14 mar 2014

¿Promovemos la democracia o ayudamos a erosionarla?

Sobre el punto 3 del manifiesto La Educación Que Nos Une
No aceptamos
Que sean organizaciones de corte exclusivamente economicista
(OCDE y CEOE) y religioso (Conferencia Episcopal) quienes decidan
los contenidos escolares y cómo evaluar los sistemas educativos
Proponemos
Que la comunidad educativa y la sociedad en su conjunto
sean quienes decidan el qué, el cómo y el para qué
de la educación de nuestros hijos e hijas

    Me cuesta pensar que la CEOE haya podido tener más peso en el sistema educativo español que las centrales sindicales, por ejemplo, pero no hay duda de que el episcopado y la OCDE han llegado a tener, de distintas maneras, una influencia indebida. El caso del episcopado está fuera de discusión. Aquí habría que aplicar la vieja consigna del republicano Jules Ferry: “El maestro en la escuela, el cura en la iglesia y el alcalde en el ayuntamiento”, pero la iglesia nunca ha sacado las garras de la escuela -de hecho es su principal fuente de savia-, los gobiernos de la derecha han cedido en buena parte a sus pretensiones -no a todas porque, sencillamente, es insaciable- y a los de la izquierda les ha faltado valor para plantarse ante ella con firmeza, en particular para denunciar los acuerdos con el Vaticano que sirven de base a la presencia de la religión en la escuela.
    La cuestión de la OCDE, sin embargo, es más compleja y hay que distinguir, al menos y aquí, su propuesta de introducir en las escuelas una educación financiera, las pruebas PISA y su influencia general sobre las políticas educativas. La primera propuesta, que en realidad es la cuestión más reciente, ha suscitado en el sector la reacción previsible, es decir, la habitual reacción mezcla de pudor y dignidad ofendidos. ¡Educación financiera, lo que faltaba! Desde el punto de vista del indignado profesional esto sería, supongo, el ejemplo perfecto del mero “adiestramiento de... clientes” que denunciaba el segundo punto del manifiesto, pero a mí me parece una propuesta estupenda y, si acaso, insuficiente. Con razón o sin ella, no es algo que se me haya ocurrido ahora sino que hace tiempo que vengo planteando que una de las carencias más lacerantes de la enseñanza obligatoria (que para algunos, para los que luego serán más vulnerables, es la única) es que se pueda salir de ella sin un mínimo conocimiento de las relaciones económicas y laborales. En particular, llevo unos decenios planteando que la escuela debería enseñar a los jóvenes a pensar críticamente sobre el lugar de trabajo -y no me refiero a odiarlo, sino a otra cosa que comienza por entenderlo, y por entenderlo como una relación social-, sobre la tecnología y sobre la economía en general. Lo lacerante es que se pueda salir de la escuela, y para siempre, sin haber aprendido nada sobre lo que son un contrato laboral, un recurso administrativo, una letra de cambio, etc., además o en vez de unas cuantas cosas más prescindibles. Yo preferiría una formación económica, no simplemente financiera, pues la economía es más que las finanzas, comprende el mercado no financiero, las relaciones laborales, la redistribución vía estatal e incluso el intercambio doméstico, aunque es cierto que la actual crisis debería servir de advertencia sobre la importancia de un mínimo conocimiento de las transacciones financieras. Habrá, pues, que discutir y acordar qué formación económica, lo mismo que sucede con la formación para la ciudadanía o la ética, pero sería un despropósito rechazarla sin más. Un despropósito, sin embargo, muy coherente con el legado cultural de la España feudal (el desprecio por lo económico) y del academicismo más rancio (el menosprecio de lo mundano), legado del que no parecen despegarse los autores del Manifiesto.
    El segundo asunto es PISA. Demasiado largo para tratarlo aquí en detalle, pero ineludible. Se puede discutir hasta el aburrimiento la metodología de PISA (que es bastante razonable) y se puede cuestionar cuanto se quiera su utilización como instrumento de clasificación (de eso hablaremos más en el próximo post, dedicado al punto cuarto), pero esos son problemas menores. El problema mayor de PISA, creo, es su concentración sobre tres disciplinas: lengua, matemáticas y (algunas) ciencias, a lo que cabe oponer que la educación tiene también otros objetivos que esos (pero también, no en vez de esos) pero PISA y su impacto pueden provocar una concentración excesiva en ellas. Hay que reconocer, no obstante, que PISA es una prueba de competencias aplicadas y no de conocimientos académicos, lo que ya es un avance respecto de mucho de lo que encontramos en nuestra educación, y que va incluyendo poco a poco otros elementos (habilidades digitales, actitudes ante la escuela, etc. Y el problema mayor con PISA es que en el sistema educativo hay una enorme resistencia a la evaluación, pero su mayor virtud es precisamente que ha logrado en parte romperla.
    Pero la OCDE, además, hace otras cosas. En particular publica otras dos pruebas periódicas, PIAAC y TALIS, más el anual Panorama de la Educación (Education at a Glance) y una buena colección de indicadores (se encuentran en su web), además de contar con un amplio catálogo de monografías. PIAAC (el “PISA para adultos”) ha sido más bien saludado aquí porque venía a alimentar la tesis de que nuestros alumnos están mal porque sus padres estaban peor. TALIS, una encuesta sobre y al profesorado, sólo lleva una edición publicada (esta primavera saldrá la segunda, TALIS 2013) y es menos mediático, aunque en muchos aspectos más interesante. El Panorama, en fin, es un interesante informe que ofrece cada año una visión general y se concentra además sobre algún aspecto de interés. No faltará quien vean en todo esto tan solo la voz del capital, o el pensamiento único (neoliberal, por supuesto), pero también se oyen cada vez más quejas de sentido contrario: que la OCDE se ha sumergido en la corrección política, que se ha apuntado al buenismo pedagógico, etc. Lo cierto es que se trata de un acopio de información y conocimiento, en gran medida muy ponderado, que sólo cabe descalificar si no se ha leído.
    En contraposición, el documento propone que decidan “la comunidad educativa y la sociedad”, lo cual suena bastante bien... pero aquí falta algo. Falta decir de qué mecanismos se servirán una u otra y de qué parte se ocupará cada una. Es verdad que un manifiesto no puede ir muy lejos ni entrar en detalles, pero limitarse a la comunidad y la sociedad me parece muy desafortunado en las circunstancias dadas. En vez de una abstracción como la sociedad, hubiera preferido una mención a las instituciones o las autoridades democráticas, aunque no implicase suscribir su actuación. El Manifiesto enfrenta a las fuerzas beatíficas de la comunidad y la sociedad con las fuerzas malignas del capital y la iglesia, pero eso tiene poco que ver con la realidad. La mejor manera que la sociedad ha encontrado de actuar, sea en la educación o en cualquier otro terreno, han sido y son las instituciones democráticas, pero no es inocente que no se mencionen en un texto que se abre llamando a la desobediencia y termina llamando a la resistencia. Dejemos la resistencia, que es un concepto vago, pero es difícil obviar el llamamiento a la desobediencia. En el mismo sitio de La Educación que nos Une, una segunda página, Desobediencia a la LOMCE, llama a la desobediencia civil, que considera justificada ante una ley “impuesta por el rodillo parlamentario contra la voluntad de la comunidad educativa y la sociedad civil (…) en aquellos aspectos en que sea incompatible con una escuela inclusiva y democrática.”
    Toda la retórica del mundo no podría ocultar lo esencial: estamos ante el llamamiento a un grupo social, concretamente a un colectivo profesional, para que se oponga y se imponga a una decisión mayoritaria, legal y legítima que, por muy contraria que pueda ser a los principios de dicho grupo, ha sido tomada por la sociedad a través de su representación política. El “rodillo parlamentario” puede ser un argumento interesante... entre parlamentarios, pero es un peligroso disparate fuera del parlamento. La voluntad de la comunidad educativa es dudoso que pueda considerarse reflejada siquiera en el amplio frente contra la LOMCE, al fin y al cabo constituido por un amplio abanico de organizaciones (no todas, obviamente) del sector, pero la voluntad de la sociedad no lo está ni puede estarlo en ningún sentido. La “(in)compatibilidad con una escuela inclusiva y democrática” es, sin duda, un criterio de valor muy importante en el debate sobre la política educativa, pero no basta con invocarlo para legitimar cualquier propuesta de acción, para empezar por su imprecisión y ambivalencia.
    Es revelador que se invoque a “la comunidad educativa y la sociedad civil”, por ese orden y no al revés, colocando a la parte por delante -y por encima- del todo. En realidad la sociedad civil es demasiado vaga y la comunidad educativa termina siempre reducida al profesorado, o menudo al profesorado como vanguardia teórica y las familias como carne de cañón. Es hasta algo cínico invocar ahora a la comunidad educativa contra el rodillo parlamentario, sobre todo después de más de un cuarto de siglo (la vigencia de la LODE) en que el rodillo del profesorado, este sí, ha vaciado de contenido y de funciones a los consejos escolares, sometiendo a alumnos y padres a la impotencia permanente. Con la diferencia de que el rodillo del PP, por muy desagradable que resulte, nace de haber ganado unas elecciones (y de no querer llegar a acuerdos, claro está), pero el del profesorado no nace de nada parecido, sino de una posición de poder.
    Pero lo peor de este punto son sus silencios. Las instituciones democráticas no son sagradas ni intocables, pero hay que tener motivos muy serios y muy graves para ignorarlas. Y aquí contamos con dos que no se mencionan: el sistema parlamentario, que incluye las cámaras legislativas y los aparatos ejecutivos de nivel nacional y autonómico, y los consejos escolares. La soberanía compartida de los primeros es lo que hay que sostener frente a las estructuras de gobernanza de hecho, no legitimadas democráticamente, que a veces se les imponen (este sería el mayor riesgo general, aunque hoy por hoy leve en el ámbito educativo, con la OCDE), y es la mejor expresión, o la menos mala, de la voluntad de la sociedad; la decisión compartida en los segundos, entre el profesorado y las familias, siempre y cuando requiera acuerdos entre las partes -lo que nunca ha sido el caso, dadas la mayoría absoluta del profesorado y la vis atractiva del claustro-, es la mejor vía de participación de la comunidad. No mencionarlas siquiera es el preocupante paso previo para arrogarse su representación desde cualquier instancia lejos de su control. O sea, que se propone el mismo escamoteo de las instituciones democráticas que se aseguraba no aceptar, aunque en otra dirección.
    La desobediencia civil, en fin, es una forma de lucha demasiado seria para ser invocada cada vez que una ley no gusta. De la misma manera que era inaceptable contra la Educación para la Ciudadanía o lo habría sido contra la LOGSE o la LOE en general, lo es ahora contra la LOMCE. Nació, se practicó y ha terminado legitimada para situaciones en las que están en cuestión valores de gran trascendencia para un ciudadano, como en la negativa a matar, y poco o nada más, incluso en un sistema democrático, o para un abanico más amplio de fines cuando se niega el carácter democrático del sistema, pero no para que las dos mitades del funcionariado se nieguen por turno a cumplir las leyes que no les gustan, por muy explicable y razonable que pueda ser su disgusto.
No deja de ser irónico, para terminar, que se pretenda justificar este llamamiento (de eficacia muy improbable, por lo demás) a la desobediencia civil citando un pretendido pasaje de John Rawls, La justicia como equidad, que, con seguridad, no existe (en realidad el Manifiesto toma cita de un profesor indignado de Murcia que ya levaba un tiempo llamando a la desobediencia, y todo hace pensar que es una versión libre y suelta, de tercera o cuarta mano, de dos pasajes de otro libro, la Teoría de la justicia). Una pifia irrelevante, pero nada extraña cuando se piensa y escribe a la ligera.


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