27 jun 2014

PISA y la información incómoda

La publicación hace unas semanas de una carta abierta a Andreas Schleicher, rostro visible de PISA (y de INES, el menos polémico programa de indicadores de la OCDE), por Heinz-Dieter Meyer y otros 82 académicos, ha dado un aliento en España al malestar sobre la evaluación del los sistema educativo. Según los autores, PISA perjudica a los niños, empobrece las aulas, quita autonomía a los profesores, eleva el estrés y pone en peligro el bienestar de todos, etc., aparte de estar secretamente manipulado Pearson y costar una fortuna que podría emplearse mejor. Ni que decirse tiene que esta catilinaria ha encontrado eco aquí, en particular en la pedagogía y en una parte del profesorado.
Es de rigor decir que toda evaluación cuantitativa tiene insuficiencias y riesgos. Insuficiencias, al menos, por dos motivos: primero, porque al buscar la comparabilidad de países, centros o alumnos perdemos la riqueza de cada singularidad; segundo, porque el número de elementos a evaluar es necesariamente limitado. Dos centros, por ejemplo, pueden arrojar similares resultados por distintos motivos y estos escapar a los mecanismos de detección de la prueba o encuesta. Y, por supuesto, en la educación hay otras cosas que valorar y, en su caso, medir que el nivel de competencia en lengua, matemáticas y ciencias.
Pero, dicho esto, rechazar un instrumento como PISA es como si un padre no quisiera saber el peso de su hija porque hay otros factores a considerar, por ejemplo la estatura, musculatura, el índice de masa corporal, etc., etc., por no hablar ya de la inteligencia, la felicidad, la integración...  De hecho, además de medir competencias en pruebas, PISA hace un esfuerzo cada vez más mayor por registrar toda otra serie de variables individuales, del centro, del entorno social, etc. Además, la OCDE patrocina otras pruebas sobre adultos (PIAAC) y profesores (TALIS) y otros indicadores de la educación (INES).
Por otro lado, los riesgos estriban sobre todo en lo que se conoce como Ley de Campbell, es decir, en que el sistema, los centros o los profesores tomen los indicadores como único criterio y centren su esfuerzo sólo en mejorarlos, descuidando lo demás. Pero es como el riesgo de que un fabricante sacrifique la calidad al precio, un político el futuro al voto o un padre la educación a la gratificación inmediata de sus hijos. O confiamos en que no será así, o creamos las condiciones para que no pueda serlo.
PISA debe ser valorado dentro del panorama de conjunto de la educación, en nuestro caso contra un fondo del que yo destacaría dos cosas que nos ayuda a afrontar: su alarmante mediocridad y su absoluta opacidad. En el primer aspecto, lo que PISA aporta no es tanto exponer nuestros mediocres resultados en esas pruebas como la falta de correspondencia entre ellos y la catástrofe en términos de abandono, fracaso y repetición. Es esto, que ya estaba ahí y era bien conocido, lo que verdaderamente debe preocuparnos. España es mediocre en PISA, pero encabeza las listas de abandono, fracaso y repetición, y lo primero no justifica lo segundo, cosa que sólo sabemos gracias a PISA
En el segundo aspecto, el sistema español posiblemente sea hoy el más opaco de su entorno. La información que el público tiene de los centros es poco más que nula, la retroalimentación que los profesores reciben de sus colegas y directores es extraordinariamente escasa, la capacidad de las autoridades gubernamentales de reunir datos sistemáticos está al albur de la no siempre buena voluntad de las autonómicas, y la dificultad de los investigadores para obtener una colaboración siquiera pasiva de los actores es cada vez mayor.

Nuestro problema no es una información sesgada o inadecuada, sino una grave falta de transparencia. Incluso si fuera el caso, que no lo es, el antídoto contra la mala información es más y mejor información, no menos o ninguna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario