2002). “Second-level digital divide. Differences in people’s on-line skills”. First Monday 7(4). https://bit.ly/3CNX2Hz, acc. 1/9/22.

Haywood, T. (1995). Info-rich-info-poor: Access and exchange in the global information society. New Providence, K.G. Saur.

INE (2022a). Resultados nacionales. Equipamiento de productos TIC de las viviendas. https://www.ine.es/dynt3/inebase/es/index.htm?padre=6898, acc. 1/9/22

INE (2022b). Enseñanzas no universitarias. Sociedad de la información y la comunicación en los centros educativos. Series. https://www.ine.es/jaxi/Tabla.htm?tpx=50095&L=0, acc. 1/9/22

Maslow, A.H. (1943). “A theory of human motivation”Psychological Review50(4), 370-396.

MEFP (2020). Estadística de la Sociedad de la Información y la Comunicación en los centros educativos no universitarios. Curso 2018-2019. Nota resumen. https://bit.ly/3x290uV, acc. 3/9/22

MEFP (2022). Enseñanzas no universitarias. Sociedad de la información y la comunicación en los centros educativos. Series. https://bit.ly/3qof25n, acc. /9/22

NTIA (1998): Falling through the net II: New data on the digital divide. Washington, D.C.: U.S. Dept. of Commerce, National Telecommunications and Information Administration.

NTIA (1999): Falling through the net: defining the digital divide: a report on the telecommunications and information technology gap in America. Washington, D.C.: U.S. Department of Commerce, National Telecommunications and Information Administration.

Wresch, W. (1996). Disconnected: Haves and have-nots in the information age, Rutgers U.P.


* Publicado originalmente en Obsevatori de l'educació local, Anuari 2022. Diputació de BarcelonaCol·lecció Eines, Sèrie Educació 12, Basrcelona, 2023, pp. 18-23

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