9 nov 2001

ENCASTILLADOS Y ENCLAUSTRADOS

“Buenos días” —“Buenas tardes.” “¿Tiene hora?” —“No, gracias, no fumo.” Así solían comenzar los diálogos para besugos de un popular tebeo de mi infancia, y así parece que va a terminar el gran debate sobre la reforma de la Universidad. Lo que debería haberse iniciado con una discusión abierta y franca y terminado con un proyecto de ley ampliamente consensuado o, al menos, consentido, comenzó con un proyecto arbitrario y arbitrista y acabará, a lo que parece, con un diálogo de sordos, un divorcio sonado entre el gobierno y la Universidad, una ley de dudosa eficacia que la oposición ya ha prometido derogar y un amago de llamamiento a la desobediencia civil por los rectores y los claustros. Nos aupamos, pues, si no de la nada a la más extrema miseria o, como Groucho, sí de la convicción generalizada de que había llegado la hora de reformar la normativa universitaria a la total ruptura entre reformadores y reformados. ¿Cómo hemos llegado a esto?
La responsabilidad más inmediata es de la Administración. Tras la frivolidad de la época Aguirre y la calma chicha de la época Rajoy, un equipo ministerial nuevo, ninguno de cuyos miembros destacaba una semana antes ni como experto ni como singularmente representativo de la Universidad, se descolgó con una ley llena de fórmulas novedosas: más figuras contractuales, funcionarización del profesorado en dos tiempos, nuevos órganos de gobierno, elección directa del Rector… No seré yo quien pontifique ahora sobre qué efectos vaya a producir cada una de ellas, que no lo sé, pero todo parece adolecer de un desarrollo insuficiente y, sobre todo, de la imprescindible convicción por parte de los llamados a aplicarlas.
Respecto de lo primero, no hay que olvidar que el diablo está en los detalles. La anterior ley orgánica, la LRU, abrió paso a la endogamia con unas cláusulas cuya finalidad no era otra que obligar a los concursantes a un esfuerzo ad hoc (las necesidades de la Universidad, vulgo perfil), agravó la precariedad del profesorado contratado con una figura destinada a arbitrar la colaboración complementaria de otros profesionales (los profesores asociados) y propició la irresponsabilidad corporativa con unas normas sobre autonomía que pretendían justo lo contrario. Del actual proyecto de LOU hay que decir, como poco, que el binomio habilitación-adscripción puede asegurar cierto nivel mínimo del profesorado, pero no traerá ninguno de los beneficios de la movilidad si las universidades no son obligadas o incentivadas para ello; que la elección directa del rector puede dejar fuera de juego a los pequeños caciques, pero también abrir paso al populismo y al enfrentamiento con los órganos colegiados; que las nuevas figuras contractuales pueden acabar con el miserabilismo de los contratos de asociado, pero también prolongar indefinidamente una precariedad que se lleva muy mal con la dedicación exclusiva y la fuerte especialización que requiere la profesión universitaria. Más inequívocamente rechazables son el trato de favor a las universidades privadas (que podrán funcionar con requisitos previos inferiores a los de las públicas), sobre todo las de la iglesia católica, la supresión de la selectividad sin prever alternativas y la incomprensible laminación de los órganos colegiados de departamentos y centros (consejos y juntas) en beneficio de los unipersonales (directores y decanos) y, en menor medida, del claustro en aras del rectorado (paradójicamente, se reducen a consultivos los órganos colegiados de menor tamaño, que no planteaban problemas de eficacia). Al fin y el cabo, ventajas para la privada y reforzamiento de las autoridades universitarias era lo menos que cabía esperar de un gobierno de derechas.
La ofensiva contra los órganos colegiados en el proyecto, la descalificación de rectores y claustros en el debate y el intento de destitución y disolución a corto plazo de unos y otros, dan pie a pensar que el Ministerio no está a gusto con la autonomía de la Universidad. En todo caso, así lo siente una gran parte del profesorado universitario, y ninguna reforma podrá tener éxito sin él. En lo inmediato porque, como decía el conde de Romanones: “Que hagan otros las leyes, y dejadme a mí los reglamentos.” Los reglamentos son aquí, sobre todo, los Estatutos, que harán quienes hoy se sienten agraviados. En un sentido más amplio, porque la Universidad, como institución y servicio público, y la docencia y la investigación universitarias, como actividades, sólo pueden funcionar bien sobre la base de un alto nivel de compromiso de la profesión, o de la mayoría de ella. La vasta autonomía corporativa (de gobierno) e individual (profesional) de que goza el profesorado, único que posee el conocimiento local y especial necesarios y que, por tanto, no puede ser sustituida por reglamentación alguna, requiere como contrapartida un alto consenso en torno a fines y medios o, cuando menos, el consentimiento que deriva de la convicción de que éstos, aunque puedan ser individualmente contestados, gozan de legitimidad colectiva. De otro modo, una ley destinada a un ámbito profesional será siempre una ley muerta.
Pero tampoco nos engañemos sobre la otra parte. La defensa de la autonomía, el debate, el diálogo, el consenso… está particularmente justificada en este momento, pero desempeña también el papel de una cortina de humo. Cuando el profesorado quiere que evitar que le pidan cuentas por su trabajo habla de autonomía, si quiere hacer de su capa un sayo lo hace de libertad de cátedra, para reclamar subidas salariales invoca la dignidad de la profesión, para defender la endogamia alude a la promoción interna, para evitar usos alternativos de los recursos alega la defensa de la Universidad pública, etc. Después de todo, la retórica es una de las herramientas que mejor dominamos, y la batalla actual, que se dirige a la opinión pública, se libra ante todo en el plano de la simbología y la significación y la ganará quien imponga su definición de la realidad.
Era de esperar que los rectores y las organizaciones de los profesores adoptasen la posición que han adoptado. Los sindicatos y asociaciones profesionales despliegan ahora una amplia plataforma de defensa y mejora de la Universidad, pero no descubriremos nada si afirmamos que el eje de su posición y su actuación han sido, son y serán las demandas laborales y, entre todas ellas, la estabilidad y la promoción en el sitio, es decir, la endogamia. Es una paradoja de nuestro tiempo que la sindicación crezca rápidamente en las administraciones públicas mientras cae en picado en las empresas privadas, pero tiene una sencilla explicación: la enorme funcionalidad de la retórica sindical para la defensa de intereses corporativos. En cuanto a los rectores, por mucho que sus personas puedan ser tan excelentes y magníficas como sugiere el tratamiento asociado a su cargo, en este asunto están en su papel. Poco importa si están ahí por lo que piensan o si lo piensan porque están ahí (o, como diría el otro Marx, si es su existencia la que determina su conciencia o al contrario), pues, en todo caso, es tan improbable que un rector se oponga a la endogamia como que un gobernante islámico se enfrente al integrismo.
Más decepcionante resulta la actitud de la izquierda. Nacida y crecida en la idea de que toda la estructura del mundo giraba en torno a la distribución desigual de la propiedad, le costó y todavía le cuesta aceptar la existencia de cualquier otra fuente de desigualdades y actuar en consecuencia. Le llevó decenios de tensión con los movimientos sociales reconocer las desigualdades sexuales o étnicas, así como hoy las etarias, y tremendas derrotas políticas ante el neoliberalismo y la nueva derecha comprender que, como decía Ibn Jaldún, el Estado sirve para corregir todas las injusticias… menos las que él mismo crea. Hoy le cuesta entender, en particular, las fracturas sociales en torno a la cualificación y, concretamente, el papel privilegiado de las profesiones, sobre todo las asociadas a los servicios públicos, tanto frente al resto de los trabajadores como frente a su clientela. Identificada durante decenios con el crecimiento del Estado del bienestar, dedicó su época pletórica a amamantar a las profesiones instaladas en él y ahora, en su vejez, no puede despegarse de ellas. Partidos que antes se proclamaban del proletariado parecen hoy, más bien, del profesorado, al que siguen sin condiciones por los peores derroteros (endogamia en la universidad, jornada matinal en la no universitaria…).
Qué decir, en fin, de los estudiantes, más despistados que un pulpo en un garaje. Educados en familias complacientes y escuelas benévolas, su actitud social deriva fácilmente en la del eterno gorrón. Vienen a la Universidad, como es lógico, para entrar en el mercado de trabajo por la puerta grande —en algún caso, para simplemente posponer la entrada—, pero abominan de todo lo que suene a tasas, competencia, selección, etc., amenazas que ven por doquier y rechazan enseguida como obra del demonio… o del neoliberalismo y la globalización que nos invaden. Como decía Marx (Karl) del lumpenproletariado de su época, parecen no saber conjugar otros verbos que recibir regalado y tomar prestado; ésos y apuntarse a un bombardeo. Aunque una reciente encuesta nacional mostraba que tres de cada cuatro no tenían la menor noticia de la ley, ya se declaraban dispuestos a manifestarse un tercio, el doble de los que la rechazaban, y la huelga del día 7 fue seguida masivamente, como no podía ser menos.
El panorama, pues, no promete mucho. Unos, encastillados y cargados de razón, a base de escucharse sólo a sí mismos; otros, enclaustrados en el agravio, la inercia y la defensa de las cosas como están. En medio, una mayoría de profesores y estudiantes que, para ser sinceros, no sólo no hemos sido consultados, sino que hemos estado callados demasiado tiempo. Nos lo merecemos.