Hace poco, autora y editorial me pidieron un nuevo prólogo para una nueva (re)edición de Las primeras maestras, de mi amiga y colega Sonsoles San Román, nacido de una tesis doctoral que yo mismo dirigí. Habiendo prologado ya la 1ª edición, ofrecí y envié un addendum al texto anterior (se entienden mejor juntos), que la editorial censuró. Siguen el texto censurado y mi interpretación del incidente, poco halagüeña.
¿Los últimos maestros? Tal vez deba ser ése el título de una próxima tesis, y quizá la dirija la profesora San Román. Cuando Sonsoles escribió su tesis doctoral, luego convertida en el libro que ahora vuelvo a prologar para su feliz quinta edición, la sociología de la educación española estaba instalada en el estudio de la brecha de género. Por un lado, quedaba mucho por saber, y ahí es donde llegó tan oportunamente el espléndido trabajo genealógico que sigue a estas páginas. Por otro, era ya patente la feminización de docencia y discencia: las docentes iban superando en cantidad a los docentes –en especial las maestras a los maestros– y las alumnas obtenían ya mejores resultados que los alumnos en los indicadores básicos (fracaso, abandono, repetición, acceso a estudios superiores). Pero lo primero parecía poco relevante ante la menor presencia femenina en el conjunto del empleo remunerado, más bien una cuña insuficiente, mientras que lo segundo podía celebrarse como un necesario elemento compensatorio para la incorporación de las generaciones venideras a la vida activa, es decir, como algo que ayudaría después a mitigar la desventaja, cuando no la discriminación, de las mujeres en el mercado de trabajo.
De todo esto hay todavía: profesiones y categorías, entre las más deseables, que se resisten al acceso de las mujeres, diferencias salariales, techo de cristal, doble jornada, problemas de conciliación…; también en el ámbito más restringido de la enseñanza, donde vale la pena mirar con lupa los cuerpos de status más elevados, los responsables políticos, etc., para ver cuánto camino nos queda todavía por recorrer hasta la igualdad de género. Habrá, pues, que hilar más fino en la localización y comprensión de los mecanismos que subordinan a las mujeres. Pero sería irresponsable ignorar que, en algunos aspectos, la brecha se ha invertido y la perspectiva de género necesita ser equilibrada.
Fracaso, abandono y demás males principales de la educación se concentran hoy en los chicos, con “o”, y no podemos dejar de preguntarnos si tendrán algo que ver con esto la feminización del profesorado y otros aspectos asociados a ella, en particular el cambio en su composición de clase (las familias de origen y de destino de las mujeres docentes suelen ser de status superior a las de los docentes varones) y el estilo personal (las docentes conectan más difícilmente con los alumnos, con ‘o’, y en particular con la idiosincrasia y las maneras de los alumnos de clase trabajadora, comparativamente más inclinados hacia actitudes machistas). En cualquier caso, no cabe ignorar por más tiempo que las dificultades escolares se concentran hoy en los adolescentes varones, ni el cuerpo creciente de literatura que señala el conflicto entre su desarrollo personal y la vida y la cultura escolares (Sax, Zimbardo & Duncan, Sommers).
Tampoco parece de recibo cerrar los ojos ante la desaparición de los hombres, varones, de las primeras etapas del sistema escolar. Las mujeres son ya el 98% del profesorado de educación infantil y el 82% del de primaria. Salvo que alguien piense que es buena idea materializar en las aulas, y más concretamente sobre la tarima, el mensaje de que ocuparse de los niños fuera de casa (y, con mayor razón, también dentro, ¿no?) es tarea exclusiva de las mujeres, ¿no habría que hacer un esfuerzo, ya que no por reequilibrar, sí al menos por mantener una presencia significativa de maestros varones en la educación infantil y, pronto también, antes de que sea tarde, en la educación primaria? Mientras tanto, el motivo principal para cerrar los ojos ante este sesgo de género en el profesorado, la menor participación femenina en el conjunto de la población activa y el valor compensatorio de su presencia en el empleo docente, se ha cuanto menos mitigado, pues en los últimos veinte años se ha más que doblado la tasa de actividad económica (es decir, de participación en el empleo), de la mujer en España.
La buena noticia, aparte de la mayor presencia de la mujer en el mercado de trabajo y en particular en el de las profesiones, es que, ante una época en que la función estrechamente instructiva de la escuela pierde relieve en la sociedad de la información pero su función de cuidado (en el mejor sentido de la palabra) de los menores lo gana debido a la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y a una mayor sensibilidad de la sociedad hacia la infancia, la ética del cuidado, que Carol Gilligan ha señalado certeramente como una ética en esencia feminista y de vocación universal aunque en origen femenina, se verá favorecida por las maestras y, en general, por las educadoras presentes, lo que no es poca cosa.
---------
Hasta aquí el texto. A los pocos días recibí un correo de Lorena Bou Linhares, de Editorial Ariel, en el que me comunicaba: "[H]emos decidido no incluir el prólogo porque, más que un prólogo, que debería situar la obra de la que se ocupa, es una tesis del prologuista sobre la feminización de la enseñanza." Y en un correo a la autora se añadía: "[E]l nuevo prólogo de Mariano no favorece al libro."
Lo único en lo que estoy de acuerdo es en que la principal función de un prólogo es situar una obra. Eso es lo que ya hice en mi primer prólogo, escrito en mayo de 1998 para la primera edición. El problema es que desde esa edición a hoy han pasado algo más de dos decenios, y desde la tesis que le sirvió de base, leída en 1996 y realizada en los años previos, un cuarto de siglo. La obra en sí no ha cambiado, ni tiene por qué, sino que simplemente se reedita, y por eso mismo indiqué claramente cuando se me solicitó el segundo prólogo que debía mantenerse el primero y escribiría un addendum. Porque lo que sí que ha cambiado, y mucho, desde entonces son la escuela y el magisterio, de manera que situar la obra en su momento es algo que ya estaba hecho y, si faltaba algo ahora, justamente, era resituarla en este momento distinto.
Quizá lo que mejor revela el espíritu de Ariel sea lo de que el nuevo prólogo "no favorece al libro", lo que supongo quiere decir que no favorece su venta. Sea lo que sea lo no favorecido no estoy nada de acuerdo. Antes de leer un libro el prólogo no suele tener sobre el potencial lector otro efecto que el de sumar en portada el nombre del prologuista al del autor, lo que puede animarle a tomarlo prestado o comprarlo. Después, efectivamente, debería tener el efecto de ayudar a contemplarlo desde otra perspectiva (para la del autor ya está éste), sea la que sea, más amplia, complementaria o incluso divergente. He escrito ya unos cuantos prólogos y siempre he procurado que así sea, y eso incluye el primer y el último prólogo de los que ahora hablamos. Pero me temo que los editores de Ariel no querían un prólogo que situara el libro, sino una loa que lo elevara (o que elevara las ventas).
La editora me dice que, más que un prólogo, "es una tesis del prologuista sobre la feminización de la enseñanza". En parte sin duda lo es, lo mismo que lo era el anterior prólogo ya publicado y lo mismo que lo era y lo sigue siendo el propio libro que, como ya he dicho, fue originalmente eso, una tesis en sentido fuerte, la tesis doctoral de San Román en la que, como su director académico, lógicamente tuve mucho que ver. Pero me temo que también aquí hay más, concretamente que la "tesis del prologuista" no es del agrado de la editora, quizá por no ir en la trillada línea habitual, que no sé si llamar políticamente correcta; o, peor aun, que la editora no tiene preferencias a este respecto pero piensa que podría no ser del agrado de algún lector (la versión ideológica de "no favorecer", que cabe distinguir de la versión mercantil, aunque no son excluyentes).
Por último, no puedo dejar de añadir que todo lo sucedido me parece de muy mal gusto. Yo no he enviado un original a un editor para pedir su publicación sino todo lo contrario: se me ha solicitado un prólogo, que por segunda vez he hecho, siempre gratis et amore. Sólo eso me parece suficiente para aceptar el texto, aunque no sea el que el editor habría escrito en la contraportada o para una nota de prensa, y, en caso de tener algún problema con su contenido, discutirlo con el autor antes que rechazarlo con pobres excusas. Por si fuera poco, resulta que a lo largo de mi carrera he publicado varios libros con Ariel: La jornada escolar (2001, 2002), Alumnos gitanos en la escuela paya (1999) y, como editor, Sociología de la Educación (1999, con J. Sánchez), todos ellos en la era de solo papel, además de La larga y compleja marcha del clip al clic (con S. Vázquez, 2017), coedición de Fundación Telefónica y Ariel), más un par de capítulos en compilaciones. Suficiente para empezar a pensar que el asunto raya en la zafiedad, aunque, en realidad, apuesto a que la editora ni siquiera conocía el catálogo histórico de la editorial para la que trabaja, lo que no deja de ser una pena. Eso sí: he requerido la retirada, también, de mi prólogo de 1998. Ya no hay química.
Parece claro que está de moda lo femenino y no la verdad, que es lo que importa en todos los campos incluida la igualdad entre hombres y mujeres. Del mismo modo que hay desigualdades en contra de las mujeres también las hay en contra de los hombres. Gracias por explicarlas y difundirlas .
ResponderEliminar