12 nov 2003

Euskadi: ámala o déjala (querido maketo)

Esperaba de Anjeles Iztueta, Consejera de Educación del Gobierno Vasco, una explicación más convincente que la aparecida en este diario (10-11-2003) sobre si la calificación como “inmigrantes” de los otros españoles llegados a Euskadi erauna inocua categoría estadística, como inicialmente argumentó, o una declaración solemne sobre su condición de extraños; o, si no, una rectificación.
Pero nada de eso. Dos tercios del consabido victimismo (“nos enfrentamos a poderes muy fuertes”, “tanta manipulación, […] tergiversación, […] desprecio”, “¿por qué no reparan en escrúpulos éticos de ningún tipo?”, “su argumento es maquiavélico”, “los viejos aires de la dictadura… de la amenaza”) y un tercio de increíble cursilería (“un tono cálido, tierno”, “querida palabra inmigrante […] pronunciamos tu nombre […] con el respeto y la admiración debida, con un cariño verdadero, sincero, intenso”, “tienes […] mis brazos abiertos”; “avanzamos suaves y decididos, como en una plegaria”; “somos un pueblo pequeño que ofrece testimonio en sus gestos”, “un pueblo pequeño que pervive para dar ejemplo”, “con la fuerza del corazón”, “una luz que florece”) suman nada o menos que nada.
La lengua, sin embargo, es tozuda. Inmigrante es el que “llega a otro [país] para establecerse en él” (DRAE), “la persona que se ha establecido en un país procedente de otro” (M. Moliner), “el que emigra a un país distinto del suyo” (Larousse), “una persona que viene a un país para residir permanentemente en él” (Oxford, Merriam-Webster)… y así en cuantas fuentes se desee. Es verdad, no obstante, que migración, emigración o inmigración (y, por tanto, emigrante o inmigrante), son términos utilizados en demografía y estadística para referirse a los procesos y a los protagonistas de movimientos interiores de población. Pero en esta acepción laxa, no sólo se incluyen las migraciones interregionales (entre comunidades) sino también las interprovinciales (en una misma comunidad) e incluso las intermunicipales (en una misma provincia).
Según el INE, en 2001 llegaron a Euskadi 53.172 españoles, vascos o no, y se fueron 56.721; se desplazaron entre las provincias vascas 4.517, y entre municipios de una misma provincia vasca otras 33.073. Además, arribaron 9.543 inmigrantes extranjeros, éstos, sí, de otro país (el 2.1% de los venidos a España). ¿Qué sentido tiene calificar de inmigrantes a los españoles que no procedan de las provincias vascongadas, pero no a los que se mueven en o entre ellas? Desde el punto de vista de la provisión de plazas escolares sólo lo tendría si también se hiciera con los desplazados intrarregionales e intraprovinciales, pero esto se aborda rutinariamente como un simple flujo de altas y bajas en los padrones municipales que, aun siendo importante —pues provoca desequilibrios en la oferta de plazas—, no merece ser calificado de inmigración. Desde cualquier punto de vista son simplemente ciudadanos, iguales a los demás (por muy nativos que éstos pretendan ser), o nacionales, a diferencia de los extranjeros (aunque se reconozca a éstos los mismos derechos escolares). Después de todo, un Estado-nación se caracteriza por la igualdad ante la ley y por la libertad de circulación y de residencia (con todos los derechos asociados, v.g. la educación); y, desde hace al menos cinco siglos, España lo es.
¿Por qué, pues, inmigrantes? En el resto del país y del planeta, ese concepto se circunscribe a los extranjeros (y no todos, pues no se conceptúa como inmigrantes a los funcionarios internacionales, los cuadros de las multinacionales o los jubilados de oro), por mucho que la consejera y sus epígonos revuelvan en busca de gazapos la gris literatura administrativa. En la política educativa, la singularización de los inmigrantes tiene, ante todo, tres motivos. El primero es que suelen presentar importantes carencias económicas, sociales y culturales, pues es la pobreza en origen el principal motivo para emigrar. Fue el caso de millones de personas en el desplazamiento masivo del campo a la ciudad, pero eso es ya historia en España, y, si algo queda y va a parar a una escuela urbana vasca, es más probable que venga de un caserío próximo que de un latifundio lejano. Hoy es el caso de la mayor parte de la inmigración extranjera, en buena parte de la cual se añade la diferencia lingüística, y de ahí el esfuerzo añadido para su integración.
El segundo es el desafío que representa el contraste entre la organización política y social de la comunidad de origen y la de la sociedad de destino. Esto obliga a una constante tarea de reconstrucción de los fundamentos educacionales de la convivencia ciudadana, situando a la escuela ante una empresa mucho más ardua que educar a los hijos de unas familias ya anteriormente socializadas en ella. En otras palabras, y aun respetando su derecho a preservar de forma individual o libremente asociada su propia herencia cultural, las sociedades de acogida han de esforzarse por incorporar a los recién llegados al legado común del Estado de derecho, liberal, democrático y social.
Que yo sepa, ninguno de estos dos problemas se presenta en Euskadi con los otros españoles, ya que forman parte de una misma comunidad nacional, se someten a unas reglas explícitas comunes y viven en entornos locales y condiciones económicas equiparables, si acaso con diferencias entre territorios que son siempre menores que las existentes dentro de cualquier territorio. Hasta aquí, no debería caber duda de que lo que separa al inmigrante interior del extranjero es mucho más que lo que le separa del residente que no se ha movido del lugar; o, lo que es lo mismo, que los migrantes interiores son, ante todo, ciudadanos, y sólo muy secundariamente ciudadanos que han cambiado de residencia.
Pero hay un tercer motivo para singularizar a los inmigrantes que quizá haya pesado más en la mente de la consejera y de quienes la amparan. La escuela es un poderoso instrumento de formación de la identidad colectiva, y ciudadanía e identidad son las dos grandes palancas de la construcción nacional. En términos abstractos, la ciudadanía habla de derechos y responsabilidades en un lenguaje universalista que se traslada fácilmente de un contexto a otro, pero la identidad colectiva, la nacionalidad, es la que define los límites de cada contexto. Igualdad, libertad, solidaridad, son ideas y conceptos magníficos, pero acotados por una delimitación de la comunidad que separa a los de dentro de los de fuera (esa dicotomía tan cara a Arzalluz). Durante ya casi tres decenios, el nacionalismo se ha empleado a fondo en construir a través de la escuela la nación vasca, no como una realidad paralela sino alternativa a la española, y con notable éxito. Eso es lo que define a los otros españoles como inmigrantes.
La Constitución (1978: art. 3), el Estatuto de Guernica (1979: art. 6), la Ley de Normalización del Euskera (1982: arts. 3 y 15) y la Ley de la Escuela Pública Vasca (1993: art. 3) proclaman la cooficialidad de euskera y castellano y el bilingüismo de la sociedad y la escuela vascas. Sin embargo, en la CAV existen varios modelos lingüísticos de escolarización: A, con el castellano como vehicular y el euskera como asignatura; B, con ambas como vehiculares (y asignaturas), teóricamente por mitades, y D, con el euskera como vehicular y el castellano como asignatura (y, residualmente, X, en castellano y sin euskera). En 1982-83, los modelos X, A, B y D suponían, respectivamente, el 19, 61, 8 y 12% del alumnado no universitario. En 2003-2004 son 0.5, 33.1, 21.1 y 45.2%. Pero, si Euskadi ha de ser bilingüe, el único aceptable es el B, que utiliza las dos lenguas por igual. El X es ya un despojo irrelevante, y los modelos A y D deberían ser estaciones transitorias para quienes llegan a la escuela con una sola lengua materna pero han de prepararse para una sociedad bilingüe; el A para los otros españoles que se incorporan a la sociedad vasca (un flujo permanente, aunque de doble sentido, en una España con libertad de circulación y residencia), o tal vez para aquellos cuya estancia esté prevista como breve; el D para euskaldunes sin conocimiento del castellano (si es que quedan); ambos, siempre, lugares de paso hacia el B.
Pero, en vez de que la sociedad se construyese a sí misma como plural y bilingüe con el modelo B, se dejó que cada grupo se reconstruyese a sí mismo a con el modelo de su elección, los euskonacionalistas con el D y los hispanonacionalistas con el A; es decir, que las familias optaran, haciendo unas y otras un uso más étnico que cívico de la escuela. Con la diferencia de que, aparte de la división casi por mitades de la sociedad vasca, en un lado de la balanza han pesado, además, la hostilidad manifiesta y la amenaza de la violencia contra los (otros) “españoles”, los riesgos de exclusión (ser ciudadanos de segunda, como tantos les han advertido) y las plegarias de la Consejería (entre las cuales, la circular de marras). Como resultado, el monolingüismo euskaldún arrasa en las aulas tanto a su opuesto como al verdadero bilingüismo, pues tildar de bilingüe al modelo D es simplemente una burla (como lo sería afirmar que todo español es bilingüe por haber estudiado inglés desde primaria). Llama la atención el hecho de que la distribución de los alumnos entre los modelos esté mucho más polarizada en la escuela pública que en la privada. A, B y D acogen en aquélla al 32.6, 12.6 y 54.8% y en ésta al 33.6, 29.8 y 35.4%, quizá porque está más lejos del cariño de la Consejera.
Lo que convierte a los otros españoles, ciertamente, en inmigrantes en el País Vasco, y no sólo en el superficial sentido estadístico, es el trágala al que los somete la política educativa del nacionalismo. Una suerte de autolimpieza étnica en la que la presión por mostrarse tan euskaldún como el que más es ya difícil de resistir. Cuesta no ver la circular de la consejera de EA como la versión light de aquella campaña por el carnet vasco de HB. El gran esfuerzo integrador de los inmigrantes, o el aventado 30% del presupuesto dedicado a la educación aparecen también menos angelicales que anjelikales, un subproducto del uso sectario de la institución escolar, de la convicción nacionalista de que la nacionalización pasa por la euskaldunización y ésta por la escolarización. “¡Euskal Herría: ámala o déjala!”, podría ser la consigna compartida por todo el nacionalismo. Una traducción de “America: love it or leave it!”, popular pegatina ultraderechista en la Norteamérica de sesenta. ¿Cómo se dirá en euskera?