18 feb 2012

El gobierno se adapta al fracaso escolar antes de combatirlo

La reducción de la ESO propuesta por el Ministro de Educación y Cultura se presenta como una vía para reducir el fracaso escolar, pero en realidad es una adaptación al mismo, una rendición en toda regla. Si suponemos que el descuelgue, voluntario o involuntario, de los alumnos es progresivo, es seguro que hacer las cuentas a los 15 años en vez de a los dieciséis hará disminuir la cifra de fracaso al final de la secundaria obligatoria -lo mismo que un adelanto de la edad de jubilación general haría disminuir la proporción de jubilaciones anticipadas. Pero reducir la ESO no es reducir el fracaso, es institucionalizarlo. Es renunciar al objetivo de que todos los adolescentes superen las enseñanzas comunes que se suponía debían superar a los dieciséis años. Lo que el gobierno hace, en línea con la visión clasista y naturalista de la sociedad propia de la derecha, es afirmar que una parte sustancial de la población no tiene las condiciones para alcanzar ese objetivo, por lo que debe ofrecérsele algo más limitado. Pretender que podían hacerlo habría sido el error típico de la izquierda, sobrevalorando al pueblo llano. Pero antes de tirar la toalla se deberían haber abordado otras deficiencias y perversiones del sistema (academicismo de los programas, desvinculación de la realidad, centros desarticulados, direcciones débiles, profesores desmotivados, abuso de la repetición, etc.), a mi juicio más importantes en la generación del fracaso que ningún otro factor, incluidos los determinantes sociales ajenos a la escuela, las diferencias individuales y la ordenación del sistema. En lugar de intentar hacer funcionar bien el sistema educativo ya existente, el gobierno ha decidido reordenarlo. En lo primero, por cierto, podría haber encontrado amplios apoyos para medidas que los ministros y consejeros de los gobiernos socialistas -nacional y autonómicos- nunca se atrevieron a abordar a fondo, en particular las relativas a ampliar la autonomía de los centros, reforzar a las direcciones, introducir incentivos diferenciales para los profesores, evaluar todos y cada uno de los ámbitos y niveles del sistema, etc., es decir, la política educativa en el nivel meso o micro. La reordenación ahora anunciada estaba ya cantada, pues el PP la venía reclamando ya con claridad al menos desde el documento que presentaron para explicar su negativa a un pacto de Estado en materia educativa, aunque el último ministro socialista pudiera creer haberla conjurado con el itinerario hacia el bachillerato en cuarto curso de la ESO. Suponiendo que realmente la lleven a cabo, podría producir otros efectos que el obvio de reducir la ESO. Las últimas reordenaciones del sistema han producido siempre efectos inesperados. La LGE de 1970 quiso crear un sistema paralelo de formación profesional (de la FP1, de infausta memoria, pasando por la muy razonable pero muy minoritaria FP2, hasta la non nata FP3) y creó más que nada un basurero (la FP1, pues la FP2 se alimentaría ante todo del bachillerato) con elevadísimos niveles de fracaso y abandono (Wert, que promete solucionar el fracaso escolar y el desempleo juveniles con esa nueva FP a los 15, debería pedir a sus asesores un buen informe sobre lo que fue la FP a los 14). La LOGSE de 1990, que pretendía dignificar la formación profesional exigiendo el requisito de ser graduado en la ESO para los Ciclos de Grado Medio y en Bachillerato para los de Grado Superior, así como cerrando el paso directo de un grado a otro, consiguió dejar en la calle a tres de cada diez alumnos, los no graduados en la ESO, y frustrar las expectativas de progreso de los graduados del primer ciclo profesional. La reordenación actual puede fácilmente llevar a que muchos alumnos abandonen el sistema a los dieciséis sin haber salido de la ESO (fácil, con el nivel de repetición de curso español) o con un único curso de formación profesional sin ninguna utilidad en si mismo y una enseñanza común reducida. Ya veremos.

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