19 feb 2011

Más madre que tigre y menos batalla que himno

Me preguntan por qué resto importancia, en una declaración a El País para un reportaje sobre el libro de Amy Chua, a la polémica levantada por su Grito de Batalla de la Madre Tigre. Con lemas como no dejar jamás a los niños que duerman fuera de casa, ni participar en una obra de teatro del colegio, ni elegir sus actividades extraescolares, ni aprender otro instrumento que no sea el violín o el piano...; con episodios como el de rechazar la tarjeta de felicitación de su hija pequeña dicíéndole que ella, como madre, merece algo más que una chapucita hecha en unos minutos, decirle que  es una mierda (literalmente basura, garbage) porque renunciar a sacar un fragmento de interpretación o amenazarla con entregar su casa de muñecas a la caridad si no ensaya más, era más que seguro que Amy Chua levantaría la indignación de medio mundo, en particular del medio mundo bienpensante, que es casi el mundo todo de la educación profesional. Pero me parece, sencillamente, que quienes la descalifican de manera unilateral no han entendido el libro o, simplemente, no lo han leído y se guían por los titulares sensacionalistas del Washington Post y las reacciones derivadas.
Hay que empezar por decir que no es cualquier libro ni son cualesquiera personas. Chua es hija de una familia china llegada de las Filipinas que supo abrirse paso en los EEUU; su padre, Leon O. Chua, es un profesor de ingeniería electrónica y computación en Berkeley que ha hecho importantes aportaciones en esos campos científicos y goza de reconocimiento mundial; ella misma es una prestigiosa jurista, profesora en Yale, que escribe sobre globalización y relaciones étnicas; sus dos hijas, Sophia y Lulu (Luisa) son dos niñas prodigio en música y alumnas brillantísimas, y la dimensión de su crisis familiar (el estallido rebelde de Lulu) es tan modesta que ya la quisieran para sí muchas familias permisivas. De manera que estamos, en todo caso, ante una familia a la que vale la pena prestar atención y de la que seguramente habrá algo que aprender.
Su relato autobiográfico suena soprendentemente sincero. Chua no oculta nada de lo que sabe que va a escandalizar a sus compatriotas, como tampoco sus vacilaciones o sus fracasos. Las anécdotas que, contadas fríamente y descontextualizados, pueden parecer a algunos una expresión tópica de crueldad oriental, no son en realidad otra cosa que episodios de quién manda aquí que se les van algo de las manos tanto a ella como a sus hijas. Al mismo tiempo, la autora no esconde en ningún momento el carácter obsesivo de su rigorismo, ni deja de burlarse de sí misma, como cuando, en una discusión con su marido, le dice que también alberga grandes sueños y ambiciones para el perro de la familia. Por lo demás, todo parece indicar que el marido y padre de las niñas juega abiertamente un papel de contrapeso, sólo que, a diferencia de la mayoría de las familias, ella representa la exigencia, el principio de realidad, la moral victoriana, etc. y él el principio de placer, la válvula de escape. Finalmente, Chua expone sin ambages su (relativo) fracaso, que se limita a que su hija estalla, le echa en cara su autoritarismo y sustituye unas clases de violín (sólo unas) por clases de tenis -que, por cierto, aborda con la misma ambición que su madre y ella habían puesto en las de violín.
Pero hay algo que casi redime a la madre tigre o que, al menos, merece que sea tratada con respeto. Chua tiene una exigente vida profesional, pero acompaña a sus hijas en todas sus tareas: aprenden música por métodos que le exigen aprender ella misma y acompañarlas en sus ejercicios, ejerce de chófer incansable recorriendo cientos de kilómetros para acudir a los mejores instructores, etc. En suma, respalda y acompaña sin fisuras a sus hijas... sin darse jamás el respiro de dejarlas dos o tres horas más en las extraescolares o mandarlas a dormir una noche fuera.
Por otra parte, no hay que perderse sus comentarios vitriólicos sobre la escuela, por ejemplo cuando explica que no permite a sus hijas apuntarse a la obra de teatro escolar porque estarán tres horas cada tarde esperando que les toque el turno para decir dos frases (lo que podría no ser el caso, pero cualquiera sabe que es probable que lo sea); o cuando cuenta que procura llevárselas de las clases de música en la escuela, "donde estarán tocando cencerros, o las clases de artes plásticas, donde estarán decorando tenderetes para la Feria de Halloween"; cuando se queja de que las escuelas intentan constantemente hacer que aprender sea divertido derivando todo el trabajo a los padres; cuando se ríe de los padres occidentales que se asustan de la gordura de su hija pero no pueden decirle siquiera que está gordita por mor de su autoestima; o cuando describe cómo enseñaba sumas, restas. multiplicaciones, divisiones, fracciones y decimales a su hija, a la perversa manera china, mientras sus compañeras de clase aprendían a contar hasta diez "al estilo creativo norteamericano".
El debate que plantea el libro de Chua no es sobre el rigorismo o la permisividad, sino sobre el corazón mismo de la educación: ¿puede el educando aceptar la educación como una tarea a medo y largo plazo, que se justifica por sus resultados, o tiene que encontrar en ella una relevancia y unos efectos inmediatos?; ¿depende la capacidad de aprender de la autoestima o depende ésta del trabajo realizado?; ¿compensa el resultado final del esfuerzo los dolores del proceso?; ¿deben los educadores optar por la seducción rousseauniana o por la moral kantiano? Desde luego, el libro no va a resolver estos problemas, pero tiene la virtud de traerlos del debate abstracto entre los estudiosos del asunto al contraste entre distinas prácticas familiares de crianza y educación.
Se puede estar en pleno desacuerdo con lo que propone, pero no sin antes tomarse el trabajo de leerlo, pues no se le hace justicia con unos cuantos titulares periodísticos. En definitiva, el libro vale la pena y obliga a reflexionar, que es de lo que se trata.



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