11 mar 2003

EL AMIGO AMERICANO

En la magnífica novela de Patricia Highsmith Ripley’s game (El juego de Ripley), llevada al cine en Europa con el título que encabeza este artículo, un americano rico y de pasado delictivo arrastra a un incauto europeo a la comisión de un asesinato, con la promesa de una recompensa que necesita éste con desesperación, envolviéndolo en una maraña de la que terminará convertido en víctima. Verdaderamente profético, tal como van las cosas.
¿Debe España secundar o, al menos, no desentenderse de los Estados Unidos en su ataque a Irak? Así sería, sin lugar a dudas, si ambos países compartiésemos los intereses o los valores que empujan hoy al primero hacia Bagdad. Y así es si creemos a Aznar, cuya carta con otros siete presidentes europeos comenzaba: “El vínculo que une a los Estados Unidos y a Europa son los valores que compartimos: la democracia, la libertad individual, los derechos humanos y el Estado de derecho.” Tenemos, pues, unos valores comunes. La misma carta aludía poco después a “la lucha cotidiana contra el terrorismo” (aunque para los otros siete países fuese menos cotidiana) y, ante la opinión pública, el jefe del gobierno no se ha cansado de relacionar el terrorismo etarra y el internacional. También tenemos, pues, unos intereses comunes. Pero ¿realmente los tenemos? ¿Cuánto tienen de comunes estos valores o intereses compartidos?
La palabra común (o compartido) se presta a una ambivalencia que es preciso desmenuzar (aunque en este primer párrafo se traduce shared por compartidos, dos líneas después se dice comunes, ésta ha sido la expresión de Aznar ante el Consejo Europeo, en la declaración común con Bush, etc. y es la de correcto castellano). Si todo el mundo es egoísta, podemos concluir que el egoísmo es un valor común, ya que es similar en unos y otros, y lo mismo cabria hacer si todos fuésemos belicistas, aislacionistas o mercantilistas, que son adjetivos más pertinentes para los países. Si uno acepta unas normas de conducta que, más allá de los intereses inmediatos o de las transacciones do ut des, impliquen relaciones de reciprocidad, como los diversos códigos corporativos, escritos o no, que en la historia han vinculado entre sí a los miembros de un grupo (por ejemplo a la aristocracia, a los militares profesionales, a numerosas profesiones y a cualquier tribu urbana o grupo mafioso), pero no con los ajenos a él, también cabe hablar de valores comunes y compartidos. En fin, puede ser que los valores comunes no sólo comprendan normas de conducta de cada uno para sí, ni de reciprocidad entre quienes los comparten, sino que se refieran a un universo no delimitado por el alineamiento entre quienes declaran esos valores, es decir, que estén dotados de universalidad, como parece preten-der la ya mencionada alusión a “la democracia, la libertad individual, los derechos humanos y el Estado de derecho”. Mi argumento es muy sencillo: los valores aludidos son comunes en el primer sentido (similaridad), sólo limitadamente en el segundo (reciprocidad) y de ninguna forma en el tercero (universalidad).
Los Estados Unidos, los países de los ocho firmantes y muchos otros, entre ellos y de forma sobresaliente los que hoy se oponen de manera abierta a esta aventura bélica, sostienen un haz de valores comunes por similares, entre los cuales y tal vez en primer término los citados. Los ocho corresponsales podrían y deberían haber añadido valores como el mercado, aunque quizá no resultase oportuno cuando se sospecha la importancia del petróleo en este conflicto, o la justicia social, que habría dividido a los firmantes y hecho sonreír a la mayoría de los lectores, pero podemos pasar esto por alto.
No resulta tan clara, en cambio, la reciprocidad en esta comunión de valores, y quizá nos contemos los españoles entre quienes mejor y más duramente hayamos debido aprenderlo. Todavía está cerca (1981) el día en que Alexander Haig (entonces secretario de Estado de Reagan, promotor de Bush padre e ídolo del hijo), reaccionó ante el golpe del 23-F calificándolo como un “asunto interno” de los españoles. Y tampoco quedan tan lejos la negación norteamericana de apoyo a la Segunda República durante la Guerra Civil, la tolerancia y complacencia con la solitaria dictadura de Franco tras la Guerra Mundial y el aval que supusieron para el régimen la visita del presidente Eisenhower y el tratado militar. Cierto que el gobierno español no ha dejado pasar la primera ocasión de hacer otro tanto, como se vio hace poco en el apoyo inicial al golpe militar-civil y al amago de régimen de excepción de la oposición en Venezuela (curioso país en el que los golpistas se hacen medio demócratas y los medio demócratas se hacen golpistas, pero eso no cambia nada).
Sí resulta clara, en contrapartida, la debilidad o la inexistencia de un compromiso universalista con esos valores, que es lo único que haría de ellos valores en un sentido fuerte, valores humanos situados por encima de los intereses nacionales. España ha tenido pocas oportunidades, hasta el momento, de mostrar la profundidad y el universalismo de su apego a ellos, pero los EEUU, con su enorme poderío económico, político y militar, han tenido muchas, y su currículum no es nada brillante. Nadie duda que son, hacia dentro, una democracia en muchos aspectos ejemplar, pero su actitud ante la democracia ajena ha sido siempre instrumental, supeditada a intereses como el conflicto geoestratégico con la URSS, el acceso a los mercados exteriores o las inversiones de sus multinacionales. ¿Hay que recordar el papel de los EEUU en los golpes militares en Irán (1953), Guatemala (1954), Líbano (1956), Brasil (1964), Indonesia (1965), República Dominicana (1965) o Chile (1973) por señalar sólo aquellos contra gobiernos legítimamente constituidos (y dejando de lado sus intervenciones contra go-biernos nacionalistas o su apoyo a toda clase de dictaduras contra los movimientos insurgentes —y a toda clase de insurgencias contra las dictaduras no alineadas con ellos). La humanidad todavía espera el día en que un gobierno norteamericano reniegue de la doctrina Roosevelt de sostener de modo incondicional a sus hijos de puta, no cuestionada por el hecho de que los abandonen o hasta los persigan, con gran fanfarria propagandística, cuando adquieren vida propia (como Noriega, Sadam o Ben Laden), pues los atisbos de los periodos Carter o Clinton han sido de corto alcance. Cierto es que, hoy en día, no quedan ya izquierdas radicales que puedan llegar al poder por vía democrática (los radicales no son demócratas y los demócratas no son radicales), así como que, en una economía globalizada, los instrumentos económicos son ya más que suficientes para moderar a cualquier gobierno, pero ésa ha sido la evolución del mundo, no la de los Estados Unidos.
Si se quieren más muestras de esa falta de universalidad de los valores no tan comunes, baste recordar la combinación de fundamentalismo económico neoliberal para los demás (a través de la OMC o el BIRD) y proteccionismo intervencionista para sí cuando se considera oportuno, o la espeluznante frialdad con que se suelen anticipar los costes propios en vidas humanas singulares mientras que se ignoran los del enemigo en miles. O las construcciones publicitarias que convierten a Irak en un peligroso poseedor de armas de destrucción masiva pero no a Israel ni a Pakistán (mucho más armados, belicosos y geopolíticamente peligrosos, por no mencionar a la pequeña Corea del Norte), que vinculan inequívocamente con Al Qaeda a Irak (sin intentar siquiera probarlo) pero no a Arabia Saudita (lo que sí está probado y salpica a los aledaños de la familia real), etc. Por des-gracia, los árabes y el Islam han sufrido cumplidas demostraciones de este doble rasero, empezando por la predilección de los gobiernos norteamericanos por intervenir contra ellos (Irán, Líbano, Yemen... ¡y Libia, que lleva dos siglos en el himno de los marines!), continuando por la combinación de hostilidad hacia los regímenes laicos nacionalistas (los baasistas de Siria e Irak, Libia, el Egipto de Nasser) y complacencia con las monarquías corruptas y misóginas de la península arábiga, para terminar, cómo no, con el apoyo continuado al expansionismo israelí y el menosprecio de los palestinos. No es coincidencia el buen entendimiento entre Tel-Aviv y Washington, no ya por la presencia judía allá o los intereses estadounidenses acá, sino por la homología que supone considerarse el pueblo elegido, sea por un dios o por un destino manifiesto, que parece dar derecho a negar o condicionar para los demás, en función de los propios intereses, valores irrenunciables para uno mismo.
Se ha dicho a menudo que los estados no tienen valores, sino intereses, y ése es el núcleo de la doctrina realista que impera en la política exterior y en los estudios internacionales estadounidenses. Aun alternando entre el aislacionismo y el intervencionismo, los EEUU, o al menos sus gobiernos, nunca se han considerado parte de una comunidad internacional (ejemplos recientes son el impago a la ONU, la hostilidad hacia la UNESCO, el rechazo al protocolo de Kyoto o al Tribunal Penal Internacional, o viola-iones del derecho internacional como la ley Helms-Burton, que permite perseguir en los EEUU a ciudadanos y empresas de otros países que negocien con Cuba, o la doctrina Kers-Frisbie, que legaliza los secuestros en el extranjero). Si algo ha quedado claro en toda esta crisis es que, si puede, Bush lanzará el ataque contra Irak con o sin la ONU, y que si al final no lo hace (cosa improbable) no será porque sentirse desautorizado por ésta ni por ninguna otra plasmación de la comunidad internacional, sino por un frío cálculo de costes y beneficios (por ejemplo, que la desaprobación de su opinión pública interna amenazase con una derrota electoral, condenándolo a la no reelección por la que ya pasó su padre). Claro que se sentiría más legitimado con un apoyo universal, mas no lo necesita.
Pero, si están dispuestos a prescindir de la comunidad internacional, ¿por qué el largo culebrón en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas? Porque no se trata de actuar en nombre de una comunidad de valores ni intereses (la administración republicana sólo admite que los demás compartan los suyos), sino de proceder a una redistribución de los riesgos. Con la modesta excepción del fiel Reino Unido, que tiene sus propios motivos de protagonismo (no sólo la relación privilegiada con los EEUU, sino que Irak, Kuwait, los otros emiratos y hasta Arabia Saudita fueron, en gran medida, su artificiosa creación), los demás poco podrían y querrían aportar en tér-minos militares, dada la inmensa superioridad norteamericana, y lo que puedan dejar de aportar en recursos económicos bien puede verse compensado por la explotación del petróleo y la reconstrucción iraquíes. Los verda-deros costes no serán los anteriores a la guerra, sino los que vengan después. Si la permanente humillación de los palestinos era ya la principal legitimación del terrorismo islámico y de diversos alineamientos antioccidentales, la derrota de Irak, con el consiguiente enardecimiento israelí, que lejos de facilitar una solución en Oriente Medio la hará más difícil si cabe, provocará la radicalización de sectores más amplios del mundo árabe, islámico y subdesarrollado en general, aunque en orden decreciente (nadie en su sano juicio puede creer el cuento de la lechera de la Sra. Rice: reconstruiremos Irak, lo democratizaremos, prosperará, lo imitarán sus vecinos, habrá paz en Palestina...). En breve, un recrudecimiento del terrorismo que, aun suponiendo que en última instancia sea derrotado —lo que no es nada fácil, como bien sabemos—, dejará un largo rastro de sangre y miedo. Eso sí, redistribuidos en favor de los cándidos aliados, pues, apareciendo todos solidariamente responsables, pero mejor protegidos los norteamericanos y más expuestos los europeos, haría bien el terrorismo en cebarse sobre los más débiles. Pues los EEUU cuentan con su lejanía y aislamiento geográficos y su superioridad tecnológica y militar, pero es Europa la que comparte el Mediterráneo con el mundo árabe y alberga a millones de inmigrantes en su territorio.
Es fácil comprender a Washington; lo difícil es entender a Madrid, salvo que nos dediquemos a tratar de desentrañar la inescrutable subjetivi-dad del presidente. Nuestros intereses antiterroristas pasan por la colaboración con Francia frente a ETA y por una solución pacífica del problema iraquí frente al fundamentalismo islámico. Nuestros valores declarados tal vez coincidan con los de los Estados Unidos, pero eso no legitima una agresión unilateral, sin el consenso o el apoyo de una amplia mayoría de la comunidad internacional y sin haber agotado las demás vías. Como dice el refrán: Dios nos guarde de los amigos, que de los enemigos ya nos ocuparemos nosotros. En particular, del amigo americano.