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11 sept 2015

Ni bueno, ni bonito, ni barato


La crisis y los recortes, un hachazo sobre un sistema educativo ya cuestionado por su ineficacia (fracaso, abandono, repetición, rendimiento mediocre...), han mostrado la fragilidad de amplios sectores de su público, desvelado agendas políticas y expuesto a la luz ineficacias y resistencias institucionales.
Lo primero, la fragilidad social, ha sido y es lo más visible, desde el caso muy minoritario pero dramático de las carencias nutricionales que venían salvando los comedores escolares hasta el arduo esfuerzo que para un sector también minoritario, pero ya no tanto, supone en estas fechas la compra de libros y material escolares.
Lo segundo, la agenda de la derecha, se ha visto en la combinación de manga ancha con la escuela estrictamente privada (desde las cesiones de suelo hasta la púnica), recortes en los fondos destinados a la enseñanza reglada, supresión de programas de apoyo a los más vulnerables, jerarquización de la enseñanza pública y contrarreforma en la obligatoria, más los añadidos ideológicos sobre religión, segregación por sexos, monolingüismo en castellano en comunidades con lengua propia, etc.
Lo tercero puede verse en la chocante persistencia del libro de texto e impreso, con sus antecedentes y consecuencias: fragmentación del aprendizaje, cerrazón en torno al aula y la lección, mochilas de volumen y peso insanos, pedagogías anacrónicas y costes injustificados; a la vez que la reacción dominante a la crisis, al menos en medios corporativos, consiste en pedir volver a los felices presupuestos anteriores, o mayores, para ofrecer más de lo mismo.
Es hora de asumir que, si queremos garantizar a todo ciudadano una base suficiente para alcanzar una vida digna y participar de las oportunidades más allá de esta, los niveles de enseñanza obligatorios (primaria y secundaria) o que se pretende generalizar (infantil de segundo ciclo, que ya lo está, y secundaria superior, para la que la UE fija, y España asume, el objetivo del 85% de titulados) han de ser realmente gratuitos. Y eso requiere que ninguna barrera económica impida a nadie poder cursar tales estudios con éxito, lo que implica la gratuidad de los gastos inevitables: libros y otro material exigidos, comedor y transporte, ante todo. No entraré aquí en lo relativo a los sectores de la primera infancia en riesgo ni a la educación superior, que requieren otras soluciones. Atendiendo tan solo a nuestro K-15, la educación de tres a dieciocho años, la gratuidad total es justa y necesaria y requeriría poco esfuerzo redistributivo adicional.
La otra cara del asunto es la ineficiencia vocacional del sistema educativo. Tan asombroso como que se dé por sentado que lo único que puede hacer más eficaz a un profesor es tener menos alumnos, como si otros servicios intensivos en trabajo no hubieran podido aumentar su productividad (véanse la música, a pesar de Baumol, o el ejército y su destructividad), es que al tiempo que los periódicos, la publicidad, el libro, la banca o la administración reducen drásticamente su soporte impreso y tienen ya mucha más presencia en el digital (en los países avanzados, con la sola resistencia de las personas mayores), en la escuela siga imperando el limitado, ineficaz, incómodo, poco atractivo y carísimo libro de texto (o de insufrible lectura) impreso en papel (a pesar del empuje de los menores, esos nativos digitales). Para sorpresa, incluso, de los propios editores, que tienen ya digital o digitalizado casi todo pero lo venden poco, pues pues no van a ser ellos quienes desplacen a la mayoría de los docentes que son quienes administran la capacidad de compra de las familias o la aplicación última de los fondos públicos, de su zona de confort.

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