Anteayer tuve el honor de participar en un panel sobre la película Campeones, dentro las Jornadas por la Inclusión organizadas por FEAE, junto a Isabel Martínez Lozano (ONCE), Allende López (AMÁS) y Sergio Olmo, uno de los actores protagonistas. No soy experto en discapacidad, ni siquiera un buen conocedor del problema, aunque sí he trabajado sobre políticas educativas y desigualdades ante, dentro de y con base en la educación. Pero cada vez que he de hablar de, y más si es en poco tiempo, como en mi docencia en el Máster de Formación de Profesorado de Secundaria o en este panel, debo comenzar por decir que es fácil una primera aproximación a las desigualdades de clase (de renta, riqueza, ocupación, nivel cultural...), de género y étnicas (inmigrantes, minorías) y, hasta cierto punto, generalizar sobre ellas, pero es muy difícil hacerlo con las desigualdades asociadas a las discapacidades,[1] pues éstas son socialmente poco visibles, son muy casuísticas y no se dispone de información agregada sustancial sobre ellas.
La película dirigida por Javier Fesser es hilarante, conmovedora e instructiva a la vez, con la virtud de presentar de forma humorística algo que resulta a veces es dramático, a menudo duro y siempre problemático, lo que le da una especial capacidad de provocar empatía (se me antoja un gen Fesser, ese toque que comparte con Cándida, la película documental de su hermano Guillermo). Porque la excusa argumental es el entrenamiento/instrucción de un grupo de jóvenes con diversas discapacidades para el baloncesto, pero su desarrollo es la reeducación y la epifanía de su muy capaz entrenador. Como le resume el jugador Román al entrenador Marco Montes: “No hemos tenido mucho tiempo para encarrilarte del todo, pero estamos contentos.” Algo que evoca inevitablemente al Marx que tanto explotó Freire y que encandila a la pedagogía progresista: “el propio educador necesita ser educado”,[2] si no queremos poner a una parte de la sociedad sobre la otra. Esto es lo que hacen los jugadores con su entrenador y la película con su público, en el cual me incluyo. Y lo hacen ellos mismos, no por actores interpuestos, pues ya teníamos Rain Man, Forrest Gump, Yo soy Sam y otras, muy buenas y meritorias, pero esta vez no es un actor representando a un personaje con discapacidad, sino una decena de personas reales, con sus capacidades y discapacidades, haciendo de sí mismas en pantalla, con lo que la película deja de ser un simple relato para constituirse en la mejor demostración de lo que relata.
Y, ya que hemos mencionado a Marx, recordemos otra de sus célebres sentencias: la sociedad sólo se plantea aquellas tareas que puede resolver,[3] y si hoy avanza en escena el problema de las discapacidades es, en parte, porque hemos alcanzado un elevado nivel de bienestar, las familias tienen pocos hijos, etc. Pero hay en todo caso un fuerte desfase entre la centralidad, en la esfera pública, de las desigualdades de clase, género y etnia y la marginalidad de las relacionadas con la discapacidad, entre las posibilidades de la sociedad y las realidades de la política y la vida cotidiana. Este es el momento, como proclama oportunamente la canción de Coque Malla en la banda sonora. Es el momento de que una sociedad sensibilizada asuma la necesidad de un impulso que reduzca el hiato entre las posibilidades y las necesidades. Quizá la mejor prueba de ello sea el inesperado éxito de la película, que fue en 2018 la más taquillera de las españolas y de todas las adultas (de las no basadas en videojuegos, cómics o superhéroes, con una recaudación doble que cualquier otra excepto una... para adultos), españolas o no. Una buena noticia no sólo para quienes pusieron su esfuerzo en la película, sino para todos los que compartimos su objetivo, la inclusión. Como no se cansan de oír los primeros de los segundos, este film ha hecho por la visibilización del problema y la tarea lo que no han podido decenas de asociaciones y miles de personas en decenios –si bien, como tampoco se cansa de repetir su director, sólo esto ha hecho posible aquello. Si, como decía Oscar Wilde, la naturaleza imita al arte, éste es el momento de que lo haga la sociedad.
Campeones se recrea en el contraste entre la deportividad de los jugadores y la competitividad del entrenador, el juego limpio y el todo vale, los afectos y emociones y el cálculo racional. “Salimos a ganar, no a humillar”. Y es cierto que la educación consiste en buena parte en el control de las emociones, cuando no en su supresión, así como que, para bien y para mal, una gran sociedad no puede regirse por los afectos como una pequeña comunidad. Es tentador dejarse llevar y ponerse del lado de ese modelo como alternativa, pero conviene no olvidar algunas cosas, como que se trata de juego y deporte y no de la escolarización, de un equipo diverso pero no tanto (aunque sea internamente heterogéneo) y un entrenador normal (aunque éticamente empieza siendo algo anormal) y, a fin de cuentas, de una película. La inclusión se juega en muchos ámbitos, pero aquí me interesa uno: la escuela. De hecho en un par de documentales que se han hecho después sobre la película se insiste en que es la hora de la inclusión educativa y se repite un mismo mantra, cierto pero insuficiente e incluso algo peligroso: más recursos.
Piénsese tan sólo en dos palabras que están en el ADN de la escuela: normal y clase. “Normal” no es simplemente ese adjetivo de uso general que el entrenador y su madre tienen, como todos, que aprender a moderar. Normales eran hasta ayer las Escuelas de Magisterio, y normalistas sus alumnos y diplomados: desde 1770 en Alemania, 1794 en Francia, 1839 en España; aquí hasta 1945, en Francia hasta 1990, en numerosos países de Hispanoamérica todavía hoy. Y lo eran (o lo son) porque su objetivo declarado era (o es) normalizar a los maestros para, con ellos, normalizar a los alumnos. Con ese nombre o con otro la norma está presente en la gradación por cursos, los programas, el calendario, los exámenes, las calificaciones… por no hablar ya de una larga lista de descalificaciones más o menos brutales o refinadas: no vale para estudiar, slow-learner, cranque… Y “clase”, aunque metonímicamente haya pasado a designar la lección (dar clase), la hora (durante la clase) o el lugar (en clase), originariamente y ante todo designa una categoría y un grupo, los alumnos a los que hemos separado de otros por su sexo, su raza, su edad, su currículum o su desempeño: la otra cara de la normalización. Y esto no se hace sólo por efecto de su distribución anterior por edad, origen, estatus social, etc., ni sólo con vistas a su distribución posterior hacia especialidades, empleos o funciones sociales, todo ello exterior aunque nunca ajeno a la escuela, sino también con el propósito interior de su gestión colectiva uniforme y serial. Es cierto que algunas de estas categorizaciones (raza, sexo) han caído, o casi, pero todas las demás siguen ahí con la misma fuerza de siempre o más.
Está fuera de duda que inclusión de niños y adolescentes con hándicaps o discapacidades no es gratis, sino que requiere y requerirá recursos adicionales. Pero la mera demanda de “más recursos” puede ocultar una visión inercial cuyo único propósito es preservar la normalidad de la clase. Por ejemplo, cuando lo único que se busca es la reducción de ratios, por sí misma muy poco efectiva, o la adición en el aula de personal de apoyo para que el docente ordinario pueda seguir haciendo lo de siempre y como siempre con el resto del alumnado, lo que suele mal llamarse codocencia.[4] Pero hay que ir más allá de la asunción retórica de la inclusión y de la yuxtaposición de la enseñanza ordinaria y la especial. El problema fundamental es qué hacer, con los nuevos recursos o con los viejos, con los que queremos o con los que tenemos, que no son desdeñables, y aquí hay que entender que el primer enemigo es el aula, el aula tradicional, el aula-huevera; es decir, la uniformidad, la subordinación, el café para todos, el modelo de producción/educación serial que Comenio diseñó imitando a la imprenta, que las órdenes religiosas y las profesiones burocráticas adoptaron y perfeccionaron, que Cossío y Giner tildaron justamente de estampación y que hoy revienta por todas partes, pues ni siquiera es capaz de contener la moderada diversidad de los alumnos normales, mucho menos la de quienes presentan necesidades educativas especiales o tienen que aprender a manejar algún tipo de hándicap. Estos precisan, más que cualesquiera otros, los nuevos ecosistemas de y formas de organización que se van abriendo paso como entornos flexibles, espacios abiertos o hiperaulas. Si se me perdona citarme a mí mismo terminaré diciendo que la inclusión de estos alumnos exige más escuela y menos aula.
[1] Aunque no lo veo ofensivo ni minusvalorativo cuando se refiere a una facultad concreta, no me gusta el término discapacidad, sobre todo porque se desliza fácilmente hacia discapacitado. Pero tampoco me convence el supercorrecto diversidad funcional, pues creo que trivializa un problema que no requiere sólo aceptación, tolerancia o reconocimiento, sino también un esfuerzo adicional de compensación e integración por parte de todos, algo obvio cuando se reclaman para ello recursos económicos y profesionales, la reestructuración de espacios e instalaciones, contar con equipamiento y tecnología especiales, etc. Me convence más el término hándicap, que es también castellano, es valorativamente neutro y, además, es extensible a diferencias no funcionales, sino sociales (por ejemplo, el desconocimiento de la lengua), que también requieren políticas, proyectos e intervenciones compensatorios, pero no es de uso común. Pero no hago causa de esto.
[2] La tercera de las Tesis sobre Feuerbach. Freire insiste especialmente en ella en su Pedagogía de la autonomía, 1997.
[4] Por ejemplo en Cook, L., & Friend, M. (1995). Co-teaching: Guidelines for creating effective practices. Focus on exceptional children, 28(3), 1-16.
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