5 nov 2009

España-Japón: 400 años

Un imperio que comienza a caer desde su punto de inflexión máximo y otro que se acerca al mínimo, una inmensa distancia física y cultural, un naufragio catastrófico y providencial, intereses comerciales y clericales y dos hombres con una visión de Estado poco habitual en su entorno: con estos mimbres se tejió, en 1609, el breve encuentro entre las monarquías imperiales de Japón y España, que pronto se convertiría en un largo desencuentro

Antes había sido, desde 1549, y después sería, hasta 1868, una relación prácticamente nula y siempre indirecta, a través de los misioneros, más problema que solución. La agresividad evangelizadora de los franciscanos fue siempre un factor de malestar y una excusa para las represalias japonesas, y la labor más sutil de los jesuitas, aunque posibilitó un débil flujo de información entre los dos países, servía a sus propios fines y a los del Vaticano, no a los de España. Las relaciones entre los imperios eran escasas por las dificultades de las comunicaciones, pero también difíciles porque, aunque ninguno amenazara directamente el territorio propio del otro, sí que ambicionaban otros territorios sometidos: Japón pretendía someter las Filipinas, como hizo saber Hideyoshi a los gobernadores españoles, y a éstos les atraía Corea, como sugirió Vivero a Felipe III.

Los naufragios eran frecuentes, pues los barcos llenos de oro, especias y otras valiosas mercancías procedentes de China, luego conocidos como el Galeón de Manila, o la Nao de la China, seguían en el tornaviaje de Filipinas a México (centro de Nueva España) la ruta de Urdaneta, bordeando Japón para alcanzar corriente de Kuro-siwo, que los llevaría por el paralelo 42 hasta Mendocino (California Norte) y, de ahí, descender a Acapulco. Uno de éstos, el de la nao San Felipe en 1596, provocó un incidente, pues su carga resultó una golosina irresistible para Hideyoshi, último shogun antes de los Tokugawa, y cuenta la historia o la leyenda que, preguntado el capitán español, Francisco de Landa, por cómo su monarca podía dominar territorios tan alejados como las Américas, explicó que primero iban los misioneros y tras ellos los soldados, que lograban así apoyo militar en la población conversa, idea que corroboraron con entusiasmo los holandeses (aunque en Europa regía la tregua de los doce años entre la corona y las Provincias Unidas, no incluía el lejano Oriente). En parte era cierto, pero sobre todo era lo que los monjes y Hideyoshi necesitaban oír, y justificó la crucifixión de veintitrés  misioneros franciscanos y tres discípulos de los jesuitas en 1597, en Nagasaki.

Fue en 1609 cuando el destino quiso que Rodrigo de Vivero y Velasco, gobernador interino de las Filipinas, de regreso a México naufragara en Chiba, en la actual Onjuku, en la playa de Kazusa (hoy lugar predilecto de los surfistas). Era el más alto funcionario español (y europeo) que jamás pisara Japón, sobrino además del Virrey de Nueva España, Luis de Velasco. Por supuesto, no había sido comisionado para eso, lo que hizo que en su Relación del Japón se explayara ante Felipe III sobre por qué creyó que debía erigirse en su representante aun sin otros intereses que los de la corona, pero también que el capitán de su barco, Juan de Cevicos, partidario de no ampliar la presencia española en Asia más allá de Manila, se opusiera y le acusara de buscar su propio provecho. Se ha aventurado la hipótesis de que se acercó más de lo necesario a la costa con la intención de hacer un alto en las islas.

En su breve periodo filipino, Vivero, aunque hubo de dedicar su atención ante todo al bloqueo y los ataques holandeses, había invertido el tono de las relaciones con Japón. Primero, en su respuesta a una carta que, al poco de tomar posesión, le envió Ieyasu a través de William Adams, en la que le invitaba a comerciar. A diferencia de su predecesor Pedro de Acuña, que había dado largas una oferta similar y enviado misioneros en vez de comerciantes, Vivero mostró entusiasmo. En otro gesto de entendimiento, además, liberó a unos doscientos japoneses en prisión desde el levantamiento de Dilao, en Manila, y los devolvió a su país, sin dejar de asegurar a Ieyasu que los mercaderes y marineros de buena fe autorizados por él seguirían siendo aceptados. Ieyasu apreció el gesto, llegando a autorizarle a ejecutar a los japoneses que se amotinaran. Hasta cierto punto, pues, Vivero ya había allanado el camino a la providencia.

Los Tokugawa, por su parte, se alejaban de la política de Hideyoshi con una mayor tolerancia hacia los misioneros y abandonando sus pretensiones expansionistas, cada vez más interesados en el comercio y la tecnología occidentales. Pero los españoles desafiaron su paciencia enviando misioneros en vez de comerciantes, mientras que los holandeses les ofrecían justo lo que querían. Este contraste quedó claro cuando, en 1600, la nave holandesa De Liefde arribó, en las últimas, a la isla de Kyushu, con dos decenas de marineros enfermos (del centenar con que había partido). Considerándolos piratas (en parte lo eran) los jesuitas portugueses reclamaron a Ieyasu que confiscara el barco y los crucificara, y éste hizo lo primero pero no lo segundo; lejos de ello, interrogó al capitán, el inglés William Adams, y acabó por convertirlo en su consejero diplomático y comercial y constructor de las primeras naves japonesas con tecnología occidental, capaces de cruzar el océano (en Adams, por cierto, se inspira John Blackthorne, el primer samurái occidental de la novela de James Clavell –y popular serie televisiva- Shogun, aunque el primero fuera, veinte años antes, el africano Yasuke: cosas del etnocentrismo). En vísperas de cerrarse al mundo, Japón vivía un momento de estabilidad y desarrollo combinados con una amplia tolerancia hacia religiosa (en Occidente eran tiempos de Inquisición en el sur y cazas de brujas y guerras de religión en el norte) y un profundo interés por el intercambio económico y tecnológico.

Superado el naufragio (con la pérdida de un barco y daños en otro, decenas de muertos, toda una noche en el agua y parece que una orden, revocada a tiempo, de degollarlos), Vivero aprovechó la ocasión para entrevistarse con Hidetada y su influyente padre Ieyasu, y alcanzó con éste un preacuerdo diplomático y comercial que pudo ser decisivo para la apertura japonesa al mundo y la presencia española en Asia. El preacuerdo Tokugawa-Vivero preveía libertad de predicación para los misioneros, cartografiado de las costas niponas y la libertad de fondear para los españoles, un astillero para atender a las naves dañadas y la inmigración de mineros de la plata cualificados desde México. En los años siguientes se sucedieron varias misiones cruzadas. Vivero siguió viaje a México en un barco cedido por Ieyasu, con sus hombres y decenas de japoneses, sobre todo comerciantes, encabezados por Tanaka Soshuke; de allá zarpó a Japón, meses después, Sebastián Vizcaíno, ya en misión oficial, con un centenar de españoles, incluidos los mineros, entre 1611 y 1614; una misión japonesa, encabezada por el samurái Hasekura Tsunenaga al servicio del daymiō (señor feudal) Date Masamune, muy favorable al contacto con europeos, viajó a México, España, el Vaticano y otros países europeos entre 1613 y 1620.

La japonesa ante la creciente presencia europea, la poca diplomacia de Vizcaíno, la precipitación franciscana, la hostilidad holandesa y la dificultad de las comunicaciones acabaron por frustrar el acercamiento. Entonces, como hoy, los grandes móviles de las relaciones internacionales fueron el comercio y la tecnología, y los grandes problemas la política y la ideología. Japón quería de occidente, ante todo, tecnología, entonces las técnicas argentíferas (que Nueva España les brindó) y navales (que Velasco les negó hasta el punto de destruir –pagando- el San Buenaventura). Los españoles querían evangelizar y, a ser posible, conquistar, pero los holandeses ofrecían la opción del doux commerce y ganaron la partida.

De la política no quedó nada, pues el imperio nipón se cerró y ensimismó y el español comenzó su descenso al colapso. El comercio se lo quedaron los holandeses, que entendían mejor sus ventajas. La ideología pervivió en la prolongada presencia de los jesuitas, cuyo legado marca hoy el japonismo español. En cuanto a la tecnología, Japón ha pasado a lo largo del siglo XX de importador a exportador. Sea en exportaciones, turismo, conocimiento e interés por la cultura del otro o estudiantes, Japón ha prestado mucha más atención a España que viceversa. Tanto las exportaciones como las inversiones de Japón en España triplican el flujo inverso, el flujo turístico es diecisiete veces superior, y así sucesivamente. España subestima aún la importancia de las relaciones económicas y tecnológicas, como lo muestra el escasísimo flujo de estudiantes e investigadores españoles al Japón. Son signos esperanzadores la reciente apertura del Instituto Cervantes en Tokio y la próxima de la Fundación Japón en Madrid, y las recientes y anunciadas visitas recíprocas de Estado. Recordar a Vivero quizás ayude a recuperar aquel espíritu emprendedor.

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