29 may 2015

El atasco de la educación y cómo salir de él


Publicado originalmente en Letras Libres: "5 ideas para España"
¿Cuál es el gran problema de la educación en España? No tiene uno, sino muchos, pero ¿cuál es el principal? En el mundillo polarizado, ideologizado y simplista de nuestra educación hay dos respuestas típicas: la conservadora diría que son los malos resultados, ejemplificados por la posición catastrófica del país en las clasificaciones PISA (y PIAAC y otras), aunque en realidad solo sea una posición mediana o  mediocre, sobre todo porque sería atribuible a las reformas de la izquierda (la comprehensividad, la LOGSE, etc.); la progresista diría que es la falta de recursos, de siempre y más ahora, tras los recortes en el gasto social provocados o amparados por la crisis, aunque el montante por alumno (España tiene muy natalidad, por lo que no todo se resume en el porcentaje del PIB) siga siendo muy digno, ya que esos recortes pueden achacarse ante todo al gobierno y a la derecha.
Pero esos no son los verdaderos problemas. No lo son los resultados PISA, etc., pues España, aunque siempre por debajo de las medias de la OCDE y la UE, lo está por poco, prácticamente dentro del margen de error y a la par, por ejemplo, de los EEUU. Tampoco lo son los recursos, pues aunque todo es mejorable y hay necesidades especiales pueden requerir recursos adicionales hoy insuficientes, hay un nivel general más que razonable que se manifiesta, por ejemplo, en la ventaja española en indicadores como los salarios docentes, el número de alumnos por profesor y aula o el equipamiento tecnológico (véanse los datos de Eurydice,  OCDE y ESSIE).
El verdadero problema es otro: el trinomio repetición-fracaso-abandono. El de la repetición empieza por su propia lógica: ¿algún adulto en su sano juicio repetiría el trabajo de todo un año porque parte mayor o menor del mismo resultó mal? Sabemos hasta el aburrimiento que no soluciona los problemas de los alumnos que los tienen, sino que los mantiene y agrava, y que es muy costosa. El mal no es autóctono (era conocido, irónicamente, como el mal francés), pero España encabeza hoy a lista. En todos los sistemas la repetición suele ser menos frecuente en la educación primaria (donde las limitaciones de los alumnos y los desaciertos de los docentes alcanzan un desarrollo menor) y más en la secundaria inferior u obligatoria (donde todo se agrava y se juega el futuro educativo y social de los adolescentes). En el conjunto de la UE el porcentaje de los alumnos que han repetido curso en primaria se es del 7.7%, pero en España al 10%, lo que la pone en sexto lugar). En la educación secundaria inferior (ISCED 2), la tasa europea (entre alumnos de 15 años) es del 10.4%, pero la española del 31.9%, ¡casi triple!, lo que nos coloca en cabeza (Eurydice). La tasa de idoneidad (alumnos que siguen el curso teórico para su edad), en última instancia el mejor indicador de la repetición acumulada (aunque incluye la infrecuente incorporación tardía), se sitúa a los 15 años en el 60% (INEE, indicador R4.1): cuatro de cada diez alumnos han repetido curso (y alguno más lo hará a los 16, todavía en la educación obligatoria).

El desenlace lógico de ese proceso es una elevada tasa de fracaso escolar: 25.7% en 2011. Este se refiere a quienes no obtienen la titulación obligatoria (10 años de escolaridad con éxito), algo tan anómalo en el entorno que la OCDE ni se molesta ya en recopilar y comparar las cifras (se limita al abandono). No es que en otros sistemas escolares se reduzca a cero, sino que son ya porcentajes marginales y, además, no se les cierra el paso a continuar estudios. Pero en España no sólo es un porcentaje muy elevado sino que, dada la ordenación existente, se traduce en el abandono por la mayoría de esos alumnos, en la mayoría de los casos inmediato y en buena parte definitivo. Es el efecto perverso de una medida bienintencionada (como otras que empiedran el camino al infierno) de la LOGSE: exigir la titulación en la enseñanza secundaria obligatoria para el acceso a la formación profesional, lo que dicho al revés significa excluir de esta a quienes no la tengan. Si el porcentaje de no titulados hubiese sido marginal, también lo habría sido el efecto, pero si llega a un cuarto de la población (a tres de cada diez a mediados de la década pasada) deja por fuerza de serlo.
El efecto subsiguiente es el abandono escolar prematuro (o educativo temprano, que es más PC), el porcentaje de jóvenes que no obtiene, al menos, un título post-obligatorio, lo que en el sistema español significa bachillerato, ciclos formativos de grado medio o estudios universitarios. La cifra última de abandono es del 24.9%, pero lo subestima, pues es la de quienes –según la Encuesta de Población Activa– no lo han obtenido ni lo intentan con 24 años o menos, luego no incluye a quienes, tras abandonar, han regresado años después al sistema, titulándose, ni a quienes lo están intentando pero no lo lograrán.
Este fuerte nivel de abandono se combina con la tradicional aversión española a la formación profesional, considerada siempre de segundo orden, para quienes no valen para estudiar, con el resultado de su desarrollo raquítico y de la escasez de técnicos intermedios –lo que da al sistema español una peculiar estructura de diábolo: muchos titulados superiores, muchos con apenas la titulación mínima o bajo mínimos, y poca cosa en medio– y de un doble fenómeno de infracualificación (falta mano de obra cualificada para multitud de empleos) y sobrecualificación (titulados superiores que no encontrarán empleos para su nivel de titulación).
Lo dicho apunta ya algunas cosas que urge reformar en la ordenación del sistema educativo:
  • En primer lugar, acabar con la repetición, que no es parte de la solución sino del problema. En contrapartida hay que reforzar los mecanismos de detección, corrección y compensación de las dificultades y necesidades especiales en la escuela, desde sus primeras etapas y antes de que tengan consecuencias de mayor calado.
  • En segundo lugar, revisar los criterios de evaluación, pues resulta chocante que pequeñas diferencias en competencias medidas (PISA, etc.) respecto de nuestro contexto social y cultural se traduzcan en diferencias enormes, desmesuradas, en las tasas de éxito, la continuidad en el sistema y la cualificación final de la fuerza de trabajo.
  • En tercer lugar, ofrecer vías de continuidad a todos los alumnos, al menos hasta la obtención de un título post-obligatorio, y en particular reforzar, promover e incentivar la formación profesional en los niveles ISCED 3 y 4.
El tercero de estos puntos depende de la ordenación; los otros dos, de la cultura profesional e institucional. El profesorado absorbe cuatro quintos del presupuesto educativo y resulta el elemento decisivo en las trayectorias de los alumnos, el desempeño de los centros y aplicación de políticas y reformas. Y no hay mucho que celebrar: por un lado, cualquier análisis objetivo indica lagunas formativas (de contenido en primaria, de método en secundaria), estilos tradicionales si no arcaicos y un compromiso limitado; del otro, cualquier encuesta a profesores revela un amplio malestar. La condiciones laborales se antojan envidiables para la mayoría de la población trabajadora, pero no solo de pan vive el hombre.
  • Formación y selección iniciales precisan cambios profundos. El nivel de las facultades de Educación es tan variado como en cualesquiera otras, pero en media es bajo, tanto en los alumnos –manifiesto en sus notas de entrada y propiciado por la nota de corte– como en profesores –manifiesto en las evaluaciones externas de la investigación–, y el nivel de exigencia de los profesores sobre los alumnos, una vez dentro, también lo es, como se refleja en la extraña combinación de altas tasas de titulación con bajas notas de entrada; lo mismo cabe decir de la formación para secundaria, en la que la reciente apuesta por el máster se parece cada vez más al antiguo e inútil CAP. Pero la práctica del educador es altamente incierta y difícilmente normalizable (mejor dicho: solo como educación de talla única, al precio de una alta ineficiencia y una gran desigualdad), lo que exige un enorme componente de conocimiento tácito, no formalizado, adquirible sólo en una práctica colaborativa, y por tanto asigna una gran importancia a la formación e iniciación sobre el terreno. Esto debería traducirse en un prácticum más largo, más denso y más exigente, con funciones no sólo de formación e iniciación sino también de evaluación y selección, y que lógicamente debería estar a cargo de la institución y la profesión mismas, no de la universidad. Lo contario de lo que tenemos: una ficción que las facultades fingen dirigir pero no dirigen –ni pueden, ni saben, ni quieren–, que pocos docentes en los centros y pocos alumnos de visita en ellos se toman en serio y que se ha reducido a una rutina de escaso valor.
  • La formación continua debe tener un papel más importante. Se acabó para siempre aquello de formarse al inicio y ejercer con lo aprendido toda una vida laboral. El aprendizaje a lo largo de la vida, imprescindible para todos, lo es más aún para el educador, que educa para el futuro a generaciones que en parte ya están en él. Esto requiere que la formación continua deje de ser ese fingimiento colectivo que es hoy (unos hacen como que enseñan, otros hacen como que aprenden y el sistema se legitima sin mejorar), sin evaluación alguna ni de los formados ni de los formadores. Por otra parte, es preciso reforzar los espacios informales de cooperación y aprendizaje, que comprenden los espacios virtuales, en expansión gracias al auge de la tecnología y las redes pero poco reconocidos y aprovechados, y los espacios físicos, el tiempo de colaboración en los centros, reducido a la nada por medidas desafortunadas como la jornada continua y por la confusión del calendario y la jornada laborales con los lectivos.
  • Por último, el profesor merece y necesita un mayor reconocimiento. No el profesorado, sino el profesor. No se trata de proclamar la nobleza de la misión, ni su infalibilidad, ni su inviolabilidad, ni de ponerle estatuas por las calles, sino de apreciar,  reconocer y difundir el trabajo bien hecho, lo contrario de lo que sucede hoy cuando es yugulado entre la desatención de las administraciones, la exigencia de conformismo de los claustros y el trato uniforme reclamado por los sindicatos. Precisamente por la elevada y decisiva dependencia de la buena educación respecto del buen profesor es necesario distinguir buenas y malas prácticas, ofrecer seguridad y propiciar la innovación, tolerar el error pero premiar el acierto. En contra de cierta retórica neoliberal y managerialista, no se trata de incentivos económicos, aunque puedan contemplarse, sino de la búsqueda, la valoración y el reconocimiento del compromiso profesional y del trabajo bien hecho.

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