Entrevista con Paloma Díaz Sotero en Actualidad Docente, 24/6/19
Mariano Fernández Enguita nos recibe en la antesala de la hiperaula que han diseñado en la Facultad de Educación de la Universidad Complutense. La hiperaula es un proyecto de reconfiguración del entorno de enseñanza-aprendizaje como palanca de transformación educativa, ya que facilita, y propicia, cambios tanto en la labor docente, como en el rol del alumno. Lo dirige el propio Enguita, catedrático de Sociología que se reconoce empeñado en «entender lo que pasa, particularmente en educación, pero no sólo en educación». Consciente del bloqueo político que sufre la educación en España, su inquietud investigadora transita ahora mismo por los intrincados vericuetos de un pacto para la educación. Más bien «un compromiso», precisa, ya que implica «ceder». Él cree que es perfectamente posible y nos explica cómo.
P.– A estas alturas, ¿a usted qué le emociona en educación? ¿Qué le motiva?
R.– Salvo cuando era más joven, que me motivaba especialmente la política y cambiar el mundo con ella, lo que siempre me ha motivado, y lo que me motiva, es entender lo que pasa, particularmente en educación, pero no sólo en educación. Entender para hacer.
P.– ¿Y qué pasa en España para que los partidos políticos no hayan conseguido ponerse de acuerdo en una legislación básica sobre educación y para que la gestión educativa sea una lucha de fuerzas?
R.– Precisamente en lo que estoy trabajando ahora mismo es en esa idea del pacto en educación del que siempre se habla. Intento profundizar en ello porque me preocupa. Todos somos conscientes de que, si la educación es un instrumento de la sociedad, si puede ser conflictiva porque entraña cosas que afectan a nuestras creencias en un sentido o en otro, si trabajamos en ella con niños que van a vivir 80 años más, es conveniente que alcancemos algún tipo de acuerdo básico y que evitemos esos rifirrafes que se dan una y otra vez en torno a educación. No me gusta la palabra “pacto” porque un pacto vale para cualquier cosa. Entiendo que hay que hablar más de un compromiso porque se trata de ceder; no de ponerse de acuerdo con los que ya están de acuerdo. Lo que hay que hacer es llegar a compromisos con los que no piensan como tú. Necesitamos compromisos entre creyentes y no creyentes, entre los que quieren que la escuela contribuya a la educación religiosa de sus hijos y los que quieren que sea de todos, entre los que creen en la escuela concertada y los que creen en la pública. Y creo que es posible.
P.– ¿Cómo? Pongamos por caso la religión. ¿Qué solución le ve usted a que unos quieran quitarla y otros ponerla en el currículum?
R.– ¿Tú crees realmente que la gente creyente necesita que la religión sea una asignatura que esté en medio de la mañana y que cuente para la Selectividad? La gente necesita pensar que la escuela no va en contra de sus creencias, sino acorde con ellas, o que es un lugar donde sus hijos puedan recibir religión de acuerdo a sus creencias. Yo presidí un APA cuando mi hijo estaba en el colegio y pedí al cura de la parroquia del barrio que diera la catequesis en el colegio. ¿Por qué? Porque los padres tenían que venir a por los niños y cruzar una calle para ir a la catequesis, así que le pregunté: ¿por qué no vienes tú y das la catequesis aquí después del colegio? A mí no me gusta la catequesis. Pero, a ver, si tengo baloncesto en el colegio, ¿por qué no voy a tener catequesis? No quiero comparar la religión con el baloncesto, pero ¿cómo podemos tener baloncesto, y mindfulness, y no tener lo que para un sector de familias es esencial? ¿A quién le molesta? A nadie le molesta que a las 4:00 se hable de religión en el colegio, sea católica o musulmana, o lo que sea. Realmente no creo que los padres tengan interés en que la religión tenga que ser en horario lectivo. Hay terrenos de acuerdo…
P.– Otro tema que levanta ampollas políticas es el de la lengua vehicular.
R.– Ése es un asunto intratable en Cataluña, pero hay que matizar: intratable con el PDCAT o con ERC, pero la sociedad no quiere lo que ellos quieren; la mayoría de la gente quiere las dos lenguas, según las encuestas que hacen. Pon eso sobre la mesa, y pon señuelos: ¿por qué no ofrecemos en todos los colegios de España la posibilidad de aprender de catalán, o euskera, o gallego, o árabe… cuando lo quiera un grupo de 20? ¿Por qué no ofrecemos a todos la posibilidad de aprender aquello que tenga cierta entidad cultural?
P.– ¿Y cómo resolvería el problema que tiene la concertada y las familias que quieren concertada para sus hijos? Unos partidos quieren limitar su crecimiento, incluso estrangularla; otros quieren que se construyan más colegios o que se abran más aulas conforme a su demanda.
R.– Yo, si tuviera que construir la escuela desde cero, la haría toda pública. Los que dicen a menudo que hay mucha concertada en España, pues es verdad. Pero no se suele tener en cuenta dos cosas. Primera, que en todo caso la tendencia en todo el mundo es al crecimiento de la privada y hacia fórmulas que subvencionan la privada. Segundo, no se tiene en cuenta una paradoja, que es que en los países donde hay poca privada fue fácil que la escuela fuera pública porque la escuela religiosa ya era pública, ya que la religión era religión de Estado: por ejemplo, Reino Unido o Alemania. Es donde había donde había dos religiones, o donde había más distancia entre la religión y el Estado, donde se mantuvo con más fuerza la escuela privada. O miremos a EEUU: allí hay cierta cantidad de escuela privada porque la escuela pública era considerada una escuela protestante por los polacos, los griegos, los italianos, etc, que no venían del mundo protestante. Entonces ellos quisieron escolarizarse aparte. Todo esto es una respuesta a la primera parte del problema. La segunda parte es que la escuela pública no es tan buena como prometió y resulta que la concertada no es tan mala.
P.– Tampoco hay que vincular la concertada a la religión porque hay mucha concertada no religiosa.
R.– Por ejemplo, las cooperativas. Y también hay muchas escuelas religiosas en las que queda un cura, o una monja. O resulta que es una monja puntera en innovación. O vas a un público y te encuentras con un profesor que es peor que un cura… No podemos seguir funcionando con esa idea del bien y el mal. Y luego no podemos olvidar una cosa, y es que el tercio que va a la escuela concertada y a la privada no es cualquier tercio; es un sector urbano más educado, más rico, más activo políticamente. Así que midamos las batallas que queremos dar.
P.– Para quien no le gusta la concertada, limitarla no será la mejor solución, entonces.
R.– Aunque suene a eslogan, yo diría que hay que estatalizar más la concertada y la privada; regular mejor la composición del alumnado, sobre todo el reclutamiento. Para mí, el problema es ése. Y también hay que privatizar más la pública: hay que dar más autonomía a los centros, hacerlos más transparentes, más responsables y hay que hacer que el que lo haga rematadamente mal una y otra vez pague las consecuencias. En EEUU la fórmula charter se considera escuela pública: es una escuela pública que se ha encomendado a un grupo privado, y los sindicatos apoyan el modelo.
P.– En definitiva, que hay que admitir la realidad y mejorarla, no combatirla.
R.– A ver, yo prefiero escuelas públicas, aunque plantearía la carrera docente de otro modo, y creo que la escuela tiene que ser una institución pública con la fuerza que eso conlleva. Pero tenemos lo que tenemos, y lo que debemos hacer es mejorar los dos pies de esa escuela: más responsabilidad de la escuela pública, individual y de equipo, y más control de la comunidad; y en la concertada, más control del reclutamiento y de posibles casos extremos de adoctrinamiento. Pero, vamos, también hay adoctrinamiento a veces en la pública.
P.– Pero es muy difícil controlar el adoctrinamiento y legislar sobre ello.
R.– No. No es muy difícil. Si tuviéramos codocencia, el adoctrinamiento se desvanecería porque sería muy difícil que un profesor pudiera soltar diatribas sobre la gloriosa historia del pueblo de Cataluña sin que pudiera haber alguien al lado que dijera ‘te estás pasando’. Y lo mismo con la religión, o con la política, o con lo que sea. Cuando tú tienes dos personas, o tres, el profesor ya no habla ex cátedra.
bP.– Esto nos lleva a hablar, política al margen, del trabajo del profesor en el aula. Decía usted que lo que le mueve es entender qué pasa en educación. ¿Qué queda por entender? ¿Cuanto más se sabe, menos entendemos?
R.– En educación queda prácticamente todo por entender. Es un ámbito muy poco discutido. Se habla mucho, los profesores hablamos mucho y nos quejamos mucho de que todo el mundo habla de educación sin saber; pero, al mismo tiempo, hay una reflexión muy limitada. Por ejemplo, no sabemos hasta qué punto el aula tradicional ha funcionado como una caja negra; nadie se pregunta cómo funciona, igual que nadie se pregunta que hay detrás del frigorífico mientras los alimentos que saca de él estén fríos. Tenemos que reflexionar sobre el aula, sobre su arquitectura básica interior, o su arquitectura organizacional. Pensamos en el proceso educativo como si pensáramos en la radio: ¿el programa es bueno?, ¿o es malo?, ¿hay que poner más geografía?, ¿más de esto?, ¿o más de lo otro? Pero el proceso educativo no es un medio de comunicación, es un escenario de experiencia. No hay que preocuparse tanto del mensaje, sino de la experiencia.
P.– La investigación sobre educación está desvinculada de la práctica cotidiana del aula, igual que la mayoría de los docentes están desconectados de la investigación sobre educación. ¿Quién tiene menos ganas de acercarse?
R.– Muchas veces se ha entonado un mea culpa en la universidad de que lo que investigamos es irrelevante para cambiar la sociedad en la que vivimos y que tenemos poco contacto con la realidad y con sus profesionales. Pero en educación creo que el problema es más bien al revés. La docencia es una profesión muy amplia que no tiene una formación científica en el caso de Magisterio, donde sólo se dan pinceladitas de casi todo. Una de las cosas que me preocupa en educación es la cantidad de leyendas urbanas que circulan entre el profesorado. La formación científica del maestro en sentido amplio es muy débil y es clave para diferenciar las hipótesis de lo que está probado. Y la formación en educación del licenciado en otra cosa es muy débil también. Hay un gran elemento de distorsión, que es que los profesores son antiguos buenos alumnos; sobrevivieron bien en la escuela y van a reproducir el modelo porque, además, les parece bien. Y van a ser profesores de alumnos tan buenos como fueron ellos, pero también de otros muchos que no quieren saber nada de la escuela, abominan de ella, les parece que no es útil, les parece que están encerrados, y no los van a entender. Entenderlos requiere estudiar y profundizar; no sólo llegar allí, empatizar y charlar con ellos. Falta formación de base para ser profesor y, en general, en el profesorado.
P.– ¿Aquí, en la Facultad de Educación, ve que los estudiantes tienen voluntad de cambiar las cosas?
R.– Al profesor le gusta creer que va a cambiar el mundo; es muy profético y muy mesiánico. Pero la primera pregunta es si es capaz de cambiar lo que tiene al lado. Igualmente es muy dado a criticar, al Gobierno, a la OCDE, a la Administración…, pero a sí mismo se ve impoluto, puro; sólo quiere el bien de los alumnos…Pero también quiere volver a casa pronto y no tener clase por la tarde, tener vacaciones largas, jubilarse pronto… Es poco crítico consigo mismo. Lo digo con la convicción de que hay que cumplir aquella frase que estaba en el templo de Delfos que decía: “Conócete a ti mismo”. En educación es especialmente importante.
P.– A veces, en educación parece que algo se pone de moda y parece que hemos descubierto el santo grial, aunque luego llevarlo a la realidad de las aulas no es tan fácil y todo sigue funcionando como siempre. Y al cabo de unos años, otro santo grial. ¿Qué opina?
R.– La educación es un espacio tan amplio, que caben muchas modas, muchas filias y fobias que pasan rápidamente; igual que hay un sinfín de profesores que dicen “a mí, que inventen, que yo voy a seguir haciendo lo mismo”. Las modas expresan cierta ilusión, pero también encierran cierta superficialidad. Y lo otro, el no hacer nada distinto, indica el modo en que sobre todo el funcionario está apalancado. El profesorado, en su mayoría, es funcionario y está blindado, y tiene un público cautivo porque los alumnos no pueden dejar de venir al menos durante 10 años. Y se ha asumido como libertad de cátedra el derecho a decir o hacer cualquier cosa, tenga fundamento o no lo tenga; y eso es una profunda confusión. Lo tenemos muy fácil para resistirnos al cambio. Pero hemos llegado a un momento en el que hay una convicción generalizada de que esto no puede seguir así.
P.–¿Qué opina de la ilusión que está despertando la neuroeducación?
R.– Hay modas que entran muy fácilmente, como todo lo que tiene que ver con ciencias de la cognición. Recuerdo un artículo de Bruer, uno de los santos padres de la neurociencia, subtitulado «Un puente demasiado largo» y que venía a decir que aquella promete mucho, sí, pero de momento ofrece poco o nada de aplicación directa. Dejen ustedes que sigan estudiando neurociencia, a ver si los de psicología cognitiva son capaces de sacar algo de aquí y luego, que los maestros lean a los de psicología cognitiva. Hay varios pasos entre la neurociencia y el aula.
P.– ¿Hay que buscar evidencias antes de dejarse embelesar por los cantos de sirena?
R.– Pero no hay que tener miedo a innovar y a experimentar. Precisamente lo que no tiene ningún fundamento es lo que hacemos todos los días: el aula típica, con su lección y sus exámenes. Eso jamás fue fundamentado. Nunca encontrarás una investigación, ni grande ni pequeña, que explique por qué los alumnos están alineados frente al profesor, por qué la enseñanza se divide por asignaturas, por qué se enseñan en sesiones de 45 minutos o de una hora, por qué se hace por cursos. No hay nada detrás de eso. La gente pide credenciales científicas a la innovación, pero no hay ninguna que respalde que sigamos como estamos. Es más, tenemos alguna evidencia anecdótica de que otros sistemas funcionaban mejor; por ejemplo, la escuela lancasteriana o monitorial, donde un profesor tenía hasta mil alumnos y los manejaba a través de los alumnos mayores o los más aventajados. Era más eficaz y más barata, pero se la cargaron porque no disciplinaba bien.
P.– ¿La escuela homogeneiza?
R.– No. La escuela establece un patrón común para heterogeneizar: para decir tú vales, tú no vales; tú puedes seguir estudiando y tú a aprender un oficio. La escuela nunca fue para hacer a la gente más igual.
bP.–¿En qué consiste la hiperaula? [Se lo preguntamos en la propia hiperaula que han diseñado en la Facultad de Educación y que ha impulsado el propio Enguita]
R.– El proyecto del hiperaula consiste en crear un espacio-tiempo abierto que no te condicione cómo debes dar la clase. Yo espero que el primer día que empiece a dar clase en esta hiperaula que tenemos aquí entre con un diseño, pero ese diseño cambie a lo largo del trimestre de acuerdo a la experiencia y a las propuestas de los alumnos. Nada está prediseñado; todo se mueve; el espacio se puede utilizar para un gran grupo o para que trabajen varios grupos; el alumno está menos atado y puede moverse; hay apoyo de tecnología, como pantallas táctiles y displays; puede haber una transición fácil entre lo analógico y lo digital: hay pizarras para escribir y dibujar, y una cámara lo capta y sube directamente al campus virtual. Le llamo hiperaula, no sólo porque sea grande, sino porque es un hiperespacio, porque es un entorno hipermedia y porque es algo muy rico en hiperrealidad. El curso que viene yo entraré aquí con otro profesor y dos grupos, que a veces manejaremos como un único grupo, o lo dividiremos en varios grupos más pequeños. Y el mero hecho de que las paredes sean de cristal y de que el interior se vea desde fuera, ya es mucho. La visibilidad impide que un profesor se ponga a leer el periódico mientras los alumnos hacen otra cosa.
P.– ¿La hiperaula implica codocencia?
R.– No tiene por qué. Pero al permitirte jugar con el espacio y con el tamaño del grupo de otra manera, hay muy pocos casos en los que la proporción idónea vaya a ser 1 profesor-30 alumnos. Si se trata de dar una lección magistral, mejor estaría con 300, que eso la hiperaula lo permite. Pero si toca trabajar en equipo, un profesor solo poco puede hacer; varios profesores pueden pasearse entre los grupos, uno puede hacer una cosa y otro otra. En general, en los sitios donde yo he visto que se producen estos cambios en el espacio, en Primaria y Secundaria, implican algún tipo de codocencia. ¿Qué te aporta la codocencia? Que uno sea senior y otro junior; que uno sepa más de una cosa y otro de otra; o abordar un proyecto desde dos especialidades, o que un alumno que tiene una mala relación con un profesor pueda ser atendido por otro compañero.
P.– Como en todos los trabajos, los egos chocan también en los colegios. No todos los docentes podrían trabajar con otros compañeros de manera cooperativa y, tal vez, tampoco generarían un buen ambiente de aprendizaje. ¿La codocencia es una práctica sólo para docentes que tengan buena química entre ellos?
R.– No creo en absoluto que dos profesores tengan que llevarse bien para hacer codocencia. Ése no es el problema. Hemos configurado la profesión sobre el modelo de un maestrito para todos los alumnos, y de ahí viene todo. De ahí vino lo de vamos a darle a cada maestro un curso, pero que siga siendo igual de autónomo a cuando estaba él solo. Luego le vamos a dar una asignatura, pero vamos a dejarle que siga siendo igual de autónomo que cuando las daba todas. El modelo es que un maestro es el propietario de su aula. Cuando tú eres el propietario de tu clase y ves a tus compañeros sólo en el claustro, pasan dos cosas: primero, lo más probable es que lo hagas mal porque tienes que hacer de todo a la vez y nadie puede hacer eso bien. Podrás ser más o menos hábil, más o menos carismático para interesar a los alumnos en tu asignatura, pero lo más probable es que te las veas y te las desees para salvar la situación. Sigues solo. Nadie te dice si lo haces bien o lo haces mal, si podrías hacerlo de otra manera; y no puedes recurrir a nadie; y si lo haces, se te ve débil o como mal profesor. ¿Para qué ves a tus compañeros en el claustro? Para repartir los recursos, para repartir los horarios, para repartir los grupos que nadie quiere…es decir, para vivir una situación de conflicto. Eso es lo que genera mala relación en las escuelas. Por eso los odios son peores en Secundaria que en Primaria, y peores en la Universidad que en Secundaria. Si no vieran a sus compañeros como alguien con quien competir, sino como alguien en quien apoyarse, las relaciones serían otras. Es verdad que luego hay gente más simpática y menos, más empática y menos. Yo, cuando he ido a visitar colegios donde se hace codocencia, he cogido a un profesor y le he preguntado qué tal, suelen decirme: “Al principio, pánico; luego, un alivio”. Porque es más fácil así.
P.– ¿En los centros en los que ha visto codocencia habían ampliado aulas y tirado paredes?
R.– Yo he visto, sobre todo, tres tipos de codocencia. Uno, en trabajo por proyectos: los alumnos tienen su aula y su profesor y salen de ella para hacer un proyecto con otros alumnos y otros profesores. Eso se ve cuando hay aprendizaje basado en proyectos tomado en serio. A lo mejor dura una temporada, unas horas cada día o a la semana. Se ve, sobre todo, en proyectos STEM y STEAM, y en Formación Profesional. Otro tipo de codocencia que estamos viendo ahora es cuando se juntan dos líneas y se tira la pared de en medio. Dos aulas divididas son menos espacio que dos aulas juntas; igual digo con la mayor convicción que dos profesores con 50 alumnos es una ratio mucho mejor que uno para 25.
P.– Aquí no valen las matemáticas, en el sentido de que no es lo mismo 1/25 que 2/50…
R.– Dos profesores juntos son mejores que por separado.
P.– ¿Y cuál es la tercera modalidad de codocencia que usted ha visto?
R.– Luego hay otro tipo de aulas abiertas, pero no de tirar el pladur y juntar dos clases del mismo curso, sino un modelo de aulas abiertas a todo el alumnado, que se dio más en los años 60 y 70, y de la que tenemos el ejemplo de la Escola da Ponte en Portugal. Allí no hay cursos. Hay grupos en un aula muy grande; los profesores van pasando por los grupos y cuando ven que un alumno ha alcanzado los objetivos de aprendizaje de ese grupo, pasa a otro grupo. Hay que tener en cuenta que en España la unidad fundamental es el ciclo, no el curso; es decir, dos años, no uno. Hay que pensar que todos los años en Primaria entran alumnos que saben leer, y otros que no tienen ni idea, y se les trata igual. Se maltrata a los que saben.
P.– Hay quien dice que lo de juntar aulas está muy bien con alumnos disciplinados, pero irrealizable con alumnos disruptivos.
R.– Los alumnos disruptivos son producto de esas aulas en las que tienen que estar sentados mirando al profesor. ¿Quién quiere estar en esas aulas? Para querer estar ahí hay que tener un control del cuerpo, hay que tener una voluntad de disciplina, hay que dar un valor al profesor y querer tenerlo contento, hay que estar convencido de que eso es lo que tu familia quiere, hay que estar convencido de que, a cambio de eso, luego tendrás unos premios, o hay que vivir en un entorno en el que todos condenan que no te portes bien ahí. Las aulas que crean alumnos disruptivos son las aulas que tienen a los alumnos clavados al asiento cuatro horas. El simple hecho de poder girar mi silla y moverla me hace estar mucho más a gusto a mí, que soy un adulto y estoy aquí sentado porque quiero. En la hiperaula, hay mobiliario muy diferente y que se puede trasladar de un sitio a otro; damos por hecho que la gente es distinta y que no tiene que estar cuatro horas en la misma posición; tienes que poder moverte. Hay que tener cierta movilidad en el aula, al margen de que luego salgas a jugar y a correr. A mí me aterroriza cómo avanza el diagnóstico del TDAH en EEUU. Cuando voy a centros que han modificado el espacio del aula y han dado más movilidad a los alumnos, siempre pregunto por esos niños con tendencia a ser diagnosticados de TDAH y siempre me responden que están mejor que nunca.
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